NOTA DE INVESTIGACIÓN A PROPÓSITO DEL LIBRO, SER CIUDADANO, SER INDIO. LUCHAS POLÍTICAS Y FORMACIÓN DEL ESTADO EN NURÍO Y TIRÍNDARO, MICHOACÁN, DE JESÚS SOLÍS CRUZ, EL COLEGIO DE MICHOACÁN, ZAMORA, 2012
Desde hace algunas décadas, los temas sobre la formación del Estado
desde lo local han llegado a ser recurrentes en la antropología mexicana. Sobre todo ahora que
los grupos minoritarios tienen mayor presencia en el espacio público. Recuperar las historias (o
narrativas) locales en esta época resulta importante tanto para las personas que habitan las
distintas localidades que conforman el territorio nacional como para el quehacer académico en
tanto nos invitan a reflexionar sobre una serie de temas que a todos nos atañen. En esta
línea, cualquiera que esté interesado en conocer la historia de la meseta
puerhépecha o de la ciénaga de Zacapu no solo tendrá que recurrir a los libros de
Paul Friedrich, sino ahora también al de Jesús Solís, quien reflexiona a partir de
las narrativas locales sobre la formación del Estado y los choques, algunas veces violentos, que
ocurren cuando se imponen las políticas nacionales a nivel local.
Se trata del estudio de dos localidades de una misma área cultural contrastantes en sus historias
particulares, su ubicación geográfica y sus proyectos culturales y de integración
social. En términos antropológicos podríamos decir que nos presenta dos caminos
divergentes en la formación del Estado nacional desde lo local. Ambos marcados por los
conflictos, pero con distintas trayectorias en las que el autoritarismo y los valores de la modernidad
se entrecruzan de maneras muy particulares. Nos muestra etnográficamente cómo los
proyectos del Estado nacional son llevados a la práctica por sujetos históricos con
proyectos propios, de tal manera que dan como resultado configuraciones sociales opuestas –o dos
órdenes sociales contrastantes–. Mientras una localidad opta por volcarse sobre sí
misma y limitar la influencia de las instituciones nacionales fortaleciendo su comunalismo, la otra
busca por diversos medios abrir la participación de la sociedad local en las instituciones
modernas y así fortalecer su comunalidad. Al final logra presentarnos dos casos
paradigmáticos que ilustran los puntos esenciales en la discusión sobre la
formación del Estado y la ciudadanía desde lo local.
Después de una revisión del estado de la cuestión, en relación con los
estudios de la etnicidad purhépecha, nos dice el autor que lo que subyace al conflicto social
(siempre presente en la vida de las comunidades indígenas michoacanas) es el intento de organizar
formas de identificación colectiva. Difícilmente se encuentra uno comunidades donde exista
un solo proyecto colectivo, siempre aparecen varios y confrontados, y esta diversidad de propuestas va
aparejada y se entrecruza con los proyectos de otros actores que trascienden las comunidades (como los
partidos políticos, las iglesias, las ONG). De ahí que lo importante sea el
establecimiento de hegemonías locales, lo que implica el reconocimiento, por parte de los
actores, de marcos morales comunes que posibiliten la construcción de jerarquías, el
intercambio de mensajes y la negociación entre ellos. Durante gran parte del siglo XX, el Estado
mexicano buscó establecer, si no imponer, estos marcos comunes generando cambios y resistencias.
Porque en la modernidad las fuentes de la moralidad pública, como nos lo recuerda Charles Taylor,
son múltiples.
Desde esta perspectiva, la ciudadanía moderna no sería la acción de una masa
indiferenciada con un solo proyecto, sino de una multitud de actores grupales e individuales cuyas
representaciones y demandas se originan de múltiples fuentes, no solo de las provenientes del
Estado, sino también de la religión, incluso de referentes ancestrales o tradicionales.
Para entender cómo se construye la ciudadanía en la práctica, nos dice el autor,
hay que observar las relaciones de poder en que están inmersos los sujetos sociales, que son las
que le dan contenido a los discursos políticos.
Dos planteamientos teóricos obsesionan a Jesús Solís. Primero cuestiona las
propuestas del multiculturalismo, en particular el concepto de «ciudadanía
étnica». Considera que éste se deriva de una concepción estrecha y
sustancialista de las comunidades étnicas; deja claro que él entiende la noción de
ciudadano de manera mucho más dinámica y cambiante, y cualquier intento que no tome en
cuenta la dinámica de las mismas comunidades, será limitado.
La otra idea que preocupa a Jesús Solís es la de que existe o ha existido un Estado
hegemónico duradero. Considera que esto es falso y que la acción hegemónica del
Estado es finita, limitada y está encadenada a proyectos específicos de dominación
que terminan produciendo «efectos de Estado», es decir, la idea de que el Estado tiene una
presencia absoluta y poderosa, por sobre las mismas personas que construyen y reconstruyen su
representación o imagen. Para el autor, son «los sujetos quienes producen y reelaboran su
universo moral u órdenes culturales a partir de ciertos marcos discursivos para situarse como
integrantes, marginales o confrontados al imaginario histórico del Estado nación y sus
proyectos» (34).
El primer caso que presenta es el de la comunidad de Nurío. Una comunidad asentada en la sierra
purhépecha. Inmersa históricamente en una serie de conflictos con las comunidades vecinas
(que en la memoria histórica aparecen originalmente como parte de una gran comunidad llamada
Nurío Atapa). Aunque en la actualidad se culpa de esa situación a las «malas
políticas» del gobierno.
El problema de linderos con sus vecinos estará presente durante toda la época colonial y
hasta el siglo XX. Como en todas las comunidades de la región el reparto del siglo XIX fue muy
tormentoso y confuso, ya que las leyes liberales de desamortización difícilmente se
aplicaron en la zona. Lo que no impidió que se instauraran prácticas como la venta de
tierras (a los ricos de la cabecera municipal de Paracho) y la mediería, que a la postre
dificultará la solicitud de restitución de sus tierras.
En los años cincuenta del siglo XX se inicia la etapa emblemática de lucha violenta por la
tierra entre comunidades y en la que participan activamente los jóvenes. Conflictos que se
extenderán por más de tres décadas. Hasta los años ochenta se escuchan
noticias de los enfrentamientos violentos entre comunidades. Sin duda uno de los efectos más
importantes de este conflicto será el reforzamiento de la idea de comunidad definida en ese
entonces como «la patria chica».
Con base en fuentes documentales se destaca que a mediados del siglo XX y en pleno conflicto entre
comunidades, los nurienses utilizaron la categoría de «propietarios privados» para
denunciar legalmente las amenazas a su integridad y por supuesto reclamar derechos ciudadanos. Se trata
indudablemente de un momento de mayor tolerancia en que la comunidad indígena no se restringe a
los comuneros sino que incluye y reconoce a propietarios particulares. A finales de los años
setenta y gracias a las políticas públicas educativas, emerge toda una nueva
generación de profesionistas, quienes accederán al poder local justamente
oponiéndose a «los ricos», y con el proyecto de recuperar las tierras comunales. Se
deslegitima a la propiedad privada y aparece la «comunidad indígena» como una sola
unidad indivisible. Se nota en el discurso cierta intolerancia que se expresa en frases como
«expulsar a los ricos» y cierto primordialismo, como sucedió en otras comunidades por
esas fechas.
La «vuelta a la comunidad» –que se da a partir de los años setenta– es
uno de los hechos más intensos e importantes en la vida pública de los indígenas
michoacanos. En esta época se identifica a un enemigo de clase: los propietarios particulares,
otrora aliados en su búsqueda de reconocimiento en sus pleitos con sus vecinos. Se definen
así dos calidades distintas de sujetos: los «comuneros», representantes del
interés colectivo y el bien común, y los «propietarios» representantes del
individualismo y de los intereses particulares. En esta lógica las acciones de los segundos
(hacer negocios, capitalizarse) se ven como agravios a la totalidad de quienes se asumen como grupo
corporativo.
Estas acciones también provocaron cambios en las estructuras de poder local. A la sombra del
nuevo liderazgo de profesionistas indígenas, inicia la «modernización» de las
estructuras de poder locales (algo muy similar ocurre en otras comunidades por esa época) y a la
vez se reactiva el impulso educativo. De hecho la preocupación por la educación local se
vuelve un reclamo constante de esta comunidad. La asamblea se instituye como el máximo
órgano de gobierno, una representación práctica y funcional de la misma comunidad,
al punto en que se afirma que «simboliza a la comunidad». Luego, en épocas más
recientes, aparece como en muchas otras comunidades la figura de un «Consejo Comunal»,
promovido por un grupo de líderes que en un momento determinado fueron desplazados de los
órganos formales de gobierno y que buscan reposicionarse políticamente.
A partir de los años ochenta, con el impulso de las políticas indianistas, entran en
escena las organizaciones étnicas, los proyectos con financiamiento que se imbrican con la
organización social y las pugnas inter e intracomunitarias se renuevan. Surge otro tema
recurrente en las comunidades michoacanas, sobre todo aquellas que han estado envueltas en este
movimiento de reivindicación étnica: la disputa por los recursos que llegan a la comunidad
y el resurgimiento de los conflictos faccionales. El autor ilustra estos temas con el análisis de
los proyectos que en esa época se pusieron en marcha, como la escuela secundaria o el internado
indígena. En el argumento del libro representan otro momento en la formación del Estado
que ahora se concebirá como resultado de la acción de múltiples agrupamientos y
fragmentos sociales (denominados la sociedad civil), cuyos objetivos y lógica incidirán en
la reproducción del orden social. Con el distanciamiento del Estado, los liderazgos
étnicos, así como las organizaciones de profesionistas, toman un nuevo auge.
Ocurre entonces un fenómeno muy particular. Se genera en el discurso la idea de una hermandad
étnica, a la sombra de estas organizaciones de profesionistas indígenas, y con la
preocupación por poner fin a los conflictos intercomunales. La conciencia purhépecha
también está vinculada al surgimiento de proyectos del «pueblo
purhépecha» y para el pueblo purhépecha.
Es en esta época cuando se escuchan los primeros reclamos de autonomía, sobre todo en
relación con la definición y administración de los proyectos comunales (sean
productivos, educativos, recreativos o culturales). Para los años noventa aparece el pluralismo
partidista y en Nurío se vincula en un primer momento con partidos de izquierda, en especial con
el Partido de la Revolución Democrática, hasta que en fechas recientes rompen con todos
los partidos, se adhieren al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y
radicalizan más aún el discurso comunal. El desprestigio de la política formal se
expresa en las últimas elecciones locales de 2007 y 2011 (que ya no se analizan en este libro) en
que los nurienses impidieron la instalación de urnas argumentando que ellos se gobiernan por
«usos y costumbres». Esto les permite «desconocer» a las autoridades de la
cabecera municipal (Paracho). En los últimos tiempos y al calor del movimiento por la seguridad,
que ha encabezado la comunidad vecina de Cherán, los nurienses fortalecerán las instancias
comunitarias como la asamblea, el consejo comunal y la guardia comunitaria frente a los partidos
políticos y contra los grupos criminales.
Como se ve, en el caso de Nurío el multiculturalismo en la práctica también ha
producido divisiones y conflictos. A pesar de la internacionalización de sus redes y apoyos,
generó una radicalización del discurso étnico. Lo paradójico es que esta
comunidad, que está fuertemente inmersa en el proceso migratorio, políticamente se ha ido
cerrando y en su interior volviéndose más intolerante contra la disidencia y acotando
ciertas libertades. En este caso las políticas de reconocimiento, en conjunción con los
resultados de las políticas educativas de la época desarrollista han producido una
radicalización étnica que sería el efecto más visible de la formación
del Estado en la localidad.
El segundo caso es el de la comunidad de Tiríndaro. Ubicada en el margen de la meseta
purhépecha, en la llamada Ciénega de Zacapu. Para finales del siglo XIX la ciénaga
será desecada y convertida en terrenos altamente productivos en manos de las haciendas. Este
terreno históricamente había pertenecido a las comunidades indígenas. Aunque
durante el siglo XIX, como la mayor parte de las localidades de la región, Tiríndaro
utilizó una gran cantidad de recursos jurídicos y políticos para reafirmarse como
comunidad frente al Estado nacional, no logró mantener el control absoluto de su territorio.
Para el siglo XX, será el ejemplo típico de una sociedad que acepta y se embarca en el
proyecto nacional. Solo que lo hace desde circunstancias tan particulares que lo cuestionan,
complementan y transforman, dando como resultado desde hace varias décadas un arreglo social con
un importante componente cívico liberal. En esta comunidad, lo étnico quedó oculto
durante varias décadas hasta épocas muy recientes en que de la mano de los profesionistas
vuelve a reaparecer. Se trata de una sociedad aparentemente mestiza o «ranchera» que tuvo
una destacada actuación en la lucha agraria de principios del siglo XX. Desde entonces la gente
de Tiríndaro ha sido partícipe activa de los procesos de modernización
política, haciendo uso de los recursos y valores de la democracia moderna.
Si nos preguntamos por qué sociedades como la tirindarense, que contaban con una importante
raigambre religiosa, adoptaron tan fervorosamente los ideales liberales, debemos volver la vista al
caudillismo que fue el medio por el cual el Estado logró imponer su proyecto en estas
localidades. Bajo el caudillismo, el proyecto nacional (de crear ciudadanos) adopta una fachada
ideológica libertaria y se propone como el camino opuesto y alternativo al seguido hasta
entonces, que privilegiaba a la religión, a la familia y a la comunidad. Si bien en ese entonces
la nación reclamaba lealtad absoluta de los ciudadanos, también la comunidad lo
hacía.
En la narrativa está claro que los tirindarenses se apropiaron e hicieron uso de los discursos
liberales «a tal grado, [dice Jesús Solís] que supieron distinguir entre ‘el
espíritu de las leyes’ y sus prácticas» (164).
La expansión de las haciendas y los trámites nunca concluidos de reparto de tierras
provocaron que para principios del siglo xx Tiríndaro tuviera una composición social
particular, con aparceros, propietarios particulares y una gran masa de jornaleros. Como en muchas otras
localidades donde hubo haciendas, los tirindarenses siguieron la estrategia de solicitar dotación
de tierras como ejido antes que restitución como comunidad. Curiosamente, en esta solicitud
tuvieron un papel importante los aparceros y algunos pequeños propietarios, quienes
constituirán la base o clientela de los líderes agrarios. No así los jornaleros ni
otros miembros de la comunidad, que prefirieron no involucrarse en la lucha agraria. La narrativa local
y las fuentes documentales nos dicen que lo que estaba de por medio era fundamentalmente el pleito con
los mestizos locales que en ese momento (segunda década del siglo XX) controlaban el gobierno y
las principales actividades económicas locales.
A mediados de los años veinte este conflicto adoptará el lenguaje de las clases sociales.
Se hablará de la «mayoría de los indígenas y proletarios» y a los
mestizos se les definirá como «los riquillos». Posteriormente, estos grupos se
aglutinarán en las categorías de «agraristas» y «cristeros o
sinarquistas», adoptando así la lucha de las clases un tono antirreligioso y dirían
ellos «desfanatizante». El uso de estas categorías provenientes del discurso del
Estado legitimaba cualquier acción del grupo agrarista, incluyendo el asesinato político.
El agrarismo y la creación de la nueva comunidad agraria representaron la
institucionalización del Estado y por consiguiente de los caciques y de las demás
autoridades. Se podría considerar que las instituciones nacionales y el caciquismo mantienen una
relación estructural en la formación del Estado a nivel local. La legitimidad
política de los nuevos líderes provenía absolutamente del respaldo que les daba el
gobierno. El liderazgo autoritario llegó al extremo no solo de practicar el asesinato
político, sino también el «confiscamiento» o la incautación de bienes
de aquellas personas «contrarias a la causa revolucionaria».
Jesús Solís sugiere que convertir el conflicto local en religioso fue lo que
legitimó, en ese momento, al grupo emergente de artífices del Estado. Así, los
agraristas mediante lo que ellos definían como «acciones revolucionarias» dieron
origen a un régimen autoritario en la localidad. Se asumirán como los responsables de
«llevar progreso material y moral al pueblo» a pesar del pueblo. Una de las consecuencias de
sus acciones y discursos fue la exclusión de una gran parte de la población que no
necesariamente se identificaba con los valores del nuevo Estado que así se expresaba. Este
segmento social, mediante la reapropiación de los valores básicos del liberalismo, como el
derecho a agruparse o a manifestarse libremente, cuestionará el poder y las políticas del
Estado. Para quienes participan en su proyecto el Estado les asignaba categorías como
«hijos del pueblo», «defensores de la revolución» o
«revolucionarios verdaderos». Como si fueran los únicos capaces de llevar el
desarrollo a la localidad. Por el contrario, el catolicismo, aunque deslegitimado, estará
presente en Tiríndaro y en gran parte del occidente mediante la promoción de proyectos
sociales, como las cooperativas o los sindicatos de obreros y campesinos.
La narrativa de Solís muestra, de alguna manera, cómo el liberalismo no es uno solo sino
que tiene varias vetas, incluso contradictorias. El mismo discurso liberal que sirve para luchar por la
igualdad y la justicia social es el que crea y legitima al caciquismo. Por otra parte, también
contiene una veta claramente antiautoritaria y civilista que es de la que echan mano los críticos
de los agraristas. Mediante el trabajo «desinteresado» a favor de la comunidad y por fuera
de los cauces oficiales, personas que se asumen como «ciudadanos» llegarán a
representar una opción no autoritaria y, por consiguiente, contraria al proyecto revolucionario
de nación. La libertad de culto y de asociación, así como la educación y la
idea de nación son los temas en disputa entre agraristas y católicos en esta época.
Una de las propuestas más polémicas del texto es que para el autor la importancia de la
acción de los católicos radica en que lograron abrir el rígido sistema que los
caciques habían impuesto. Se trataría de una actitud cívica muy valiosa en la
construcción de una sociedad libre y plural. La lucha por la libertad de cultos será una
de las demandas más importantes en la formulación de una sociedad plural y por
consiguiente en la formación del Estado mexicano. Paradójicamente, la acción de los
católicos organizados le dio un impulso modernizador al proyecto de formación del Estado,
porque cuestionaba las políticas y acciones autoritarias y, por así decirlo, lo
abría y lo impulsaba a que llevara a la práctica su declaración de respetar las
libertades individuales, entre ellas la de culto.
Este hecho se da en el momento en que el Estado mexicano estaba consolidando su proyecto corporativista
mediante el fortalecimiento de las organizaciones obreras y campesinas; en el caso de Michoacán
sería la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo. Al corporativismo de Estado
se enfrentaron las asociaciones cívicas católicas, como la Junta Vecinal y la
Acción Católica. Ambas organizaciones dieron origen a la Liga por la Defensa de la
Libertad Religiosa en Tiríndaro. La Junta Vecinal en los años siguientes, menos agitados,
se convertirá en un importante instrumento de gestión que colaborará con los
órganos de representación política, lo que finalmente confirmará la
propuesta del autor sobre el carácter cívico y democratizador de dicha
organización.
En ese momento los católicos que se enfrentaban al autoritarismo abogaban por una mayor
tolerancia de las instituciones políticas defendiendo principios como justicia social, moralidad
pública, libertad de pensamiento y acción. De esta manera incidirán en la
redefinición de las jerarquías políticas locales y sobre todo de la esfera
pública local, espacio en el cual «se dirimieron muchas de las pugnas locales y se
dibujaron las bases de la sociedad actual» (196). Indudablemente lo más importante de las
acciones defensivas de los católicos organizados fueron sus efectos en la civilidad. Es decir, en
la construcción y/o definición de una cultura cívica en Tiríndaro.
Jesús Solís se encarga también de señalar que si bien frente al poder
autoritario el discurso católico resultaba liberador, como modelo de sociedad no dejaba de ser
moralista o estar plagado de una moralidad bastante intolerante. Además, las relaciones dentro de
la comunidad no eran tan dicotómicas como las disputas ideológicas las presentaban. La
misma esposa del líder agrarista era una ferviente católica que participó en el
activo grupo de Mujeres Católicas de Tiríndaro, quienes también lucharon contra el
autoritarismo del líder local.
Con el paso del tiempo los proyectos de sociedad confluirán en temas comunes, relacionados con la
identidad local: ambos le darán una gran importancia a la escuela y a la educación de las
nuevas generaciones; también se preocuparán por recuperar y renovar las fiestas religiosas
y patrióticas y por reivindicar su etnicidad, que pasó primero por la
representación folclórica de un pasado indígena.
Los años sesenta, cuando aparecen muchos de los principales cambios, son los de mayor crecimiento
y estabilidad económica, del declive del caciquismo local y de la
«normalización» de las relaciones entre Iglesia y Estado, el llamado modus
vivendi. Se promueve el rescate de las fiestas religiosas y de la olvidada «cultura
tarasca». Este proceso también está vinculado con la aparición de sacerdotes
indígenas. No todos los cuales, hay que decirlo, tienen una posición abierta y favorable
hacia lo indígena, quizá la mayoría lo niegan y atacan.
El rescate de las fiestas locales, así fuese a través de la folclorización de lo
indígena y la renovada comunión entre ritual católico e identidad indígena
local, trajo consigo una inevitable revitalización de la identidad étnica.
Luego de los hechos traumáticos que representó la etapa agrarista, no se puede decir que
se haya restablecido el canon local, sino más bien que se estableció una nueva
«doxa», es decir, una nueva pauta de lo que es ser tirindarense. Desde entonces se
ejercerá una estricta vigilancia para que las fiestas y los rituales se celebren «como debe
ser». Aquí es donde confluyen los distintos actores sociales. A partir de ese momento
aparecerá una profusión de organizaciones civiles: juntas, patronatos, asociaciones,
comités. La mayoría conformados por iniciativa de los profesionistas de Tiríndaro,
quienes también se organizarán para promover la educación. Es decir, se
conformará una muy activa sociedad civil local.
Para Jesús Solís, la propuesta de los jóvenes profesionistas de Tiríndaro
parte de la comunidad (su defensa y recreación) y se manifiesta en el fomento a la
educación, la promoción y vigilancia de la celebración correcta de las fiestas y
los rituales religiosos y cívicos, además de la gestión de recursos para obras
públicas.
Con el desplazamiento definitivo del grupo de agraristas y el acceso al poder local por parte de los
profesionistas, pareciera estarse cumpliendo uno de los ideales de la revolución y de los
revolucionarios al poner en el centro de su proyecto de justicia social a la educación a la par
del reparto de tierras. Una suerte de síntesis en la que finalmente los hijos de aquellos que
murieron por la patria sean los conductores de la nación a la modernidad. Pero
«paradójicamente», y esto nos muestra lo complejo y contradictorio del proyecto de
construcción hegemónica, también era el sueño o ideal de los
católicos que promovían la educación de «calidad» o «con
valores» y que esperaban ver llegar al poder a personas cultas, preparadas y con un amplio
criterio que desplazaran a los toscos e incultos agraristas que mediante las armas habían tomado
el poder.
Estas dos sociedades fueron receptivas del nuevo marco político y de las aspiraciones colectivas
de justicia social. Reconocen al Estado nacional como fuerza ordenadora actuante, aunque también
se encuentran articuladas a un espacio político regional. De ahí que los efectos de las
políticas públicas para la sociedad rural michoacana del siglo XX fueran muy diversos,
como lo muestran los dos casos estudiados, y las respuestas locales también muy distintas.
Mientras que en Nurío la idea de comunidad genera tensiones y restringe algunas libertades
individuales, en Tiríndaro los proyectos comunales no constriñen a sus participantes y sus
lealtades a comunidades específicas «y no necesariamente entran en conflicto con algunas de
las acciones y proyectos enarbolados» (246).
En Tiríndaro es claro el avance de la civilidad y la democracia formal, mientras que en
Nurío hay en los últimos años un claro rechazo a las instituciones
democráticas oficiales y una reivindicación de los cargos, asamblea y de los llamados
«usos y costumbres», digamos, una civilidad más localista, menos universal. En
Tiríndaro es posible una presencia y actividades abiertas de los partidos políticos (a
pesar de que no es cabecera municipal), mientras que en Nurío esto es ahora casi impensable.
Más aún con lo que ha sucedido en los últimos años en Cherán (su
comunidad vecina) y la radicalización de su movimiento. Tiríndaro es una sociedad
diversificada políticamente y con un dinámico pluralismo político, donde las
instituciones nacionales funcionan. Nurío, una comunidad corporativizada, donde se rechazan las
instituciones de la democracia moderna.
Finalmente, en las conclusiones Jesús Solís deja abierta una serie de temas para la
reflexión posterior que generarán nuevas preguntas.
Una de ellas es sobre la discusión entre particularismo y universalidad. Desde el inicio el autor
critica a quienes sostienen la necesidad de reconocimiento de una «ciudadanía
étnica»; dice que las sociedades indígenas en realidad no son tan distintas del
resto del conjunto nacional y, en efecto, por los casos que presenta, no parecieran serlo.
Valdría la pena preguntarnos en qué reside la diferencia. ¿No habría que
tomar en cuenta aquellos aspectos que se consideran «propios», como aquellos que los
identifican y distinguen de otros actores, incluyendo a sus mismos vecinos? Entonces, si eso que
consideran propio es intransferible e innegociable, ¿no deberíamos reconocerlo como
«algo» que los hace distintos?
Otro tema a rediscutir es la pregunta de si la conquista de derechos puede anular las desigualdades
sociales. Al respecto habría que decir que si estas son de carácter económico,
difícilmente se logrará. Pero el reconocimiento de nuevos derechos puede permitir acotar
el autoritarismo (o las prácticas autoritarias) del poder y por consiguiente incidir en la
distribución del poder y, como diría el clásico T. H. Marshall, en la
ampliación de las oportunidades para competir por los bienes materiales, lo que de otra manera ni
siquiera sería posible.
Dice Jesús Solís, en sus conclusiones, que la idea de un Estado omnipresente es
cuestionable. Por consiguiente, la hegemonía política únicamente sostenida por la
acción del Estado es una falsedad porque el Estado ni es coherente, ni infinito, ni tan
articulado. Para el autor son más importantes los «efectos de Estado» que la
máscara de la dominación política legítima que produce y que los mismos
procesos de institucionalización y burocratización. Si nos detenemos a pensar en la
violencia que desde hace algunos años se manifiesta en Michoacán, me parece que debemos
reflexionar muy fría y pausadamente sobre estos temas. Porque entonces podríamos llegar a
plantear que de alguna manera se puede prescindir del Estado. Esto de hecho sucede en algunas regiones,
donde también los «efectos de Estado», que no las instituciones, están siendo
producidos por las organizaciones delincuenciales con poder de fuego y donde la impartición de
justicia y el mantenimiento del orden están a cargo de dichos grupos. Quizá el problema es
que no nos acostumbramos a esto y por consiguiente nos sentimos más vulnerables e indefensos, lo
que vendría a ser una especie de contraefecto de Estado o una guerra civil soterrada. Entonces
valdría la pena preguntarnos hasta dónde son necesarias o no las instituciones modernas
del Estado. Lo que nos induce a reiniciar la discusión. Es en la posibilidad de formular esta
serie de preguntas que nos permiten identificar nuevas sendas de investigación donde radica el
valor de este libro.