EL ÁMBITO LOCAL COMUNITARIO. UNA AFIRMACIÓN DE LA AUTONOMÍA INDÍGENA
THE LOCAL COMMUNITY AS A REAFFIRMATION OF INDIGENOUS AUTONOMY
RESUMEN:
El reclamo de autonomía para los pueblos indígenas se ha expresado de diferentes maneras en cada una de las entidades de México. En Oaxaca esta demanda se traslapa con las exigencias por una mayor independencia municipal. Paradójicamente para este caso, el municipio es un ámbito en el que contienden localidades que buscan el respeto a su gobierno y a sus formas de organización social. La localidad, sustentada en el territorio y otros contenidos identitarios, se ha conformado históricamente después de la conquista española. A lo largo del tiempo, enfrentando diversas vicisitudes, ha mantenido sus particularidades tanto legalmente como de facto. En este texto se describe el proceso mediante el cual se han forjado las autonomías locales y se argumenta que para el caso de Oaxaca la autonomía adquiere mayor relevancia en el nivel local comunitario.
PALABRAS CLAVE: gobierno local, autonomía indígena, municipio.
ABSTRACT:
The claim of autonomy for indigenous peoples is expressed differently in each Mexican state. In Oaxaca, this claim overlaps demands for greater municipal independence. Paradoxically, in this case, the municipality is an scope in which different local communities contend in search of respect for their own government and forms of social organization. Historically speaking, the local community, based on territory and other identity-related contents, was constituted after the Spanish Conquest. Throughout time, and facing various vicissitudes, the local community has maintained its specificities both legally and in practice. This article describes the process through which local autonomy has been forged and argues that in the case of Oaxaca, autonomy acquires greater relevance at the level of the local communities.KEY WORDS:
local government, indigenous autonomy, municipality.
En México, a finales de los años ochenta y durante los noventa
del siglo XX se observó un auge de la actividad política del movimiento indígena, el cual
influenció y a su vez fue influenciado por el levantamiento neo-zapatista surgido en Chiapas. La
movilización se fue diluyendo poco después del inicio del nuevo milenio, pero no se extinguieron
las luchas locales ni las estatales que existían antes del zapatismo. Su activismo ha tenido avances
tanto en el plano nacional como en ámbitos subnacionales, los que se reflejan en las nuevas disposiciones
legales, el fomento de prácticas alternativas de gobierno, y nuevas estrategias en el repertorio de
formas de lucha en cada entidad federativa.
Un avance en este sentido fue que constitucionalmente se reconocieran los derechos de los pueblos
indígenas. Por tal razón, la Constitución mexicana ha sido reformada en dos ocasiones, en
1992 y en 2001. Siguiendo lo establecido en las reglamentaciones jurídicas internacionales, como el
Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el artículo 2º
constitucional establece, desde 2001, el derecho de los pueblos indígenas a la autodeterminación.
Así, conceptos como autonomía, autodeterminación y diversidad son empleados en la
construcción del entendimiento respecto del «gobierno indígena». En el caso de
México, la autodeterminación significa que los pueblos indígenas tienen la libertad de
establecer sus estructuras de gobierno a nivel municipal y/o comunidad.1 Así, la autonomía
municipal, que es uno de los pilares del federalismo mexicano, y el gobierno local se han convertido en los
ámbitos en donde puede materializarse la prerrogativa de la autodeterminación indígena.2
El reclamo de autonomía para los pueblos indígenas se ha expresado de diferentes maneras en las
entidades de México. En algunas se han consolidado leyes que reconocen la autonomía y algunas
prácticas propias de los municipios de mayoría indígena. En otras, las normas establecidas
no van más allá de lo que manda la legislación nacional. A pesar de ello, existen
experiencias autonómicas de facto. En algunos casos, el municipio ha sido un espacio natural para
consolidar las demandas del movimiento indígena, mientras en otros lugares la consolidación de lo
municipal ha requerido una recomposición de las identidades, formas de organización y demandas,
muchas veces con conflictos dentro y fuera del municipio.
En Oaxaca esta demanda se traslapa con las exigencias por una mayor independencia local, comunitaria. En
México, legalmente el municipio constituye la célula básica de la organización
administrativa y política de la federación, esa es la razón por la que en la historia
reciente de este país quienes representan a esta unidad político-administrativa han bregado por
que la garantía constitucional se traduzca en hechos concretos. En el caso oaxaqueño, este anhelo
adquiere características singulares, dado que los municipios constituyen un espacio que alberga a
más de 10,000 localidades, de las cuales una buena proporción tiene representación
política de acuerdo con la reglamentación estatal o está pugnando por obtener algún
tipo de representación propio. Tal tendencia es paradójica en una entidad que se caracteriza por
la notable cantidad de municipios que contiene, 570, que representan 20% de los municipios del país,
sólo que en su gran mayoría son de pequeña superficie y con un número relativamente
escaso de habitantes.
El territorio oaxaqueño constituye entonces un escenario en el que contienden por la autonomía
entidades que le disputan al municipio su calidad de célula del sistema político mexicano. Es en
estas unidades en las que reside la gran mayoría de la población indígena. La pugna y la
defensa de los gobiernos locales se asocia con los elementos sustantivos de la propuesta indígena de
autonomía, ya que la localidad, el pueblo o la comunidad, como se acostumbra a llamarla recientemente,
cuenta con una historia centenaria que ha sido parte de la realidad política y social del país,
desde que los conquistadores españoles arribaron a tierras mesoamericanas, y desde entonces es un
ámbito articulador con el Estado, al cual, por cierto, le ha servido como instrumento de
dominación; pero también las localidades, comunidades o pueblos, en distintos momentos
históricos se han valido de esta condición como un medio de defensa, resistencia e
impugnación de las políticas del Estado.
En Oaxaca, las condiciones geográficas y orográficas, el papel histórico subordinado dentro
de la estructura económica, política y social, colonial y nacional, ha dado como resultado que las
diferentes experiencias de supervivencia de los gobiernos locales conformen una estructura con una particular
característica que se sustenta en una visión del mundo en la que se ha privilegiado la
organización comunitaria. A lo largo del tiempo la localidad se ha convertido, de facto, en un espacio de
organización sociopolítica, sustento de identidades singulares que comparten una visión del
mundo en la que destacan algunos elementos como la propiedad colectiva de la tierra, la ayuda mutua y el sistema
de cargos. Si bien desde el espacio municipal se ha intentado establecer límites y acotar las acciones
arbitrarias de los poderes estatales y federales, internamente, estas instancias son también unidades
administrativas en la que convergen celosas autonomías locales (comunitarias) que en fechas recientes se
han visibilizado, y que actualmente se refuerzan en una coyuntura en la que confluyen varios procesos: el
movimiento indígena, la descentralización administrativa, la realización de acciones de
políticas del reconocimiento, en los que se han fortalecido los reclamos comunitarios y la defensa del
gobierno local. De igual importancia es el proceso de consolidación de la democracia electoral y de la
competencia partidista.
Esta característica de la organización política local la podemos rastrear desde el periodo
colonial, en el que las localidades confrontaron e interaccionaron con los valores y las formas de vida de los
conquistadores. Contribuyó a ello la estrategia y la política colonial. Por ejemplo, el hecho de
que los conquistadores hubieran asignado a los indios un espacio propio para el uso colectivo permitió,
con más o menos modificaciones legales, establecer un régimen de gobierno particular. Aunque en
aquella época hubo una política de apropiación individual de la tierra para los
españoles, y de su posesión como un medio para obtener riqueza y poder, los indígenas,
obligados por las circunstancias, construyeron un sistema de propiedad colectiva y mantuvieron un gobierno
propio. Así, al mismo tiempo rechazaron, resistieron y se adaptaron a las normas éticas y
jurídicas que los hispanos les imponían. Al respecto Silvio Zavala y José Miranda
señalaron que el pueblo señorío de la época prehispánica, gobernado por su
cacique o señor, se transformaría durante la Colonia en el pueblo consejo, gobernado por
un organismo colectivo emanado de él, es decir el cabildo o ayuntamiento (Miranda y Zavala 1994: 72).
Estas demarcaciones estaban constituidas por la cabecera y por pequeños poblados cercanos o barrios. Y
desde esa época se daba una competencia entre las cabeceras y los poblados cercanos. Es valido suponer
que estos aspectos contribuyeron a mantener algunos de los elementos de la organización
prehispánica, que se fortalecieron con las prácticas segregacionistas de la Corona y las
estrategias para conseguir la evangelización, que impuso o alentó la creación de nuevas
instituciones entre los grupos indígenas. Así, mientras los nativos fueron situados en las
republicas de indios, los conquistadores y sus descendientes habitaron las repúblicas de españoles
(Nader 1998: 28-30), en las que cada uno tenía su propio santo protector. Esta separación legal
permitió a las primeras mantener, en alguna medida, parte de sus formas de organización y
cosmovisiones originales, y empatarlas con las de los colonizadores. En algunos casos los españoles
aceptaron esos arreglos al considerar que no se oponían abiertamente a sus intereses.
Es así que desde la Colonia, en Oaxaca la localidad fue utilizada como espacio de dominación y
control. A ello se debe que la política empleada por las autoridades coloniales haya sido la de
aprovechar la tradición autonómica de las pueblos, que se mantenían independientes unos de
otros, con sus propias autoridades y mecanismos de decisión sobre el desarrollo de la colectividad.
Respetar esa situación permitía mantener un mayor control sobre ellas, fundamentalmente a
través de la recaudación de impuestos y la injerencia de agentes que se constituían en los
mediadores entre los distintos ámbitos de gobierno (Bailón 1999: 37-38).
Este fue el camino histórico seguido por muchos de los actuales municipios de Oaxaca, cuyos antiguos
moradores tuvieron que pasar grandes penurias para conseguir que les reconocieran su calidad de pueblos con su
legítimo derecho a gobernarse por sí mismos y tener acceso a la tierra y a otros recursos
naturales que permitieran su supervivencia y persistencia. Seguramente la perseverancia que manifiestan
actualmente las comunidades en la defensa de los límites de sus tierras descansa en la memoria
histórica de esas luchas que se materializaron con la obtención de los títulos de propiedad
comunal que les otorgó la Corona española. Fue así que se construyó la equivalencia
conceptual entre los límites territoriales y la categoría político-administrativa, primero
de pueblo y más tarde como república de indios, y en el siglo XIX el periodo del México
independiente, con la categoría municipal. Todo esto contribuyó en la constitución de estas
identidades comunitarias locales y su defensa; especialmente después del triunfo insurgente, cuando
finalizó la cobertura para la existencia de los bienes comunales de la que gozaron durante la Colonia
gracias al carácter tutelar y segregacionista de las políticas coloniales. Luego, las nuevas
leyes, sustentadas en principios liberales, no eran proclives a conservar la propiedad comunal. Pero a pesar de
múltiples embates pudieron mantenerse, hasta la actualidad.
En ese contexto, en Oaxaca, desde la primera Constitución estatal de 1824 fueron reconocidos con las
mismas facultades y atribuciones tanto los ayuntamientos como las llamadas repúblicas de indios,
categorías heredadas de la Colonia; se conservó la autonomía de unas y otras. Aunque la
denominación se cambió en la Constitución de 1857 por la de municipios y agencias
municipales y de policía, en las diversas legislaciones secundarias subsistió este rasgo que en
los hechos se traducía en el ejercicio de una autonomía por cada una de las comunidades que
integran el municipio (Bailón 1999: 147 y Mendoza 2011: 103-104). Se trataba de una situación en
la que cada localidad mantenía su institución de gobierno propio, independientemente de la
categoría con la que era reconocida. Las colectividades mantuvieron una manera de gobernarse en la
organización comunitaria; se fusionaban con la organización religiosa que giraba en torno de las
fiestas de los santos patronales; en ese plano adquiere relevancia la práctica del sistema de cargos. Lo
importante es señalar, como bien lo anota Mendoza, que: «Para el gobierno estatal, la
institución municipal fue la base de la pirámide gubernamental, de la organización
administrativa y territorial. En cambio, para los pueblos que se apoderaron de esta institución se
convirtió en un escudo donde se resguardó la identidad pueblerina y se resguardaron los intereses
comunitarios» (Mendoza 2011: 157). Este sistema fortaleció las identidades locales, comunitarias,
que se mantuvieron como tales en una aparente confrontación con los vecinos inmediatos, es decir, con
otras comunidades indígenas, pero que finalmente era en contra del Estado, que los quería subsumir
en el ámbito municipal, situación que en varias partes de Oaxaca se mantiene hasta nuestros
días y muestra esta determinación por conservar el autogobierno local.
Si bien la Constitución oaxaqueña de 1824, siguiendo a la Constitución federal,
establecía la igualdad y la libertad de todos los integrantes a los que el Estado mexicano consideraba
sus ciudadanos, los pueblos buscaron legitimar su gobierno autónomo y su territorio recurriendo a un
apartado de esa misma disposición local que legislaba sobre la administración de los departamentos
y pueblos. Y no obstante que la mayoría de ellos no podía cubrir los requerimientos de «tres
mil almas» para convertirse por ese solo hecho en ayuntamiento, como lo especificaba el artículo
159, seguramente se ampararon en el artículo 160, que posibilitaba la obtención de esa
categoría por otros medios. Este último ordenamiento instituía que la
«ilustración, industria y demás particulares circunstancias» que previamente
manifestaran los pueblos interesados, los hacía merecedores de esa categoría aunque no cumplieran
con lo establecido en el artículo siguiente. Fue así como, en general, las comunidades
oaxaqueñas pudieron mantener su condición comunal y su autonomía: entre 1825 y 1856
existían en Oaxaca 874 pueblos con el predominio de la propiedad comunal sobre la tierra (González
1958: 183, Ornelas 1988). Las siguientes leyes como la ley Lerdo de 1856 de desamortización de los bienes
de congregación, y la ley de baldíos nacionales en los años ochenta del siglo XIX siguieron
amenazando la propiedad comunal, con magros resultados en el caso oaxaqueño.
Ya durante el porfiriato, a esta tendencia se sumó la amenaza que para las tierras comunales
representó la venta en gran escala de los terrenos baldíos nacionales. La ley de 1883
impulsó el deslinde de grandes extensiones de tierras no aprovechadas y susceptibles de
colonización y explotación agrocomercial; en pago, las compañías deslindadoras
recibían la tercera parte de lo delimitado. El resultado fue que en nueve años fueron deslindadas
en el país unos cuarenta millones de hectáreas, y con ellas se formaron nuevos y extensos
latifundios y se ampliaron otros ya existentes en detrimento de la pequeña propiedad y de la propiedad
comunal indígena. Fue así que desde el primer siglo de vida independiente, los pueblos
indígenas de Oaxaca valoraron la importancia que la categoría de unidad
políticoadministrativa tenía para la defensa de sus territorios. Así, se fortaleció
la defensa de la categoría municipal, a lo que ayudó hasta el gobierno estatal; por ejemplo, el 23
de abril de 1891, el ejecutivo de Oaxaca ordenará a los jefes políticos «que cuando tuvieran
noticia de denuncias de tierras baldías en su distrito, lo comunicaran al municipio respectivo para que
éste las defendiera» (González 1958: 181); incluso se instruyó a las autoridades
municipales para que «pudieran declarar con un enorme margen de aceptación ante sus similares
distritales, que sus pueblos carecían de tierras baldías, aunque en la realidad sí las
tuvieran» (González 1958: 181). Siguiendo esta argumentación podemos explicar el constante
aumento del número de municipios, en 1883 había 452, para 1891 ya eran 465, y para 1910 llegaron a
ser 1,131, de los cuales tres cuartas partes contenían menos de mil habitantes (Ornelas 1988). Visto
así, la obtención de este estatus político-administrativo se convirtió en parte
importante de la estrategia de supervivencia de las comunidades indígenas oaxaqueñas como tales,
desde el momento en que obtenían representatividad y capacidad de gestoría y de amparo directo de
sus tierras ante los gobiernos de la entidad.
Estos hechos también ayudan a explicar por qué en un gran número de casos, cada
núcleo poblacional elige a sus autoridades locales y es así que se entiende por qué los
ayuntamientos están integrados, generalmente, sólo por personas residentes en la cabecera
municipal; en los hechos el ayuntamiento en una gran parte de los municipios representa al gobierno de esa
localidad, no al del municipio en su totalidad.
Todas estas son preocupaciones, presentes en la discusión acerca de la organización
política y de la defensa y el territorio indígena, están ligadas a la institución
municipal impulsada, en la etapa posrevolucionaria como la unidad política local por excelencia. Aguirre
(1991), uno de los ideólogos del indigenismo mexicano, reclamaba el establecimiento del municipio libre
como uno de los varios mecanismos implementados por el Estado posrevolucionario para conseguir la
aculturación de la población indígena. Según la propuesta del indigenismo, la
población nativa debería alcanzar los logros obtenidos por el movimiento armado, tales como el
reparto agrario, la abolición de la hacienda y del sistema de esclavitud encubiertos bajo la forma de
peonaje, así como el acceso a la educación, la salud, a la tierra y al trabajo remunerado; para
ello era necesario que se incorporara dentro de una política social incluyente y redistributiva. A
través de diversos programas, el indigenismo promovería la alfabetización en español
y el impulso a proyectos de desarrollo social orientados a lograr la homogenización de una
población que era cultural y étnicamente diversa. Desde esta perspectiva se promovió la
proliferación de la organización municipal entre las localidades o comunidades indígenas.
La propuesta indigenista concretaba un discurso que daba sentido a una práctica política
sustentada en el ideal del mestizaje como símbolo de la identidad nacional, pues como claramente dice el
autor arriba citado:
La minoría mestiza inicial, al estallar el movimiento revolucionario de 1910, constituía ya
evidente mayoría; era, además el único sector de población alrededor del cual
podía realmente crearse la nacionalidad mexicana. Esta meta, sin embargo, no ha sido del todo alcanzada;
se llegará a ella cuando las comunidades indígenas que aún persisten en el país sean
positivamente integradas a la vida nacional (Aguirre 1991: 17).
En consecuencia, este proyecto ha requerido el impulso de distintas modalidades impresas en la
institución municipal. En 1939, a partir del primer Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en
Pátzcuaro, Michoacán, la política indigenista tomó un nuevo giro, dejó de
lado su propuesta de incorporación y asimilación para adoptar la perspectiva de la
integración basada en el respeto de las lenguas indígenas, las costumbres y las tradiciones. La
nueva perspectiva se mantuvo hasta la década de los años setenta, cuando recibió un
último impulso con la construcción de varios centros coordinadores que organizaban las tareas para
la integración de las comunidades indígenas. En el caso oaxaqueño, el establecimiento del
municipio como célula básica de los estados federados y el país representó una
camisa de fuerza, ya que aglutinó comunidades históricamente autónomas en un ámbito
formal más amplio, que se constituía no sólo en la circunscripción administrativa
sino que tomaba la intermediación política de ellas.
En un movimiento social que inicia alrededor de 1980, organizaciones sociales y personalidades plantearon como
demanda la autonomía para los municipios indígenas. Es evidente que al apoyar tal demanda se
acepta la existencia de dichas entidades, lo que ha generado distintas discusiones (véase
Hernández 2002). Este empeño se hizo más evidente después de surgir el movimiento
neozapatista en Chiapas; con ello se gestó una corriente de opinión y organización en favor
de la remunicipalización para definir jurisdicciones autónomas, especialmente en aquellas regiones
con proporciones importantes de población indígena en el país (Flores 1998: 105, Dehouve
2001: 262-263, Nicasio 2006, Burguete 1998:
20).
A partir de los años ochenta se han observado nuevas relaciones entre el Estado y los pueblos
indígenas –especialmente en cuanto se refiere a la concreción de las demandas de
fortalecimiento de la autonomía municipal–, que se manifiestan en la transferencia de facultades,
funciones y recursos; y el reordenamiento territorial en algunas regiones del país y el fomento de una
relación intercultural son parte de las manifestaciones que muestran esta nueva conformación en la
que algunas demandas de las organizaciones indígenas han tenido respuesta, aunque no del todo
satisfactoria para quienes demandan mayores espacios autonómicos.
En parte, la insatisfacción se debe a que las respuestas del Estado asumen al municipio como si fuera un
ente homogéneo. Quienes quisieron imponer un modelo único ni siempre consiguieron la deseada
homogeneidad y, por el contrario, al menos involuntariamente, contribuyeron o provocaron una reproducción
de la diversidad, de ahí la heterogeneidad de formas que hoy tienen los gobiernos locales. Ignoraron el
hecho de que en las comunidades, los municipios y las regiones, distintos agentes sociales contribuyen a la
manutención o disolución de colectividades indígenas y ahí construyen y recrean sus
identidades culturales, generan sus condiciones de reproducción, tejen sus relaciones políticas y
sociales y ejercen su autoridad.
En espacios locales, independientemente de las posiciones políticas y las discusiones ideológicas,
los indígenas han mantenido, a los largo del tiempo, recreado o elaborado formas de gobierno que se
distinguen de aquellas localidades consideradas mestizas o no indígenas, como se expuso en la primera
parte de este texto, algunos mecanismos de toma de decisiones, formas y procedimientos de hacer y administrar la
justicia, para organizar su vida social y productiva, y aspectos de su cultura, que dan sustento a su identidad.
Estos elementos fueron sintetizados en lo que la antropología conceptúo como el sistema de cargos
(Carrasco 1961: 483-497, Greenberg 1987: 100-107, Medina 1995: 9-10).
Las organizaciones indígenas han localizado en la esfera de las capacidades políticas y
jurídicas los instrumentos fundamentales para defender demandas que se justifican porque tratan de
trascender su situación actual de marginación. En este sentido, las propuestas indígenas
han priorizado las reivindicaciones de carácter político, bajo el postulado de que en la medida en
que los propios pueblos tengan las atribuciones necesarias para diseñar sus estrategias de desarrollo y
sus formas de convivencia, y además sean reconocidos como sujetos con la tarea intransferible de
transformar su propia realidad, será entonces posible establecer un nuevo pacto social que los incluya en
la vida nacional (Martínez 2003: 71-81 y Regino 2002: 13-14). A partir de la discusión en Oaxaca
se puede vislumbrar la problemática que se manifiesta en cuanto a las demandas de autonomía
municipal o comunitaria en ámbitos indígenas.
En otra parte ya he argumentado (Hernández y Juan 2007: 165-166) que la persistencia de los gobiernos
locales, comunitarios, constituye un ejercicio de representación real en Oaxaca, donde el municipio es un
espacio administrativo que cubre una formalidad, pero en que no necesariamente existe una relación de
subordinación de las comunidades que componen la entidad; en términos locales las agencias no
están subordinadas a la cabecera municipal; tal autonomía se las da, en parte, el hecho de que
cuenten con un territorio, y es precisamente la defensa de esa territorialidad, entendida como la capacidad de
desarrollar históricamente un conjunto de acciones que configuran una tradición, le da sentido a
la pertenencia común a un territorio que forja un sentimiento de comunidad de intereses (Carmagnani 1988:
106). Algunos autores (Martínez 1995, Martínez 2003: 33-34 y Ramos 2004) señalan que esta
característica de Oaxaca deriva fundamentalmente del régimen en la tenencia de la tierra,
considerando que la comunidad agraria es la que persiste en estos esquemas de relación. Dicha
posición recoge, en primera instancia, la experiencia de la región Sierra Norte de Oaxaca, en
donde, efectivamente, la comunidad agraria se traslapa con los límites de otras instituciones ahí
existentes.3 Un ejemplo que ilustra la idea de que territorialidad y autonomía están asociadas al
territorio es lo que sucede en Santa María Ixtepeji, formado por la cabecera municipal y cuatro agencias
municipales. En este municipio, la cabecera y tres agencias comparten el mismo territorio comunal y, por tanto,
forman una sola comunidad (política): todas participan en la elección del ayuntamiento y ejercen
derechos y obligaciones en ese espacio territorial. Sin embargo, la agencia municipal de San Pedro Nexicho, que
tiene su propio territorio agrario, se mantiene independiente (de la administración municipal) y tampoco
participa en la elección de autoridades municipales; por lo que han tenido que buscar mecanismos
alternativos para una relación ayuntamiento-agencia que permita un trabajo eficiente en las respectivas
unidades de gobierno local (Hernández y Juan 2007: 164-166), tanto la unidad de la cabecera con tres de
las agencias como la vida independiente de una de las agencias es posible porque en ambos casos existe una
concepción de que el dominio territorial es sustento de la identidad colectiva a la que debe corresponder
una organización sociopolítica propia.
Pero otros casos sugieren que no es la formalidad de una unidad legal agraria lo fundamental en la lucha por la
autonomía política, lo que importa es la territorialidad, entendida como el espacio que una
colectividad considera de su legitima posesión y que le es necesario para su reproducción fisca y
social, por lo que a ella asocia un conjunto de prácticas cotidianas y rituales con un contenido de
significados y símbolos muy importantes para la preservación de la identidad comunitaria.
Por ello se explica que existan casos en los que en una unidad agraria legalmente establecida se incluye a
varios municipios, y cada uno de ellos reclama un espacio propio, e impugna la existencia de la unidad legal.
Ahí, las comunidades mantienen celosamente su autonomía. Tal es el caso de las mancomunidades que
subsisten en la entidad. La mancomunidad es una figura jurídica del derecho agrario en el que dos o
más municipios son incluidos en una unidad agraria con reconocimiento legal. Formalmente todos los
integrantes de la mancomunidad deberían usufructuar y compartir la propiedad del espacio que incluye tal
unidad; pero no necesariamente es así, ya que en los hechos la formalidad se desvanece, la mancomunidad
no se traduce en un espacio territorial comunal único, por el contrario, cada municipio y cada comunidad
reclama su propio espacio.
En los tres casos de unidades agrarias mancomunadas existentes en Oaxaca están presentes los conflictos
internos. Los municipios que componen estas unidades agrarias insisten en delimitar el territorio que
corresponde a cada uno; si bien el Estado legalmente reconoce una unidad agraria, en los hechos cada uno de los
municipios identifica la superficie que le pertenece y reclama su derecho sobre ella; las disputas internas son
por los límites territoriales, aunque estos legalmente no existan.
Así, en la región mixe, en 2007, tras décadas de litigio y negociaciones, de los cinco
municipios que integraban una mancomunidad agraria, Santo Domingo Tepuxtepec, Santa María Tepantlali y
Santa María Tlahuiltoltepec se separaron de ella al obtener, el 3 de diciembre de 2007, una
resolución favorable para su disgregación dictada por el Tribunal Agrario con sede en Tuxtepec,
que les permitió delimitar su territorio y designar a su propio Comisariado de Bienes Comunales; el
acontecimiento fue celebrado como un triunfo de estos pueblos en su lucha por su autonomía. Sólo
quedan en la mancomunidad, al no llegar a acuerdos sobre sus límites, San Pedro y San Pablo Ayutla y
Tamazulapan del Espíritu Santo, dos comunidades que continúan protagonizado enfrentamientos en
años recientes. Con diversos matices esta situación se repite en la mancomunidad que existe en la
región mixteca integrada por los municipios de San Mateo Xindihui, Yutanduchi de Guerrero, San Pedro
Tezoacoalco y San Miguel Piedras. Si bien no se han presentado enfrentamientos entre ellos, cada uno de los
municipios y comunidades que integran la mancomunidad operan de manera independiente unos de otros y cada uno de
ellos ha delimitado su territorio, pese a que formalmente todos forman una sola comunidad agraria.
En la Sierra Norte se observa la experiencia más conocida de municipios mancomunados; es famosa por los
exitosos proyectos productivos que se han realizado en nombre de la mancomunidad. Pese a ello, los tres
municipios que integran dicha unidad agraria: San Miguel Amatlán, Santa Catarina Lachatao y Santa
María Yavesía, están reñidos. Yavesía no participa en las actividades
conjuntas, ni acude a las reuniones de los comuneros en protesta precisamente por la resolución
presidencial que determinó que su territorio, junto con el de los otros dos municipios, formaba una
mancomunidad agraria. Desde hace décadas sostienen un agudo conflicto agrario al pretender fijar
límites territoriales entre ellos y también derivados de la explotación de los recursos
forestales. Mientras los comuneros de Amatlán y Lachatao emprendieron proyectos conjuntos (un aserradero,
una planta deshidratadora y empacadora de frutas, un vivero, una planta purificadora y envasadora de agua, entre
otros), Yavesía se ha mantenido totalmente al margen y con una actitud de defensa de la superficie que
considera territorio exclusivo de su comunidad.
Por otra parte, en 2006 se presentaron también fricciones entre los habitantes de estos municipios
derivadas de la búsqueda de fuentes de agua potable; en la superficie reclamada como
«propiedad» de Lachatao existen manantiales, no así en la que en los hechos Amatlán
asume como propias. Pese a la supuesta unidad, las diferencias han surgido por ese y otros motivos, incluso
asociados con antiguas rencillas4.
Como puede observarse de los tres ejemplos mencionados, la propiedad colectiva de la tierra entre varias
comunidades es más bien motivo de conflictos que de unidad, derivado de la defensa que cada una hace de
su autonomía comunitaria. Estos ejemplos muestran que la posesión legal de la tierra no es una
condición suficiente para sostener a la colectividad comunitaria, igualmente contradicen el discurso que
pregona la idea de convivencia armónica entre las comunidades que comparten el mismo espacio
geográfico, la realidad muestra que la armonía depende de la definición de los
límites territoriales, muchos de los cuales son de origen colonial.
Se podría argumentar que en los ejemplos anteriores la situación deriva de circunstancias
excepcionales, como es el caso de las mancomunidades; sin embargo, de igual manera se han presentado serias
rupturas entre las localidades que forman una comunidad agraria y que son parte de un mismo municipio, lo que ha
dado lugar a su fragmentación y separación, con la subsiguiente contienda por la titularidad o los
límites territoriales. Así se aprecia en el largo y en momentos violento litigio que sostienen
Santa María Asunción Cacalotepec y San Isidro Huayapan, en la región mixe. Hasta la
década de los cincuenta del siglo XX ambas pertenecían al mismo municipio y comunidad agraria, en
la que Cacalotepec era cabecera de ambas y Huayapan un anexo en lo que respeta a la cuestión agraria y
una agencia municipal en la división administrativa; pese a ello, el ejercicio autonómico
comunitario marcaba la relación entre ellas hasta que la segunda pidió y obtuvo su
separación administrativa, a lo que Cacalotepec no se opuso, pero sí rechazó la propuesta
de que Huayapan se llevase el control de las tierras, lo que ha dado lugar a un complejo conflicto agrario
(Santos 1999: 145-147).
El diseño del nuevo marco jurídico creado en la Constitución local de 1857 y fortalecido en
la de 1922 implicaba para la agencia municipal o de policía, aunque fuera formalmente, una
relación de subordinación a una unidad sociopolítica mayor; y también se tradujo en
otros casos en un sometimiento real. De ahí la constante movilización de comunidades y las decenas
de solicitudes que se han presentado al Congreso local en las que se exige la creación de nuevos
municipios; y la utilización instrumental de esta facultad de la Legislatura que la ha empleado como
premio o castigo político en determinadas coyunturas.
Es el caso de San Pablo Güilá, que de ostentar la categoría de municipio fue degradada a
agencia municipal de Santiago Matatlán, poblado con el que ni siquiera mantiene continuidad territorial.
Todo sucedió porque en la década de 1920 en Güila fueron asesinados dos empleados del
gobierno encargados de recaudar los impuestos del mezcal.5 O el caso de San Juan Copala, en la región
triqui, municipio que fue desintegrado a mediados del siglo pasado por los frecuentes conflictos y el alto
índice de violencia que, hasta la fecha, se presenta en la zona e incluye pugnas inter e
intracomunitarias. En diciembre de 1948, la XL Legislatura del estado decreta la desaparición del
municipio de San Juan Copala –categoría adquirida desde 1826– que a partir de entonces se
convertiría en agencia municipal. Las decenas de comunidades que formaban parte de ese municipio fueron
integradas a los municipios de Putla y Juxtlahuaca (a este último fue adscrita Copala, la antigua
cabecera municipal y el principal centro ceremonial del pueblo triqui). El argumento de los legisladores, fue
que «no existen autoridades municipales en San Juan Copala, las pugnas sangrientas, los desórdenes
de toda clase de delitos cometidos en dicho lugar […] es caótico el estado que prevalece
allá. Que hay varias rancherías que pertenecen al ayuntamiento de Copala pero que desgraciadamente
existe una división muy honda entre ellas» (Hernández y Parra 1994: 111-112). Las pugnas
agrarias son también luchas en defensa de la autonomía política, que en este caso, por
definición, supone el dominio de un territorio propio.
Así, las demandas de autonomía política local están, al menos implícitamente,
asociadas con la defensa de la territorialidad. En la Legislatura de Oaxaca se han acumulado decenas de
requerimientos de localidades que solicitan les sea asignada la categoría de municipio. Tal es la demanda
permanente de los triquis que desean reconstituir el municipio de San Juan Copala. En este caso ellos son
dueños del espacio que habitan, pero no tienen un gobierno al que se le reconozca autonomía. Y
frente a la negativa de la Legislatura, los habitantes de Copala anunciaron, a principios del 2007, la
creación del «Municipio Autónomo de Copala». Propuesta que sustenta un grupo
político, de entre varios, que se disputan el control regional (Juan Martínez 2007: 6-8).
Una experiencia similar es la de San Mateo Yucutindoo, que durante muchos años fue cabecera municipal,
hasta que el Congreso determinó que la sede del municipio fuera trasladada a Zapotitlán del
Río. Desde entonces, los pobladores de Yucutindoo se movilizan periódicamente para exigir que se
reconozca su categoría de municipio. La conflictividad agraria que esta localidad enfrenta con varias de
sus circunvecinas combina en este caso su pretensión de convertirse en cabecera municipal con la defensa
territorial. Lo que está en juego es la capacidad de la localidad, comunidad, para autogobernarse; a ello
obedece la petición de ser reconocidos como municipios, pues según las normas del Estado mexicano
esa figura es la base de su sistema político.
Un caso sin conflicto, que ilustra esa compleja integración y heterogeneidad de los municipios
oaxaqueños, es el de San José del Progreso, Ocotlán. Como hemos señalado, la
comunidad agraria puede definirse con respecto a la propiedad del suelo y no exactamente del territorio, como
aquí fue definido; así, de manera legal, la institución municipal se refiere al gobierno y
la administración de una población que se encuentra asentada en un área geográfica
determinada, y no hace referencia a una unidad agraria o a un territorio. En el caso que estamos comentando, la
comunidad agraria la constituye el ejido de San José del Progreso, en el cual están asentadas las
poblaciones de San José del Progreso (cabecera municipal), El Porvenir, El Cuajilote, Maguey Largo y
varias rancherías. Sin embargo, si bien en tareas ejidales los habitantes de las agencias participan
activamente, en los asuntos municipales, incluida la elección de autoridades, mantienen su
autonomía y no intervienen. Este municipio, además, tiene otra agencia, La Garzona, que cuenta con
su propio ejido.
La peculiaridad de este municipio estriba en que dos de sus localidades están integradas a comunidades
agrarias que a su vez forman parte de otros municipios. Tal es el caso de Los Vásquez, que pertenece al
ejido de San Pedro Mártir. Similar situación ocurre con Lachilana, que se asienta en el ejido de
San Matías Chilazoa. Aunque esta singular situación no ha ocasionado desavenencias entre las
diferentes comunidades agrarias, sí es motivo de algunos inconvenientes administrativos como lo
constituye el hecho de que Lachilana pague el predial en San José del Progreso, siendo que sus terrenos
pertenecen a la jurisdicción agraria de Chilazoa.
Estos son algunos ejemplos que sirven para ilustrar la complejidad de lo que en Oaxaca se entiende por
autonomía comunitaria. La autonomía en este caso es el ejercicio de prácticas mediante las
cuales se mantiene un gobierno local en un determinado espacio territorial que se reclama como propio. Esta es
una práctica que contradice las pretensiones del Estado mexicano que persigue, al igual que la
política colonial, imponer un solo tipo de gobierno en todo el país, ofreciendo una
concepción alternativa a la de la organización nacional, que parte del municipio libre; en este
caso se enfatiza la autonomía política local y el derecho a un territorio propio; se trata de una
propuesta radical, ya que atiende a la base, la célula, en la que se sostiene la organización
política del Estado mexicano.
En México, dada su realidad multiétnica, existen reclamos de representación política
de esta índole que provienen principalmente de integrantes de los grupos indígenas. El ejemplo
más claro de esta situación lo representan las distintas manifestaciones sociales que se hicieron
patentes a partir de los años ochenta y noventa, en que participan algunos sectores que conforman, desde
entonces, un movimiento singular defienden defensa de la preservación de formas de organización
social, política y cultural particulares y el respeto y reconocimiento jurídico para ellas.
En Oaxaca, por otro lado, esta movilización es coincidente y promotora de un proceso de cambios en el
marco jurídico estatal, que inicia en 1990 con una serie de reformas constitucionales para reconocer
algunos de los derechos de los pueblos y las comunidades indígenas. En ese contexto, en 1995 se modifica
la Constitución local y el código electoral estatal, con el fin de proteger las prácticas
consuetudinarias utilizadas hasta entonces por las comunidades para designar a sus autoridades comunitarias. El
reconocimiento de ese derecho implicaba aceptar la existencia, en el ámbito municipal, de un sistema
jurídiconormativo similar al derecho positivo, pero propio y diferenciado.6
Varios estudios han mostrado que la legalización de las normas locales respondió a intenciones
divergentes, y parece también tener los efectos más variados y algunas veces contradictorios
(Anaya 2006: 100, Hernández 2007: 52-77, Juan 2003: 10, Recondo 2007: 171-250). Existe un consenso en que
las demandas de las organizaciones indígenas, el levantamiento zapatista y el temor de los priistas a
perder el control sobre una importante porción de municipios fueron los principales factores que
propiciaron el reconocimiento jurídico de las normas locales para la designación de las
autoridades municipales, a lo que actualmente se conoce también oficial como sistemas normativos
internos.7
Esta acción ha generado polémicas. Los extremos de la discusión varían entre quienes
defienden la idea de que los sistemas normativos internos son una manera en la que los grupos
indígenas manifiestan su identidad y por lo tanto deben ser defendidos a toda costa, y quienes
manifiestan que estas prácticas se caracterizan por acciones de tipo antidemocrático y, por lo
tanto, deben ser denunciadas y combatidas.
En los hechos, la reforma tiene varias caras. Por un lado, representa un avance en las demandas de las
organizaciones indígenas acerca del reconocimiento de la diferencia cultural; pero, por otro, tiene un
efecto contrario, toda vez que a esas manifestaciones se han asociado, en algunos municipios, prácticas
excluyentes. Tal pareciera que las reformas en lugar de resguardar a las comunidades de las influencias
políticas de la arena nacional han abierto nuevos campos de conflicto y competencia por el poder en los
ámbitos locales, dando lugar a situaciones en que los constreñimientos externos están
amenazando a un tipo de gobernabilidad hasta entonces existente en las municipalidades.
Todo esto ha provocado problemas tanto legales como en la conceptualización de lo que sucede en las
localidades oaxaqueñas. Mi experiencia en el trabajo de campo observando las elecciones municipales desde
2001 me ha permitido constatar que no se trata de dos sistemas opuestos o diferentes sino de un conjunto de
formas de organización política que son resultado de procesos históricos interculturales de
larga duración, que se remontan al periodo colonial, como se señaló al inicio de este
texto.
Sin lugar a dudas, en los últimos veinte años las reformas que mayor impacto han tenido en la vida
interna de los municipios son las efectuadas al Código de Instituciones Políticas y Procedimientos
Electorales de Oaxaca (CIPPEO). Reformas que se llevaron a cabo mediante los decretos del 30 de agosto de 1995 y
30 de septiembre de 1997 (Instituto Estatal Electoral de Oaxaca 2001), y que tuvieron como antecedente
jurídico el Convenio 169 de la OIT, que al ser ratificado por el gobierno mexicano adquirió
categoría de ley suprema en el país. Ese convenio refiere y obliga al Estado mexicano sobre
diversos aspectos de la organización política, social y cultural de las comunidades
indígenas; por este carácter ha sido generador e impulsor de las últimas y más
importantes transformaciones que sobre la materia han tenido las leyes en México y en Oaxaca en
particular.
Las reformas al CIPPEO implicaban el reconocimiento de un derecho diferenciado, pues les otorgó a los
habitantes de 418 municipios, de un total de 570 que existen en Oaxaca, la facultad de elegir a sus autoridades
siguiendo los procedimientos de lo que hasta entonces eran consideradas sus normas consuetudinarias.8 Con esta
acción, en el contexto mexicano, Oaxaca fue considerada como la entidad federativa con la
legislación más avanzada en la materia. Tal hecho no representaba una solución cabal para
las demandas indígenas, pues las reformas tienen restricciones; algunas de ellas como resultado de las
limitaciones que la Constitución federal le impone a las legislaturas locales para legislar en esta
materia (Chenaut y Sierra 1995, López 1998: 130); no hay que olvidar que, como afirma Tully (1995: 5),
las constituciones amplias tienen una naturaleza imperialista, pues sin duda, en contra de lo que supone la
propuesta liberal, imponen un punto de vista cultural; por lo que el reto consiste en construir propuestas que
respeten la diversidad sin olvidar que las marcos legales nacionales tienen un carácter cultural
difícil de trascender.
En México y en Oaxaca se ha popularizado la idea de que las modificaciones del CIPPEO estaban, más
que nada, destinadas a satisfacer los reclamos políticos de los municipios indígenas; sin embargo,
el número de municipalidades registradas bajo este sistema indica que muchas unidades administrativas con
proporciones de población indígena muy pequeñas también se incluyeron en este
régimen.9 El acontecimiento inverso es igualmente cierto: algunos municipios con proporciones altas de
población hablante de alguna lengua indígena eligen a sus autoridades municipales bajo el sistema
de partidos. También hay que considerar que los 418 municipios (73% del total de los municipios de la
entidad) que hasta el 201210 se regían por el régimen electoral de sistemas normativos internos
contienen sólo 36% de la población total del estado, pero, de igual manera, es cierto que existe
una tendencia que muestra que entre más alta es la proporción de población indígena
en el municipio, mayores son las posibilidades de que éste se encuentre entre los que se rigen por el
sistema de usos y costumbres (véase cuadro1).
Régimen electoral |
Porcentaje de población que habla alguna lengua indígena |
Total |
||||
0-20% |
21-40% |
41-60% |
61-80% |
81-100% |
||
Sistemas |
178 municipios |
33 municipios |
43 municipios |
36 municipios |
127 municipios |
417 municipios |
Partidos Políticos |
93 municipios |
21 municipios |
8 municipios |
11 municipios |
20 municipios |
153 municipios |
Total |
271 municipios |
54 municipios |
51 municipios |
47 municipios |
147 municipios |
570 municipios |
Fuente: Elaboración propia con base en el Censo de Población y Vivienda 2010, INEGI, México.
El reconocimiento de los sistemas normativos internos hizo visibles algunas de las tensiones existentes en los
municipios que se inscriben en este régimen electoral, especialmente las que existen entre las cabeceras
y las agencias municipales. En el pasado reciente una gran parte de las agencias municipales funcionaban casi de
la misma manera que las cabeceras y mantenían una autonomía equivalente. Cabeceras y agencias
marchaban como comunidades independientes unas de otras aunque tuvieran una relación formal y ritual; por
ejemplo, los agentes municipales esporádicamente tenían alguna relación con las autoridades
de la cabecera, especialmente asistían a la cabecera a recibir de manos del presidente municipal la vara
de mando y el documento que los acreditaba como autoridades de su localidad; en las funciones formales el agente
municipal dentro de su comunidad tenía más o menos las mismas responsabilidades que las de un
presidente municipal, por esa razón en muchas localidades al agente municipal se le llama
«presidente».
En los últimos años, y en especial en las últimas elecciones municipales, se observa una
tendencia en la que las agencias que habían mantenido una relación independiente de las cabeceras
exigen ahora su participación en la elección de las autoridades municipales. Si tomamos en cuenta
que 293 municipios no tienen agencias municipales, la cifra de los que tienen problemas puede ser de alrededor
de 100 municipios. Es indudable que los distintos tipos de problemas y conflictos que se están
presentando en los municipios oaxaqueños deterioran el potencial que pudieran tener para hacer más
eficiente el funcionamiento y la administración de los gobiernos locales frente a las necesidades y
demandas de la población.
La relación entre las agencias y los municipios pudo haber sido entendida, por ambas, de respeto e
independencia mutua, o de indiferencia. Las cabeceras no interferían en la vida de las agencias y
viceversa. Pero todo cambió en 1995, cuando el gobierno federal destinó recursos para ser
administrados directamente por el cabildo, integrado en Oaxaca por las autoridades de las cabeceras.
Considerando la autonomía con la que funcionaban las localidades que integran los municipios, las
autoridades de las cabeceras utilizaron la hacienda para beneficio de la sede municipal, e ignoraron a sus
respectivas agencias.
Es precisamente a partir de esta situación que se modifica la relación entre las agencias y las
cabeceras: súbitamente estas últimas recibieron cantidades considerables, comparadas con sus
presupuestos previos, lo que las diferenció desproporcionadamente de las agencias. Las autoridades de las
cabeceras comenzaron a manejar los recursos como si estuvieran destinados exclusivamente para cubrir sus
necesidades. Y fue a partir de entonces que se hicieron visibles los conflictos por la distribución de
esos ingresos entre las distintas comunidades que componen los municipios.
Con la expectativa de poder aumentar los porcentajes de lo que reciben de las aportaciones federales, los
habitantes de las agencias han buscado su participación en el proceso de designación de las
autoridades municipales. En algunas ocasiones, jugando con esta esperanza, las agencias han sido involucradas en
los conflictos que se dan por la lucha del poder entre los grupos existentes en las cabeceras. Además, se
suma una actitud discriminatoria para con las agencias. En las cabeceras de algunos municipios vive menos gente
indígena que en las agencias, o aunque no fuera este el caso, generalmente existe una relación de
discriminación con respecto a las agencias.
Los argumentos que los habitantes de las cabeceras han esgrimido en contra de la participación de las
agencias, los avecinados y las colonias y fraccionamientos son varios. Se aduce que en los municipios que se
rigen por sistemas normativos internos existe un escalafón de cargos, que en cada comunidad la gente
conoce a sus integrantes y que entonces la participación de las agencias rompe con esta situación
que da sentido al sistema escalafonario; se esgrime que la gente de las agencias, colonias o fraccionamientos
tendría que prestar sus servicios, tanto el de los cargos comunitarios como el del tequio, en ambos
lugares, en la agencia y en la cabecera.
Las autoridades que son electas para integrar los gobiernos municipales por medio de los sistemas normativos
internos requieren una gran cantidad de tiempo y esfuerzo para que los servidores puedan realizar adecuadamente
sus funciones. En estos casos, el argumento antes citado tiene validez, ya que en caso de que un individuo
tuviera que cumplir su servicio en las dos localidades tendría que erogar una gran cantidad de dinero y
de tiempo para poder mantener su estatus de ciudadano comunitario en ambas lugares.
La experiencia muestra que existen aquí varios niveles de participación y relación. Las
comunidades practican un sistema de gobierno en el que cada localidad es una unidad y según ese criterio
elige a sus autoridades. Si fuera el caso de que en las localidades funcionara un sistema de gobierno que
tuviera por principio lo que en la literatura antropológica se ha popularizado como el sistema de cargos,
una persona tendría muchas limitaciones para participar cabalmente como ciudadano comunitario en dos
localidades. En ese sentido, tienen validez los argumentos de los que se oponen a la participación de las
agencias. Pero no resuelve la discusión sobre la distribución de los recursos que recibe el
municipio del gobierno federal, especialmente el de los ramos 33 y 28. La descentralización ha dado lugar
a un ambiente en que se establece una relación desigual entre las cabeceras y las agencias y es
precisamente por este hecho que se manifiestan la mayoría de las inconformidades.
Una estrategia a la que recurren las agencias para obtener un trato más justo es precisamente la de pedir
su participación en el proceso electoral, como un paso para tener un representante en el cabildo que
promueva y defienda los intereses de la agencia, pero el problema no es de tipo electoral sino de la
distribución de los recursos. Mientras en los municipios no hubo abundantes recursos que disputarse, la
aplicación de las reglas comunitarias fue posible de manera, incluso, ortodoxa. Con la aparición
de las participaciones y de una mayor apertura de la competencia por el poder, la contienda comunitaria adquiere
otras proporciones, las reglas de los sistemas normativos internos, por su flexibilidad, se convierten en un
elemento de conflicto, porque cada uno quiere también interpretarlas a su manera tanto para satisfacer
intereses personales o de grupo como para defender la autonomía comunitaria. La lucha entre agencias y
cabeceras muestra esta tensión que existe entre las tendencias para preservar la autonomía local,
comunitaria, la diversidad en las formas de gobierno y los que propugnan la centralización de las
decisiones y homogeneización del sistema político a través del municipio. Los nuevos
mecanismos implementados por el Estado mexicano, a través de la descentralización, están
exacerbando estas tensiones.
En la historia reciente de México los reclamos autonómicos y del establecimiento de
políticas del reconocimiento se han visibilizado, pero no son novedades. Esta situación cobra
mayor relevancia si consideramos el contexto oaxaqueño en que la autonomía comunitaria se ha
mantenido desde tiempos coloniales y ha prevalecido por encima de la formal unidad municipal impuesta en el
periodo posrevolucionario. Por esa razón, en esta entidad adquieren especial relevancia los reclamos
autonómicos de los pueblos indígenas que demandan mayores atribuciones a la comunidad, para que se
establezcan esquemas puntuales de reconocimiento jurídico a su autonomía política y
derechos territoriales. Esta preocupación y propuesta se ha manifestado en distintos ámbitos y
entidades del país; pero es más compleja en casos como el de Oaxaca, en que las instituciones
consideradas propias de los pueblos indígenas han recibido reconocimientos ambiguos en los ordenamientos
jurídicos respectivos, ya que no necesariamente están definidas claramente las formas de
articulación entre poder local y otros ámbitos, como lo son el municipal, el estatal o el federal.
Lo que aquí se muestra es que aunque existe una propuesta de reconocimiento de las instituciones
indígenas, también persisten otras estructuras del Estado que impiden que distintas formas de
organización política, construidas históricamente por los pueblos indígenas, puedan
desarrollarse en toda su capacidad y establecer una relación horizontal con otras instituciones del
Estado.
La persistencia, por siglos, de esta aspiración solo se puede entender cuando se evalúa el capital
social de las comunidades oaxaqueñas que les facilita formas de adaptación o resistencia frente a
los embates externos y pueden así mantener la autonomía que tradicionalmente han ejercido para
regular sus asuntos internos. En este sentido la autonomía la han mantenido vigente en los hechos,
especialmente asociada con una territorialidad real o imaginaria, aunque su vinculación con la demanda
política de reconocimiento jurídico es relativamente reciente, y se enfrenta a múltiples
dificultades para concretarse. Sin embargo, con reconocimiento o sin él, esta es una práctica de
larga duración en y de las comunidades oaxaqueñas y es imprescindible para explicar cómo y
por qué han podido mantener una identidad comunitaria sustentada en un sistema político social
peculiar cuyo ejercicio les ha permitido la preservación del gobierno local sin intervención
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