ESTADO DEL PROYECTO DE AUTONOMÍA Y ESENCIALIZACIÓN DE LO IDENTITARIO. NOTAS SOBRE AMÉRICA LATINA DESDE CASTORIADIS

STATE OF THE AUTONOMY AND ESSENTIALIZATION OF IDENTITY PROJECT. NOTES ON LATIN AMERICA BASED ON CASTORIADIS

 

Rafael Miranda Redondo
CICC-CCAI
Recepción: 27 de octubre de 2012 Aprobación: 07 de marzo de 2013 Publicación: 01 de diciembre de 2013

 

El uso racional de la forma del Uno, que permite el
acceso a un mundo que no es más que como uno y el
otro del uno, tiende casi siempre a transformarse en
utilización racional-imaginaria de la Idea del Uno, que
resuelve la Relación, colocándola como seudónimo de
Pertenencia, que no sería finalmente más que una forma
de la Identidad.

CORNELIUS CASTORIADIS (1975: 47)

… there is a crack in everything, that’s how the light get in…
LEONARD COHEN (2008)

RESUMEN:

En este artículo se valora la cultura política de la izquierda, particularmente de la región latinoamericana, a la luz de la esencialización de la identidad. Damos cuenta de lo que consideramos una imposibilidad de sustentar de manera creíble la reivindicación de la autonomía a partir de dicha esencialización; lo hacemos argumentando desde la noción de alteridad en la obra escrita e institucional por la autonomía de Cornelius Castoriadis. Ese trayecto pasa por la polisemia de la noción de autonomía, por la mezcla no aleatoria de marxismo y teología del contexto institucional en la región, por la precipitación de estas fuentes en un discurso reciclado gracias al posmodernismo y la french theory, que se cristaliza gracias a la complicidad de las poblaciones cautivas, en un dispositivo liderado por expertos en ejercicio y a contracorriente de la sociedad autónoma en proyecto.

PALABRAS CLAVE: identidad, alteridad, poblaciones cautivas, autolimitación.

ABSTRACT: This article assesses the left-wing political culture, particularly in Latin America, in light of the essentialization of identity. The author reports what he considers the impossibility of sustaining, with credibility, the claim to autonomy based on the essentialization of identity. He bases this argument on Castoriadis’ notion of alterity which appears in his written and institutional work in favor of autonomy. This trajectory passes through the multiple meanings of the notion of autonomy, the nonrandom blend of Marxism and theology in the region’s institutional context, the embodiment of these sources into a discourse that has been recycled, thanks to post-modernism and the French Theory, and, with the complicity of captive populations, culminates in a mechanism led by experts who both exercise and go counter to the projected autonomous society. KEY WORDS:

identity, alterity, captive populations, self-limitation.

 

INTRODUCCIÓN

En el título de la revista Pueblos y fronteras encontramos dos ámbitos que nos remiten a los límites. La impresión primera de dicho título da cuenta de un nivel objetivo en el que «el pueblo», «el Estado nación», de México, por ejemplo, se extiende sobre un territorio hasta llegar a sus «fronteras». Sobre un plano menos evidente dichos límites nos remiten al mundo creado por cada sociedad, un mundo que se refiere a unos orígenes y que responde a las preguntas fundamentales que toda sociedad se plantea: ¿Quiénes somos?, ¿por qué y para qué estamos?, ¿qué queremos? Desde el origen de los tiempos esas preguntas, implícita o explícitamente, han sido abordadas por las civilizaciones y los pueblos a lo largo de la historia humana. Las respuestas representan la frontera de la dimensión imaginaria que cada pueblo se fija al establecer, de nuevo en forma implícita o explícita, sus propios límites.

 

Para el caso de América Latina, y en particular de México, esas preguntas han pasado por el tamiz de una historia compleja, por decir lo menos. En este contexto vale la pena, a título de preguntas disparadoras, interrogarse en el plano de dicha dimensión imaginaria de la sociedad ¿dónde termina un pueblo y empieza otro?, ¿cuándo las fronteras, más que geográficas, son del orden del sentido? En otras palabras, ¿dónde lo que es tiene sentido y dónde no lo tiene? A esta complejidad se suma la que deriva del subtítulo del número a convocatoria: La lucha por la autonomía: prácticas y proyectos en movimientos sociales latinoamericanos.

 

En respuesta a la convocatoria implícita en esos dos títulos hemos propuesto, para el artículo a continuación, sopesar la cuestión de la identidad, reivindicada de manera reiterada en nuestra región, a la luz de las posibilidades del proyecto de autonomía. Analizaremos a partir de C. Castoriadis esa relación en el plano político, es decir, ahí donde, desde la perspectiva de dicho proyecto, la sociedad formula, conserva o desecha las instituciones que se ha dado de modo explícito estableciendo así sus fronteras de sentido (Castoriadis 2002a: 211-214). 

 

De entrada digamos, aun cuando suene muy dogmático y bajo promesa de ampliar la noción, que la autonomía no es, o no solo es, la soberanía, ni solo la independencia, ella se verifica ahí y solo ahí en donde se ejerce, no respecto a las instituciones de los otros y sí respecto a las instituciones2 que son propias en cada caso. Este ejercicio presupone e incluye el entendido, latente o manifiesto, del propio «pueblo» y de sus «fronteras».

 

Nos interrogamos entonces ¿cuándo estas instituciones –en el caso de los movimientos indígenas, que será un ejemplo al que haremos referencia– se ponen en entredicho por quienes las acogen como propias?, quien emprende dicha crítica ¿deja acaso de pertenecer a ese mundo creado a partir de esas instituciones? Usando un ejemplo clásico: cuando las mujeres indígenas se preguntan respecto a la justicia de las instituciones que tradicionalmente fijan los roles de género en esos pueblos, ¿dejan, por ese hecho, de ser indígenas pertenecientes a sus pueblos respectivos?, ¿cuándo sí dejan de serlo y cuándo no?, y, sobre todo, ¿quién lo decide?

 

La hipótesis de trabajo que queremos desarrollar a lo largo de las páginas a continuación busca responder pausadamente a los interrogantes que nos hemos formulado en líneas anteriores. Dicha hipótesis sostiene que las posibilidades del proyecto de autonomía conciernen por completo a la manera como cada sociedad, y el movimiento de que se trate, aborda la cuestión de la alteridad, independientemente de la reivindicación identitaria. Me propongo entonces ponderar los anteriores interrogantes en el orden siguiente: en primer lugar voy a ampliar la cuestión de la polisemia del término autonomía, haciendo un énfasis particular en el modo como se viene utilizado en el mundo iberoamericano. Voy a incursionar después en los orígenes de la cultura de izquierda en ese universo sociocultural, orígenes fuertemente tributarios de esa mezcla tan peculiar entre marxismo y teología.

 

Posteriormente sopesaré los alcances de la reivindicación identitaria en lo tocante a las posibilidades del proyecto de autonomía, donde esta se valora en función de la relación nueva con las instituciones propias, en los términos ampliados de la hipótesis. Esta valoración me permitirá emprender una reflexión acerca del obstáculo que representa la reivindicación de la identidad para el logro del proyecto de autonomía, entendida como ejercicio de la autoalteración/autolimitación. Esta reflexión no puede ser asumida más que en la medida en que se hace un rápido sobrevuelo de reconocimiento del carácter trágico del régimen democrático y del papel central que desempeña en este aquello que los institucionalistas franceses, en el campo de la intervención socioanalítica, de una ontología no unitaria, denominan análisis de la implicación como precipitación, tarea que abordo sucintamente.

 

En la segunda parte de este artículo voy a precipitar los términos del debate al análisis de la denominada cultura poscolonial, en la que identifico un bastión de la esencialización de la identidad, justamente. En esa reflexión utilizo la noción de poblaciones cautivas. En el cierre dedico igualmente un espacio a valorar la manera como dicha esencialización, referida a las poblaciones cautivas mencionadas, desempeña un papel de primer orden para posponer el proyecto de autonomía, en particular gracias al impulso de la figura del experto, con lo cual haré un balance provisorio de los elementos vertidos.

 

LA POLISEMIA DEL TÉRMINO AUTONOMÍA EN MEDIOS HISPANOHABLANTES  

Desde la perspectiva que nos interesa abordar la noción de autonomía es importante asentar las nociones de institución y de significación imaginaria social como han sido teorizadas por Castoriadis. La autonomía es para nosotros una significación imaginaria social (SIS) perteneciente a un magma de SIS y concretamente a la institución de la sociedad autónoma en proyecto. A reserva de ampliar en los apartados sucesivos, digamos que una institución es un cuerpo de valores, prácticas y creencias que mantienen unida a la sociedad correspondiente. Esa institución imaginaria de la sociedad es, insisto, un magma de SIS.

Imaginaria porque no se limita a lo tangible y social porque sin lo social no son nada. Estas SIS son obra del imaginario colectivo anónimo. Castoriadis lo dice del modo siguiente:

 

La institución de la sociedad es cada vez institución de un magma de significaciones imaginarias sociales que nosotros debemos denominar un mundo de significaciones. […] La ruptura radical, la alteración que representa la emergencia de lo social-histórico en la naturaleza pre-social es el posicionamiento de la significación y de un mundo de significaciones (Castoriadis 1975: 519).

 

La autonomía es una SIS y como noción es, etimológicamente -auto-nomos, donde nomos equivale a norma en griego, auto que corresponde a sí mismo, en consecuencia la ley que viene de mí, en contraste y en relación excluyente con heteronomía –donde hetero significa otro– y por lo tanto con la ley que viene del otro. Contrastan con las delimitaciones anteriores las modalidades en las que el término es utilizado en el lenguaje corriente, así como en algunos medios académicos.

 

Para el Diccionario de la Real Academia Española (referencia en línea) el termino autonomía proviene del latín y en esta etimología a su vez del griego, como asentamos en líneas anteriores. Conceptualmente el uso moderno tiene que ver con la potestad que dentro de un Estado tienen los restantes niveles de gobierno local para regirse mediante normas y órganos propios. Una segunda definición nos habla de aquel que, para ciertas cosas, no depende de nadie.3 De lo anterior se deriva otro uso del término, muy frecuente en el mundo hispanohablante, acompañado de la noción de comunidad; de ese modo, «las comunidades autónomas» son entidades territoriales que, por ejemplo, «dentro del ordenamiento constitucional del Estado español, están dotadas de autonomía legislativa y competencias ejecutivas así como de la facultad de administrarse mediante sus propios representantes».

 

Siempre en el universo hispanohablante la autonomía se refiere, en la historia contemporánea, al autonomismo regional y, a menudo –en particular en la historia reciente de España–, ese se inspira en el regionalismo, en el nacionalismo y ocasionalmente en el separatismo. En el caso particular del País Vasco y de Cataluña, desde finales del siglo XIX dicho separatismo estuvo en boca de una burguesía local que protagonizaba la revolución industrial y la «modernización» de los campesinos,4 y mezclaba ese discurso «autonomista» con una fuerte ascendencia a menudo ultracatólica. A este respecto resulta ilustrativo, por ejemplo, el lema del Partido Nacionalista Vasco que profesa: «Dios y Leyes Viejas». La existencia de una lengua, una cultura y unas costumbres diferentes fundamenta el fuerte cuestionamiento en cuanto a la existencia de una única nación española. A lo largo de la historia moderna la exaltación de la propia etnia, en particular de los vascos, lindaba con una actitud xenófoba en contra de los no vascos. En versión más contemporánea esos dos casos, también por su radicalismo antiespañol, derivarían en la exaltación de toda minoría lingüística y muy particularmente de aquellas que cohabitaron, en América Latina, con el mundo de habla hispana. Dicha exaltación de las minorías lingüísticas se produce, por razones que no es necesario explicar, eso sí, sin un ápice de atención del otro pilar que, además de la lengua, sostiene el dispositivo de dominación practicado durante los multicitados «500 años»: la religión católica.

 

En este elenco de ilustraciones, al referirnos a la cultura política de la izquierda tradicional europea hay que mencionar la Guerra de Argelia.5 Pasando al continente americano, al menos dos casos son emblemáticos; el primero es el de los denominados «movimientos autonómicos», en particular en Bolivia, y el otro es el de México. En ambos la reivindicación del autonomismo, aunque diferida, como veremos en el caso boliviano, viene sólidamente argumentada –como ocurre también en los casos catalán y vasco– en nombre de la identidad. Es interesante la diferencia que mencionamos para el caso boliviano visto que, mientras los «Estatutos autonómicos» son reivindicados por departamentos de la llamada Media Luna, abiertamente opuestos a las políticas a favor de los indios por parte de Evo Morales, con fuertes signos discriminatorios y separatistas, los «movimientos autonómicos» son precisamente el polo opuesto, es decir, el movimiento indígena agrupado en torno al presidente Morales. En una entrevista acerca de la opinión expresada por el presidente Morales (2011) al abordar la cuestión del desarrollo y –a nuestro entender– usando erráticamente las posturas de Castoriadis respecto a lo que para los indígenas quiere decir «ser moderno» –que en la obra de dicho autor significa esencialmente negarse a la «verdad revelada» y a cualquier forma de origen extrasocial de la norma, y cuyo texto clave en este sentido es Democracia y relativismo, debate con el MAUSS (Castoriadis 2007)–, se afirma:

 

en todos estos años, primero como líder cocalero y luego presidente de la república, [Morales, él mismo] ha conocido internacionalmente las luchas indígenas en América Latina y el mundo contra los efectos perversos de la explotación de recursos naturales en estos territorios, hasta se ha solidarizado con ellos. El presidente se pregunta, igual que modernizadores a ultranza previos, ¿por qué los indígenas se niegan a ser modernos? Cornelius Castoriadis decía que los países en vías de desarrollo «estaban llenos de hombres que personalmente no se encontraban en “vías de desarrollo”» (Castoriadis 1984: 7), es decir, no eran modernos. La modernización que se oferta con la carretera simplemente destruirá pueblos y sociedades, formas de vida; los indígenas han decidido no asumir los costos del progreso, por eso la batalla final por el TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure).

 

En el caso de México la denominación de movimientos autonómicos también hace una referencia al movimiento indígena que se reúne en torno a los diversos organismos como el Congreso Nacional Indígena, a menudo entre misas concelebradas en lenguas de los pueblos originarios y castellano, para luego discutir cuestiones de territorio y derechos, haciendo referencia a los Acuerdos de San Andrés (2003) de 1996 –entre el gobierno de México y el EZLN–, que hasta la fecha no han entrado en vigor. La utilización del término autonomía y su derivación hacia movimientos autonómicos, en una importante medida, según estamos ilustrando, tiene que ver con el reconocimiento de las «autonomías indígenas territoriales» y en algunos casos respecto a derechos de autogobierno. Hasta donde hemos podido valorar el asunto, incluso en la voluntad de algunos pueblos indígenas de aislarse y no permitir la intervención del Estado en sus territorios, la cuestión de la autonomía viene abordada solo respecto a heteronomía que representa el Estado nación para los pueblos indios, no así en cuanto a las instituciones propias. Podemos ver ya a este punto que esta versión de «autonomía» es perfectamente funcional en lo tocante al discurso identitario. Volveremos al tema más adelante.

 

Ilustrada por sobrevuelo la polisemia del término autonomía en el mundo hispanohablante, en particular en América Latina –y no obstante que el espacio y el propósito de este apartado no nos permite profundizar al respecto–, es importante considerar el contexto institucional en el que se presenta. Para dar algunos antecedentes clave del sentido diferenciado que se da al término, es necesario abordar la cultura política de izquierda tradicional, que –para el caso de México– recibe una gran influencia de lo acontecido en torno al Concilio Vaticano II. La apertura a la corriente laica promovida por Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca en la década de 1960, había inaugurado en el país esa tendencia de facto a abandonar los principios, las metanormas, de la institución de la Iglesia católica, tendencia que se cristaliza en el ecumenismo, las teologías de la liberación, las iglesias de los pobres, etc. Castoriadis dice al respecto: «El ecumenismo actual de los cristianos ha sido impuesto por la modernidad y es completamente contrario al espíritu de la religión».6

 

Ese contexto institucional en los orígenes de la polisemia de la noción de autonomía corre paralelo a una crítica a la burocracia eclesiástica, por un lado, y a la modernidad y al progreso, por el otro. En este contexto, por ejemplo, Iván Illich se refiere a la modernidad y al desarrollo como un «veneno». Olvera y Márquez (s.f.), al citar la entrevista que D. Caylei hiciera a Illich, refieren que

 

Durante esos años, Illich además, hizo severas críticas a la Iglesia; en una conferencia, incluso, la comparó con la Ford Company. Acusó a la Iglesia de no ser más que otra burocracia que promovía ese veneno llamado modernidad o desarrollo. Ni el ala derecha ni la izquierda de la Iglesia soportaron las críticas de Iván Illich. Incluso, el jesuita Dan Berrigan lo acusó de violencia intelectual. Y, en 1967, la Iglesia censuró el CIDOC y un poco después, Illich decidió abandonar esa enorme burocracia llamada Iglesia católica. El CIDOC se mantuvo hasta 1976, cuando Iván Illich decidió voluntariamente cerrarlo.

 

Los grupos más «vanguardistas», cuyos sacerdotes en una importante medida y no solo por la intervención del psicoanálisis7 abandonaban la iglesia en las décadas de 1960 y 1970, compartían esa visión. Estos sacerdotes en tránsito habían influido grandemente en la formación de nuevas generaciones de activistas, provenientes de medios laicos católicos más o menos pudientes de la región. Destaca en este sentido la labor en Chiapas del obispo Samuel Ruiz. Más recientemente, en el movimiento laico, que retoma una costumbre local de poner juntos términos excluyentes como revolución e institución o teología y liberación, se expresa, bajo la consigna de un supuesto anarquismo cristiano en el denominado Movimiento con justicia y dignidad encabezado por el poeta J. Sicilia (2011):

 

Para muchos, sin embargo, la relación entre cristianismo y anarquismo es una contradicción. Los anarquistas son contrarios a cualquier religión y a cualquier poder. Su divisa «ni Dios ni amo» es tan clara como perentoria. Por su parte, algunos cristianos y quienes creen que el Estado no es una construcción histórica que un día, como toda construcción histórica, tendrá que morir, tienen horror de la anarquía, fuente de desorden y de negación de las autoridades establecidas. Sin embargo, tanto anarquistas como cristianos olvidan el carácter profundamente anarquista de Jesús.

 

Antes de ilustrar más ampliamente la conjunción de marxismo y teología como el contexto en el que, en México en particular, se recurre al término autonomía ligándolo al comunitarismo identitario, es importante filtrar las expresiones anteriores a la luz de la manera como nosotros entendemos su ejercicio, cuyo cuello de botella, para individuos y sociedades, insisto, no es la relación con el otro –el Estado, que controla el agua como recurso natural o que decide sobre el territorio– y sí la relación con las instituciones propias y con el propio instituyente, es decir, con el otro que nos habita, para usar una metáfora de inspiración psicoanalítica.

 

Desde esta perspectiva el valor de la autonomía y el trabajo por alcanzarla no tiene tanto que ver con lo que es y mucho que ver con lo que va a ser. A reserva de que discutamos este punto al final de este artículo, vale la pena recordar esa otra consigna según la cual hablar de autonomía supone hablar de la capacidad de una sociedad de autoconstituirse sin que para hacerlo deba negar la existencia de la alteridad y de la alteridad que la habita.

 

La propia propuesta de la resistencia, tan en boga en los ambientes autonomistas tradicionales, no hace más que reiterar el estorbo que supone limitar la búsqueda de la autonomía al simple rechazo reactivo de quien nos oprime y de hacerlo con métodos heterónomos. Como ocurre en el caso de la teología y de todo discurso que identifique en una instancia externa –las leyes de la historia, las leyes del mercado, los dioses, los antepasados, la costumbre– el origen de la institución. Castoriadis (2002b) lo presenta en los términos siguientes:

 

La filosofía no es filosofía si no expresa un pensamiento autónomo. ¿Qué significa autónomo? Esto es autonomos, «que se da a sí mismo su ley». En Filosofía, está claro: darse a sí mismo su ley, quiere decir establecer las interrogaciones y no aceptar autoridad alguna. Por lo menos la autoridad de su propio pensamiento previo. La autonomía, dentro del dominio del pensamiento, es la interrogación ilimitada; que no se detiene ante nada y que se pone ella misma constantemente en entredicho.

 

¿Qué es la autonomía en política? Casi todas las sociedades humanas son instituidas dentro de la heteronomía, lo que es decir dentro de la ausencia de autonomía. Esto quiere decir que a pesar de que ellas crearon, todas, ellas mismas, sus instituciones, incorporan a estas la idea, incontestable para los miembros de la sociedad, de que dichas instituciones no son obra humana, que ellas no han sido creadas por los humanos, en todo caso por los humanos que están ahí en ese momento.

 

 

NOTAS SOBRE ESA MEZCLA NO ALEATORIA DE MARXISMO Y TEOLOGÍA  

Hemos establecido algunas variables del sentido que se le da al término autonomía y habiendo ya introducido el contexto institucional, de marxismo y teología, en el que surge su utilización por un vasto sector de la izquierda en el continente y en México. Ahora es importante para nuestro propósito ilustrar brevemente cuáles son las premisas en las que los sectores de la izquierda tradicional en América Latina fundan la cultura política desde la que reivindican, en particular, la autonomía de los pueblos indios.

 

En el plano global del Occidente moderno la política, en la segunda mitad del siglo XX, había traído consigo una gran decepción, la realidad del nazismo y del estalinismo –este último como la única realidad histórica inspirada del marxismo que hemos conocido– y sus variables en las dictaduras de izquierda en la ex órbita soviética. La emergencia del fenómeno burocrático en el Oeste y su versión totalitaria en el Este daba al traste con algunas de las premisas fundamentales del materialismo histórico. La «superestructura» ya no era más, si algún día lo fue, el reflejo de la estructura ahí donde «la colectivización», en los países de la órbita soviética, tenía que haber dado como resultado una sociedad sin clases.

 

Dicha burocratización se revelaba no solo como una consecuencia superficial de la concentración capitalista sino, más en profundidad, como el resultado de la puesta en práctica de la significación imaginaria social del dominio racional en el capitalismo occidental y en las sociedades de capitalismo burocrático. Ante esa realidad se sumaba el paso del proletariado –sustancialmente distinto al simple asalariado– a su condición de minoría social beneficiaria, gracias al desarrollo de los mercados internos, de niveles altos de consumo. En la medida en que esa realidad del capitalismo se iba consolidando, el marxismo se mostraba cada vez más incapaz de dar cuenta de los fenómenos emergentes en el siglo XX. La burocratización del movimiento obrero, que avanzaba sobrevalorando e interiorizando la jerarquía y cayendo en el patrioterismo más grotesco, abarcaba la totalidad de las expresiones tradicionales de la actividad en ese medio. Parafraseando a Castoriadis, dicha burocratización del movimiento disimulada por el discurso marxista, reduciendo lo desconocido a lo ya sabido, suprimía lo nuevo y reducía la historia a una tautología. 

 

Miedo a lo nuevo, a la alteridad, que subyace a esta actitud y que, en esa medida, no podemos más que calificar de teológica. Mientras que el marxismo clásico pensaba a la sociedad dominada por la potencia abstracta e impersonal del capital, la realidad que hoy tenemos ante nosotros da cuenta de una sociedad dominada por una estructura burocrática. Castoriadis (1979b: 99-100) dice al respecto:

 

Aquello que ocurre con la deformación marxista del movimiento obrero, vino finalmente a significar que: luchemos para poder al final consumir suficientemente […] (el movimiento obrero) se quedaría fijado en la significación imaginaria social del capitalismo, según la cual, el Bien significa más producción, más objetos, más programación, más dominio «racional» (en realidad pseudorracional).

 

Estaríamos, pues, ante una realidad nueva en la que emergen fenómenos, como el burocrático, que desafían a la filosofía política y, por otro lado, ante un marxismo cada vez más incapaz de abordar esos fenómenos sin caer en la doctrina. Ambos elementos llevarán a los militantes de Socialisme ou Barbarie a ver críticamente la asimilación, por Marx y los marxistas, de la omnipotencia de las fuerzas productivas –en el Este como en el Oeste–, a la omnipotencia de un dios supuesto. Castoriadis (1974) lo explica de la siguiente manera:

 

Para Marx, la «contradicción» inherente al capitalismo era que el desarrollo de las fuerzas productivas se convertía, más allá de un cierto punto, en algo incompatible con las formas capitalistas de la propiedad y de la apropiación privada del producto social y debía hacerlas estallar. Para nosotros, la contradicción inherente al capitalismo se encuentra en el tipo de escisión entre dirección y ejecución que ese pone en juego.

 

En la glosa del párrafo anterior, una constatación más nos permite hacer puente para nuestro propósito: al contrario de lo que debía haber ocurrido en los países que estaban bajo dominación colonial, la irrupción revolucionaria brillaba por su ausencia. Es así como la carencia general de análisis crítico de la nueva situación del capitalismo en medios de izquierda en el Occidente moderno –por no hablar de los países alineados con la ex-URSS– en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX y el estado de decepción en dichos medios, iba a desembocar –particularmente en algunos sectores de origen vinculado con medios cristianos– en un desplazamiento de las esperanzas a otro lugar. El nacimiento del fanonismo, el guevarismo y el tercermundismo revolucionario, promovidos por el propio Sartre –ese «campeón del tercermundismo», como dicta la leyenda–, en un acto por demás risible de indigencia teórica, son la consecuencia del proceso descrito. Castoriadis expresa:

 

Más aún, «marxista» de poco, Sartre se hace «tercermundista», esquivando así el problema social y político interno de los países ex coloniales (como, por otro lado, de los países industrializados), y la tragedia de esos países que no acceden a la independencia más que cuando caen bajo la dominación de una burocracia generalmente chusca pero siempre cruel (1979a: 225). (traducción propia).

 

El esquema de Marx sería –de manera simplista y esquemática– retomado por quienes se adhieren a esas corrientes, sustituyendo al proletariado industrial por el campesinado del tercer mundo. Sabemos de sobra, después de décadas de prácticas inspiradas de esas posturas, que estas fueron una cobertura ideológica para que una serie de sectores –véase: estudiantes, aspirantes a cuadros políticos, consultores especialistas de la totalidad, académicos «comprometidos» etc.– ascendiera en su marcha hacia el poder.

 

A ese panorama de traslado de las certezas a países lejanos, en un lance que mezcla culpa de los occidentales con mesianismo –como ocurriera en la génesis de la antropología clásica–, vendría a sumarse, parcialmente inspirado del ingrediente posmoderno, el relativismo cultural. Castoriadis  comenta:

 

Yo pienso, para empezar, que los dos términos que usted presenta en oposición se reducen a lo mismo. En gran medida, la ideología y la mitificación deconstructivista descansan sobre la «culpabilidad» de Occidente: ellos proceden, hablando brevemente, de una mezcla ilegítima en la que la crítica, llevada a cabo desde hace tiempo, del racionalismo instrumental e instrumentalizado es subrepticiamente confundida con la denigración de las ideas de verdad, de autonomía, de responsabilidad (1996: 89).

 

De la mencionada culpa al denominado «Occidente diabólico» y la crítica de la metafísica occidental había solo un paso. Con la crítica irreprochable de los horrores del nazismo y del estalinismo los detractores de la modernidad arremetían contra valores como el de la autonomía y la búsqueda de la verdad. Dicha postura había pasado por alto que es precisamente en el seno de la tradición greco-occidental donde la contestación y el cuestionamiento de las instituciones existentes es lo que constituye el sentido. Esa contestación y ese cuestionamiento radicales y explícitos, pues, respecto a las propias instituciones, facultan para formular que, desde el punto de vista de la elección política, no todas las culturas son equivalentes. No obstante lo anterior, dicho cuestionamiento radical, en relación con la institución propia, en tanto que cultura democrática en sentido fuerte, se encuentra, en efecto, en decadencia en la tradición de Occidente.

 

En líneas anteriores, al referirnos al tipo de relación que se establece con la institución propia, habíamos hecho un parangón entre el destino del marxismo y la teología. A reserva de que lo retomemos más adelante en el balance de este escrito, para cerrar el apartado no es superfluo ilustrar, a título descriptivo y de ejemplos emblemáticos solamente, los orígenes de muchos de los movimientos sociales actuales, en México en particular pero no solamente, en la pastoral social de algunas órdenes como los jesuitas, los franciscanos, los dominicos, etc. Para México es inevitable pensar en Méndez Arceo, en el ya citado también Samuel Ruiz, en Jacques Lemercier, Iván Illich, Sergio de la Peña Treviño, entre otros sacerdotes o ex sacerdotes más o menos marxistas. En este país y en el resto del continente latinoamericano, es inevitable también referirse al Monasterio de Santa María de la Resurrección y al Centro Psicoanalítico Emaus (González 2011), a los Cristianos por el Socialismo (Chile), al Departamento Ecuménico de Investigación (Costa Rica),8 por citar los que nos vienen a la memoria de momento.

 

LA REIVINDICACIÓN IDENTITARIA Y LAS POSIBILIDADES DEL PROYECTO DE AUTONOMÍA EN LA RELACIÓN CON LA INSTITUCIÓN PROPIA

Volviendo al panorama de puesta en entredicho de las grandes certezas de antaño y de su repercusión para la génesis de la cultura política en nuestro continente, es importante dar cuenta de otro de los asideros de dicha cultura, se trata de la cuestión de la ética y particularmente de la popularidad que en ese sentido adquirió Emmanuel Lévinas,9 en Francia y más adelante, no por casualidad, en América Latina. La consideración de este aspecto va a permitirnos completar el contexto institucional en el que se desarrolla la cultura de izquierda en México y derivar muchas similitudes con el mismo proceso en otras regiones del continente.10 Brevemente, este filósofo francés (1905-1995) de origen lituano, que ejerció como profesor en diversas universidades francesas, se había propuesto la fundación de una «ética de la alteridad». Para tal propósito y siguiendo las enseñanzas de sus maestros Husserl y Heidegger, Lévinas había arremetido igualmente contra la filosofía occidental y en nombre de una auténtica trascendencia basada en la relación no violenta entre uno mismo y el otro. Esa relación ética con el otro, que toma como modelo el judaísmo, no obstante la popularidad de Lévinas, se teje sobre todo en medios católicos, conduce a dios, según este autor.

 

La alteridad, en dicho autor, tan cercana a dios y al amor al prójimo, implica claramente el vínculo entre ser y sentido que caracteriza toda postura teológica y por lo tanto conlleva la incapacidad de concebir la creación humana en su radicalidad. La moral religiosa que se desprende de los postulados de Lévinas (1999) es por principio negadora de la política como lugar de autocreación de la sociedad y sirve de pantalla, en un contexto de relativismo en el que dentro de la ética cabe todo y cualquier cosa. Desde la perspectiva del propósito que reivindica la ética en el contexto de la crisis de referentes mencionada, la debacle de la metafísica greco-occidental, en tanto que clausura «onto-theo-phallocentrica» (Heidegger citado por Castoriadis 1996: 208) había traído consigo la privatización de la vida.

 

El recurso a la ética entonces como revés de la crisis de referentes que precede y antecede a la caída del muro de Berlín, pasa por alto a la sociedad y a la historia, al consignar que cuando decidimos lo hacemos por encima de esas dos instancias. En este sentido, y no obstante la versión que ilustramos aquí arriba, las cuestiones que se plantea la ética son sobre todo cuestiones políticas, en sentido noble, sentido que por principio supone, a diferencia de las morales dichosas, el entendimiento de la condición trágica de la existencia (Castoriadis 1996: 212).

 

Este breve comentario nos conduce a otro de los referentes que caracterizan el abandono de la política que corresponde a la crisis de certezas mencionada y que es la propuesta hermenéutica. Otro neoteólogo cuya popularidad marcó igualmente las últimas décadas es el filósofo Hans-Georg Gadamer –igualmente heredero de Heidegger–, quien había retomado de esa práctica, que tiene sus orígenes en la interpretación de los textos sagrados, el relevo en la búsqueda de una «técnica de la interpretación». Detengámonos un momento. 

 

En su seminario del 17 de noviembre de 1982 Castoriadis aborda la cuestión de la creación de la democracia en la Grecia antigua (2004a y notas de seminario) y al abrir su reflexión se pregunta ¿de qué otra manera, que no sea pasivamente, podemos establecer una relación con el pasado? De entrada este autor nos enfrenta al hecho de que, en su apreciación, toda historiografía es en gran medida arbitraria y al hecho de que no solo la interrelación de los eventos es infinita y obliga a discernir entre unos y otros, sino que toda encuesta, en la medida en que su formulación no ha caído del cielo, tiene un sentido anterior a la puesta en operación, sentido creado por el intérprete. Es una obviedad repetir que los criterios de elección dependen de la interpretación. Es así como el propósito principal de esa relación con el pasado, desde la perspectiva del autor, es aquel de «restituir las significaciones y las instituciones en las que esas significaciones se encarnan, por medio de las cuales cada sociedad se constituye como sociedad y constituye su mundo propio» (2004a: 49).

 

Más o menos arbitraria decíamos porque la historiografía en el sentido de la restitución mencionada, que por cierto es más que una restitución, depende de quién restituye por un lado, pero, por el otro, opera con base en cierta interdependencia entre las categorías del investigador y el objeto sobre el cual investiga. La arbitrariedad relativa de la restitución remite, según Castoriadis (2004a: 51), a la «posición hermenéutica» de algunos teólogos modernos como Schleiermacher y que recientemente se asocia con Gadamer. El reconocimiento del llamado circulo hermenéutico mencionado, según el cual quien quiere interpretar algo no emprende su cometido con el espíritu vacío o inmaculado sino que por el contrario ese intérprete parte siempre de una cierta «preconcepción», no invalida la apreciación anterior respecto a la «técnica de la interpretación» cuyo supuesto propósito sería el de acceder a un sentido que nos antecede y que solo podemos «develar».

 

Ese movimiento circular entre preconcepción del intérprete y significación del texto es un hecho verdadero. Ahora bien, dichas obras, en la medida en que no están aisladas en el interior de una tradición y de que su interpretación está vinculada con la preconcepción del intérprete, en esa medida deben ser valoradas y no solo interpretadas a la luz de un proyecto de comprensión que, para el caso de nuestro abordaje de la significación imaginaria social de la autonomía, y por lo tanto del nacimiento de la democracia y la filosofía, pasa por el análisis de nuestra actividad y nuestra propia transformación.

 

Lo planteado en el párrafo anterior nos lleva a querer entender cómo fue creada la posibilidad misma de la comprensión en la historia y cómo dicha creación está estrechamente ligada con la posibilidad de comprender la propia historia para transformarnos. Esta posibilidad de establecer una relación distinta con la institución propia, una relación no mediada por el mito, que viene dada por la interpretación en los términos expuestos es no solo contraria, sino excluyente de todo origen último del sentido. Esa relación nueva está basada en una ontología de la creación, no unitaria y que concibe el ser como perteneciente al orden de la alteridad, alejado de todo sentido por sí mismo y por lo tanto de toda identidad primera.

 

Desde la perspectiva hermenéutica, pues, finalmente en Gadamer y en Heidegger, la cuestión del «develamiento» es otra fundamental diferencia respecto del acto interpretativo, visto desde el punto de vista del proyecto en el que la apertura da significado al proyecto de la sociedad autónoma. Para estos autores –no obstante la plausibilidad del círculo hermenéutico, la preconcepción del intérprete y la significación del texto–, pareciera haber estado todo ahí desde el principio, pareciera que un sentido, que debíamos y solo podíamos destapar nos hubiera precedido.

 

Después de este necesario rodeo retomo la dirección del propósito hecho explícito de ilustrar los orígenes de la cultura política –y filosófico-política si se quiere–, en cuyo contexto adviene el uso y la reivindicación esencialista de la identidad en nuestra región. En la introducción nos hemos referido al hecho de que la ruptura de la clausura, que está en el origen de la democracia y la filosofía, condiciona el hecho de que la posibilidad de la autonomía esté ligada a la apertura ante la alteridad y que dicha ruptura encuentra, en el discurso identitario, su mayor obstáculo. Castoriadis dice respecto a identidad vs. alteridad.

 

La multiplicidad del ser es un datum primario, irreducible. Ella es dada. Pero es dado también que esta multiplicidad existe de un lado como diferencia, de otro lado como alteridad. En virtud de que la diferencia es una dimensión del ser, hay identidad, persistencia, repetición. En virtud de que la alteridad es una dimensión del ser, hay creación y destrucción de formas  (1990: 345).

 

Ahora bien, la reivindicación de la identidad en boca de teólogos y relativistas encuentra sustento no solo en la cobertura ideológica que permitió y sigue permitiendo el ascenso al poder de algunas capas sociales en los países del llamado tercer mundo,11 de la que hemos hecho mención; también corresponde a un espíritu de la época, para usar la expresión de Hegel, fuertemente marcado por la asimilación heideggeriana, insistimos, de ser y sentido.

 

Sabemos que lo que caracteriza al universo de significaciones imaginarias sociales en el mundo clásico, y más específicamente en la Atenas democrática, la pareja decisiva es la pareja phisis y nomos. La phisis como el devenir perpetuo y el amor y el nomos como la norma. Sabemos también que mientras que la gran mayoría de sociedades, heterónomas o de repetición, identifican la institución propia con la phisis, como algo que siempre ha estado ahí y siempre estará ahí –visto que ha sido puesta por una instancia extrasocial–, la sociedad autónoma reconoce en la institución propia el nomos, es decir, la norma que los hombres, en sentido de anthropos, nos hemos dado.

 

En este orden de cosas la relación con la institución propia es una relación desprovista de la dimensión mítica, en la que lo instituido –en la medida en que ha sido el producto de la creación humana– está expuesto al quehacer instituyente de los hombres y las mujeres concretos. La institución en el universo de la sociedad autónoma en proyecto no solo es perfectible sino que está sujeta al principio de la desaparición del sentido. La facultad de formular que «esta institución que nosotros hemos creado ya no nos conviene» conlleva pues la posibilidad de la desaparición del sentido como condición para la emergencia de sentido nuevo, para la autoalteración. La desaparición del sentido es la alteridad extrema cuya forma social, ahí donde existe, es conciencia de la propia mortalidad.12 Ahí donde esa institución propia no es vivida más como una instancia mítica y sí como una autocreación, radica precisamente la posibilidad del proyecto de autonomía. 

 

En dicha relación se fundamenta, inspirándose en la creación de sentido nuevo y dando la espalda a la repetición de lo dado, la obra institucional por la autonomía que, en un lance por dejar de ser lo que se es para ser otra cosa, se pone ante la alteridad que supone toda creación de sentido nuevo.

 

Antes de ilustrar algunos desarrollos respecto a alteridad e identidad, a continuación reproduzco la cita in extenso sobre el buen vivir y lekil kuxlejal (Paoli 2003: 76) que, a ojos de Antonio Paoli Bolio, en comunicación personal, es la autonomía para los tseltales:13 «la repetición intermitente de la idea de analogía o similitud, o tal vez sea mejor decir de identidad: la naturaleza y los pájaros se ríen como nosotros y nosotros volamos como pájaros. La paz y el lekil kuxlejal presuponen integración armónica con la naturaleza».

 

Identidad igual de aquí para allá y de allá para acá. Ellos son alegres como nuestra risa y nosotros somos ligeros como su vuelo. Así es el lekil kuxlejal.

 

Y con el propósito de dar un punto de contraste reproduzco un extracto de la entrevista a Castoriadis

 

SB: ¿Quisiera hablar de la pulsión de muerte, de agresividad y de sus consecuencias? […]

 

CC: […] Es cierto, yo mismo hablo de creación-destrucción, pero no se puede de ello hacer una pulsión. Pienso que hay una cosa diferente que es el deseo de conservación absoluta del estado de cosas, tal cual es. Es decir, la repetición, pero con una R mayúscula. Ahora bien la repetición con una R mayúscula, ¿qué cosa es? Es la permanencia en la identidad. La permanencia en la identidad es la muerte. Es ahí en donde encontramos la razón por la cual la «pulsión de muerte» puede venir de tan lejos: porque, finalmente, es esa la que mantiene a la mónada psíquica durante todo el largo tiempo que ella perdura (Castoriadis entrevistado por Barbery 1991: 5) (cursivas nuestras).

 

CARÁCTER TRÁGICO DEL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO Y ANÁLISIS DE LA IMPLICACIÓN

Hay dos puntos fundamentales para asumir las divergencias radicales entre las posturas que reivindican la identidad como algo esencial y aquellas que, asumiendo la alteridad y la alteridad propia, trabajan por la autonomía. Esos puntos tienen que ver, como se anuncia en el título de este apartado, con el carácter trágico de la sociedad autónoma en proyecto y con lo que –en consonancia con Freud– los institucionalistas franceses denominan el análisis de la implicación.

 

Hemos mencionado aquí arriba el hecho de que en la gran mayoría de las sociedades, sociedades de repetición, la institución propia es del orden de la phisis, es decir, del orden de aquello que siempre ha estado ahí y que siempre estará ahí. La excepcionalidad de la sociedad autónoma en proyecto, nacida de la ruptura de la clausura que supone el nacimiento de la filosofía y de la democracia, consiste precisamente en que ella concibe la institución propia como del orden del nomos, es decir, de la norma que ha sido puesta ahí por hombres y mujeres concretos. Es esta característica la que confiere un carácter trágico a la sociedad autónoma en proyecto.

 

Dicha concepción de la institución que se encuentra en los propios orígenes, no obstante su excepcionalidad frente al resto de las sociedades históricas conocidas, no representa privilegio alguno. Tampoco la significación imaginaria social de la autonomía, fundante de dicha sociedad democrática, supone universalidad alguna como valor, esto a pesar de nuestros deseos. La condición trágica –derivada precisamente de la relación distinta con la institución propia que esa conlleva, el hecho de concebirla como un nomos y no como una phisis– faculta para hacer frente a aquello que representa la piedra angular de toda sociedad, es decir, la desaparición del sentido. Si la institución que está en nuestros orígenes no es eterna, puede también dejar de existir y nosotros con ella.

 

Dicha condición trágica se va a precipitar, en el campo de la formación –socialización del tipo antropológico– de la sociedad autónoma en proyecto, en la convicción –que se transmite por ejercicio– de que el sentido no es algo dado de una vez y para siempre y que la institución que de ese sentido deriva es una creación de los filósofos ciudadanos. Este contenido, que en versión psicoanalítica presupone que al niño se le deba socializar en el entendido de que el padre no es la fuente exclusiva del sentido, supone que el sujeto y la sociedad como sujetos autónomos viven con la certeza de la propia finitud. Castoriadis se interroga en este orden de cosas del modo siguiente:

 

¿En qué medida y por qué medios los individuos pueden aceptarse como mortales sin compensación imaginaria instituida? […] ¿En qué medida, finalmente y sobre todo, la sociedad puede reconocer verdaderamente, en su institución, su auto-creación; reconocerse como instituyente, auto-instituirse explícitamente y sobrepasar la auto-perpetuación de lo instituido, mostrándose capaz de retomarlo y de transformarlo según sus exigencias y no según la inercia de lo instituido, de reconocer-se como fuente de su propia alteridad? No es que esas cuestiones, que son las cuestiones de la revolución, rebasen las fronteras de lo teorizable, sino que más bien ellas se sitúan sobre otro terreno. Si esto que decimos tiene un sentido cualquiera, ese terreno es el terreno mismo de la creatividad de la historia (1975:

319).

 

Desde esta perspectiva y precisamente por esa condición trágica del régimen de la sociedad autónoma, condición vivida y querida, el ser y la historia en este universo de significaciones imaginarias sociales son igualmente del orden de la creación. La sociedad autónoma, y el tipo antropológico que ella socializa, sabe que ella es estando pero sabe también que ella es por ser, es lo que es y en la medida en que es autónoma quiere también ser otra cosa.

 

Todo lo anterior, vale la pena insistir, conlleva un principio básico que consiste precisamente en el hecho de que la autonomía como valor presupone que no hay un sentido primero que nosotros debamos revelar y que nos preceda y que cualquier acto de interpretación de lo dado supone la creación de nuevo sentido. Ahí donde el ser se liga al sentido, a las instancias extrasociales tradicionales –dios, la costumbre, los antepasados, las leyes de la historia o las leyes del mercado–, han venido a sumarse en los últimos tiempos, promovidas agresivamente por marxistas reciclados y teólogos, la comunidad, la identidad y su síntesis, la comunidad identitaria.

 

Los líderes tradicionales, los sacerdotes y los expertos, de los que hablaremos más adelante, también al interpretar la tradición la recrean; la diferencia respecto de la sociedad autónoma es que en el caso de la sociedad heterónoma, fundada en una metanorma a la que aquellos se refieren, dicha tradición se recrea de manera implícita, «en nombre de dios» o de la «técnica» y por ningún motivo dicha recreación puede ser reivindicada públicamente. Es este precisamente el meollo del asunto respecto de la identidad y respecto de las preguntas iniciales de este escrito: ¿interrogarse sobre «la identidad» de género, de etnia, de clase significa diferir de ella/s?; ¿se puede seguir siendo indio y al mismo tiempo optar por desechar aquellas significaciones imaginarias sociales de ese universo que ya no nos convienen? Si la respuesta es afirmativa, entonces es claro que la noción y la representación de identidad significan un estorbo en el sentido del proyecto de autonomía.

 

Podemos ya formular de modo conciso lo que viene implícito en las líneas anteriores, la reivindicación de la identidad como algo esencial está estrechamente ligado a la sociedad de repetición y representa un obstáculo para la realización del proyecto de autonomía. En la medida en que una supuesta identidad esencial antecede y está fuera del alcance de quien la ostenta, su reivindicación es un recurso heterónomo que niega la alteridad y la propia alteridad. En un contexto de reducción de la filosofía al comentario, que da cuenta precisamente de la tendencia contemporánea a las ideas débiles, la esencialización de la identidad es pues perfectamente funcional para quienes, sin ostentarla, deciden sus límites.

 

Castoriadis se refiere a un aspecto de esta tendencia caracterizada por la relación mítica con la institución propia que subyace a la esencialización de la identidad y que se basa en la creencia, en este caso refiriéndose al autoadoctrinamiento como recurso desesperado de una generación de militantes:

 

DM: Usted ha hablado y escrito mucho sobre el movimiento de 68. Con Edgar Morin y Claude Lefort lo han denominado «la brecha» (la brèche). Los jóvenes de hoy ven ese periodo como una época de oro, que lamentan no haber vivido. Reflexionando de nuevo sobre esa época, nos sorprende la ceguera. Nos impactan los comportamientos revolucionarios, románticos, absolutos, doctrinales, carentes de base y en una ignorancia total respecto a cosas que era posible saber, de lo que realmente estaba ocurriendo en la China de Mao. Pero es preferible creer que saber…

 

CC: En efecto, usted tiene razón desde un cierto punto de vista que es muy importante. Pero no se trata ahí de una cuestión de nivel de conocimiento, me parece. Es la enorme dominación […] No se trata de que los maoístas no sepan, se les había adoctrinado o ellos mismos se habían adoctrinado. ¿Por qué ellos aceptan el adoctrinamiento? ¿Por qué ellos se adoctrinan a sí mismos? Porque tenían necesidad de ser adoctrinados. Ellos tenían necesidad de creer. Eso, eso ha sido la gran herida del movimiento revolucionario desde siempre (2004b: 29-32) (cursivas nuestras).

 

Antes de proceder a dar paso a los apartados de cierre de este artículo –bajo promesa de retomar la temática con la amplitud que merece–, quiero dedicar un par de párrafos a explicar el puente entre lo dicho respecto de la relación distinta con la institución propia que supone el valor de la autonomía y la noción institucionalista de implicación. Lo hago con el fin de introducir una noción a la que me voy a referir en adelante. Si bien toda sociedad se autoinstituye, la sociedad autónoma en proyecto lo hace de manera explícita. Esto quiere decir que el sujeto y la sociedad autónoma misma, al enfrentar el por ser del ser –por lo tanto la alteridad y la propia alteridad–, en un acto que confiere a ambos precisamente su condición trágica, asumen explícitamente la no unidimensionalidad del ser, el tiempo y la historia.

 

Promover la idea de institución como proveniente de una instancia extrasocial, por teólogos, marxistas y «especialistas en política», conlleva necesariamente un nivel de ocultamiento de la facultad de la sociedad de autoalterarse y la invitación a la renuncia de dicha facultad. La postura inversa, en todos los niveles, de lo privado, lo privado público y lo propiamente político, supone la negativa no solo ante cualquier origen extrasocial de la institución, sino sobre todo la negativa de renunciar a la autoalteración que dicho origen supone. Esta postura, que se asume como origen de la propia autoalteración, se cristaliza, en la jerga de esos seguidores sesentayochescos de Castoriadis que son los institucionalistas, en el análisis de la implicación. Esquemáticamente, porque el espacio de este artículo no permite otra cosa, podemos decir: si somos el origen de la propia institución debemos estar en grado de hacer explícito aquello que queremos de ésta y de hacer explícito de qué manera ella nos habita, es decir, podemos también ser el objeto de nuestra reflexividad. La noción de análisis de la implicación, como aquí se entiende pues, por supuesto que da cuenta de la noción de transferencia14, que proviene del bagaje freudiano aun cuando es trabajada por diversos autores, entre quienes destaca G. Deveraux (1980) desde el campo etnopsiquiátrico. La emergencia de la autonomía del sujeto y de la sociedad como sujeto supone, pues, la explicitación de dicha transferencia y, en el campo del socioanálisis, de la explicitación de los términos de la propia implicación. Veamos en la segunda parte a continuación un adelanto en el sentido de la relación con la propia institución –distinta cuando se asume el análisis de la implicación– que conlleva lo que hemos denominado las poblaciones cautivas.

 

SEGUNDA PARTE

 

POSCOLONIALIDAD Y ESENCIALIZACIÓN DE LA IDENTIDAD: LA NOCIÓN DE POBLACIÓN CAUTIVA  

En la primera parte de este artículo hemos reflexionado respecto a la polisemia del término autonomía en el mundo hispanohablante. Esa polisemia la hemos hecho pasar por los contextos institucionales propios de la cultura política en el continente latinoamericano, el marxismo y la teología de la liberación. A raíz del derrumbe de las grandes certezas, que impactó primero al pensamiento marxista clásico y después a sus versiones tercermudistas, revisamos algunas de las posturas de inspiración posmoderna, en particular aquellas que – como para el caso del marxismo y la teología con sus metanormas respectivas– se habían refugiado en la reivindicación de la identidad como algo esencial, su metanorma para cada caso. Finalmente hicimos un esfuerzo de contraste para ver los desarrollos anteriores a la luz del carácter trágico del régimen democrático y de la vinculación de dicho carácter con la posibilidad de la alteridad. Nos interesaba dejar sentados suficientes elementos para entender la relación nueva con la institución propia que supone el proyecto de autonomía y también queríamos dar cuenta del recurso que en este sentido representa el análisis de la implicación. A continuación vamos a abordar algunas de las formas como se precipita dicha implicación y daremos cuenta igualmente de los momentos en que ésta, en ausencia de explicitación, va a alimentar el estado de transferencia perpetua que corre paralelo al discurso y la obra institucional identitarios.

 

Un primer ejemplo de estos procesos lo encontramos en lo que hemos denominado las poblaciones cautivas. La referencia lejana de esta noción proviene de ese modo tan peculiar como los jesuitas se refieren a las poblaciones que asisten como «mis pobres». Las poblaciones cautivas serían una especie de botín de la economía de la compasión en manos de hábiles mercaderes –no necesariamente conscientes– de la culpa. La etnografía es abundante: va de los acarreos de «pobres», generalmente mujeres y niños, para orquestar tomas de tierras que, una vez obtenidos los títulos de propiedad después de años de litigio, van a venderse por los hombres, eso sí, en los mercados locales, como ocurre reiteradamente en México y muy particularmente en Chiapas.15 

 

Un ejemplo más clásico sería el de la relación entre los líderes sindicales «charros», los burócratas sindicales en otros contextos, en México, y sus representados.16 En general, la población cautiva sería todo aquel sector que al entrar, por conveniencia o sin saberlo, en una relación en la que unos ejecutan y otros dirigen, establecerá un estado perpetuo de transferencia en política con sus líderes y/o representantes. A importantes sectores de los denominados pueblos indios se van a sumar, en su calidad de poblaciones cautivas, expresiones provenientes de categorías tales como los migrantes, las mujeres, los homosexuales, los jóvenes etc. En la medida en que esos sectores renuncian a ejercer la autonomía, conformándose con el paliativo de la identidad esencial de etnia, de género o incluso de clase, ingresan a formar parte de esa denominación. Estaríamos ante un elenco de gradaciones de transferencia en el campo de la política, manifiesta en el ocultamiento de la facultad de autoalterarse, es decir, de explicitar su relación con la institución propia. Los dirigentes de esos ejecutantes están, con inquietante frecuencia, ligados a las jerarquías eclesiales y en la versión latinoamericana ligados –aunque no solamente– al mundo académico comprometido,17 en particular proveniente de universidades privadas fundadas por órdenes religiosas consideradas «progresistas».

 

La cultura política que hace usufructo de esta categoría es de proporción desde los sectores denominados humanitarios –cuya actividad es a menudo tomada como el sustituto contemporáneo de la política– interesados por los derechos de las «víctimas» hasta movimientos muy radicales fuertemente jerárquicos. Esta relación, como mencionamos, encuentra un bastión particular –por más paradójico que parezca– en los medios académicos comprometidos, y muy especialmente en aquellos fascinados por el discurso identitario y los enormes beneficios que les reporta para seguir siendo portavoces de esas poblaciones «con identidad» pero «sin voz». Todo este montaje de los límites de la identidad esencial se resquebraja cuando emergen los antropólogos indígenas, y se restablece una vez que estos se cobijan a la sombra del padrinazgo de un antropólogo que no es de origen indio. Extendiendo nuestros interrogantes del principio, en este caso, podríamos preguntarnos si cuando un indio se hace antropólogo deja de ser indio. Y cuando ese antropólogo indio aborda el análisis de lo que, en su caso excepcional frente a la mayoría de los colegas, sí son sus instituciones y no las de los otros, ¿deja de ser antropólogo?

 

El importantísimo aporte de M. Augé (1984: 131) en este campo contribuyó a salvar los callejones sin salida de la «crisis de alteridad» en nombre de la contemporaneidad en su conjunto, como campo de intervención. Lo más interesante es que su propuesta, desde el campo propio de la antropología pero también en sus límites precisamente coincide con la manera como desde este escrito equiparamos el psicoanálisis a una antropología filosófica en Castoriadis. M. Augé lo plantea en los términos siguientes:

 

La paradoja de nuestros días hace que toda ausencia de sentido haga un llamado al sentido, como toda uniformización hace un llamado de la diferencia. Es en ese juego complejo de llamados y respuestas que el antropólogo encuentra hoy sus nuevos objetos de reflexión. No los había olvidado tras su paso dirigiéndose al encuentro de tierras lejanas: él los descubre ante sí el día que se da cuenta de que la tierra es verdaderamente redonda (1984: 7-8).

 

En este orden de cosas uno se pregunta no sin un cierto dejo de ironía: ¿Que harían los antropólogos no indios si los indios se hicieran todos antropólogos? En otro contexto y siempre con la voluntad de ilustrar los niveles transferenciales, o de implicación que la temática conlleva, vale preguntarse qué haría la Iglesia si los pobres tomaran –como de hecho en muchos casos está ocurriendo– en sus manos sus asuntos y dejaran de adorar a dios, dejando así de renunciar a su autonomía.

 

Hemos ilustrado la carrera de las ratas del marxismo cuando «la clase obrera» no hacía más lo previsto por la teoría. El tercermundismo había brindado la tablita de salvamento que había evitado –¿lo sigue haciendo?– el total hundimiento del trasatlántico: el campesinado del tercer mundo había sustituido, en la imaginería de una generación, al obrero aburguesado en su condición de sujeto revolucionario al que –siempre, por supuesto–, la conciencia en tanto tal le viene de fuera. En nuestro continente a esa «afortunada» fórmula y gracias a la emergencia del relativismo del «todo se puede», se vendría a unir el discurso identitario.

 

Ante este panorama los casos que conllevan la relación con las poblaciones cautivas y que son particularmente devastadores respecto a las posibilidades del proyecto de autonomía, son aquellos que se refieren a los citados medios académicos comprometidos y a la cultura de los expertos. Me ocupo brevemente.

 

Menciono arriba las condiciones en que la caída estrepitosa de las certezas ligadas a la tradición marxista había generado, en amplios sectores, una desbandada en búsqueda del sujeto revolucionario por leyes de la historia, extinto en las filas de la clase obrera. Ese movimiento se iría a cristalizar en una serie de versiones en el mundo académico en el que la llamada frech theory había dado origen a los estudios culturales –ese carnaval académico, como lo llama Castoriadis– y de género, sobre todo en universidades norteamericanas, y que iría a desembocar en los estudios poscoloniales.

 

Se presentaba ese reflejo condicionado por la culpa de los occidentales que se había traducido en el arrepentimiento de los «de»: deconstrucción, decrecimiento, decolonización. Diversos sectores cercanos a la academia, en la Francia del post-68, por ejemplo, habían recurrido a esos malabares en algunos casos reciclando su vetusto maoísmo18 gracias a los devaneos heideggerianos. Pero veamos de modo sucinto algunas de las posturas que en ese universo se han venido reivindicando en los últimos tiempos.

 

Para el caso de los estudios culturales en el origen de esa corriente se había tratado de contrarrestar la paradoja, precisamente, de los efectos del conocimiento producido en las metrópolis sobre los países colonizados, celebrando las identidades culturales y reclamándolas a los colonizadores. Esa intención se había acompañado por revueltas anticoloniales no pocas veces inspiradas de la cultura política del tercermundismo y gracias a la puesta en operación del dispositivo de poblaciones cautivas referido. Se planteaba pues el dilema de construir una identidad nacional gracias a lo que sería denominado las prácticas discursivas antihegemónicas.

 

Dichas prácticas debían arremeter y desechar los saberes utilizados para legitimar el dominio por parte de las antiguas potencias coloniales. La french theory iba a servir de telón de fondo de este esfuerzo, en particular en los años noventa, en torno al posmodernismo, la deconstrucción y los ya citados estudios culturales. Un desarrollo importante bajo este paraguas19 lo iba a registrar la teoría feminista en interlocución con las posturas de olvido del ser y de crítica del «falocentrismo racional» por parte de la metafísica occidental (citamos más arriba en particular las formulaciones de inspiración heideggeriana). Una institución académica latinoamericanista «poscolonial» se iba a cristalizar en el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, cuyo esfuerzo por «deconstruir» el paradigma moderno-eurocéntrico de conocimiento se tradujo en una exacerbación de la diversidad cultural y la identidad justamente.

 

El caso de W. Mignolo es particularmente prolífico en el sentido señalado, muy ilustrativo en cuanto a la producción de categorías de análisis como «diferencia colonial», relacionada, en palabras de su presentador en la fuente citada, Antonio Lastra, con «Las voces subalternas que emergen en ese territorio del pensamiento fronterizo contrarrestan, según el profesor Mignolo, la tendencia occidental o imperial a dominar y limitar el conocimiento» (2008: 295).

 

Respondiendo a su entrevistador respecto al lector tipo, tocado por la «herida colonial», de su obra La idea de América Latina, Mignolo comenta (2008: 290): «Es interesante que los lectores que encuentran ecos en el libro, en Europa, son de Europa Central y no de Europa Occidental. Y, por cierto, lectores que provienen de países antiguamente colonizados y que llevan las huellas y la herida colonial».

 

Y en esa misma fuente, recurriendo al silogismo del sujeto que profesa «yo estoy/soy bien, tú no eres yo, por lo tanto tú no estás/eres bien, tus dioses no son verdaderos…» y pasando por alto sorprendentemente la falacia que en dicho silogismo supone el hecho de que quien lo pronuncia lo hace desde su particularidad excluyente (Castoriadis 1990: 42) e ignorando la historia y la cuasi universalidad de la compulsión de repetición contenida en los fanatismos religiosos, los nacionalismos, la xenofobia, la misoginia y en general los discursos identitarios (Miranda 2006) propios de las sociedades heterónomas, el autor nos revela lo que entiende por «pensamiento decolonial»:

 

El argumento sería más o menos así: si yo pienso, y por lo tanto existo, tú que eres indio, negro, mujer, árabe, musulmán, budista, japonés, etc., no piensas y por lo tanto no eres. La fórmula teológica y egológico-civilizatoria funcionó, puesto que mucha gente del planeta llegó a creer en su inferioridad ontológica y epistémica. Hoy, en cambio, hay cada vez más gente que no se traga la píldora. De ese sentir, surge un pensar-otro, una subjetividad otra, surge el pensamiento decolonial (Mignolo 2008: 295).

 

Todo ello para desembocar en una denominada «desobediencia epistémica» que «nada» tendría que ver con la interrogación ilimitada inaugurada a la hora del nacimiento de la democracia y de la filosofía en la Atenas democrática y que debía funcionar como dispositivo de abordaje ante la alteridad (pos)colonial.

 

Una crítica a las posturas de Mignolo se perfila en líneas anteriores. Como se puede ver, en la entrevista de referencia, no es este el primer espacio en el que sus posiciones son acusadas de esencialismo, por no decir angelismo; no obstante, quisiéramos ir más allá. Precisamente en una versión mucho más sofisticada, respecto a aquella que se presenta con los líderes indígenas que avasallan a sus representados en una estructura jerárquica haciendo de ellos poblaciones cautivas, precisamente, Mignolo sería el ejemplo por excelencia de esa relación transferencial con la institución propia, pero en este caso referido a la academia. Nuestra crítica no solo iría en el sentido de su obra escrita, sino también respecto a su obra institucional y particularmente en lo tocante a la ausencia en dicha obra de cualquier nivel de explicitación de la transferencia que ese autor experimenta respecto de su «objeto de estudio».

 

La situación descrita ha sido abordada por S. Zizek (2004), quien se refiere a los estudios culturales, el poscolonialismo, el multiculturalismo y el interculturalismo como las formas posmodernas del racismo, en los términos siguientes respecto del multiculturalismo:

 

La oposición entre el fundamentalismo y las políticas identitarias pluralistas posmodernas es definitivamente un simulacro […]: un defensor del muliculturalismo puede de igual manera encontrar atractiva incluso la identidad étnica más «fundamentalista», con la sola condición de que ella sea la identidad del supuesto Otro auténtico (digamos, en Estados Unidos, la identidad tribal americana originaria); un grupo fundamentalista puede fácilmente adoptar, en su funcionamiento social, las estrategias posmodernas de la política identitaria, presentándose como una de las minorías amenazadas luchando simplemente por conservar su modo de vida específico y su identidad cultural. La línea de frontera entre la política identitaria del multiculturalismo y el fundamentalismo es puramente formal; ella no depende a menudo más que de la perspectiva diferente a partir de la cual el observador valora un movimiento destinado a mantener la identidad de grupo (2004: 64).

 

Vemos en la cita anterior un punto que vamos a proyectar hacia la conclusión de este escrito, que es la cuestión de los límites, la línea de frontera. Nos habíamos preguntado quién pone los límites del ser indio, mujer, homosexual o heterosexual; ¿quién decide qué es pensamiento poscolonial y qué no lo es? Y, sobre todo, ¿para qué? Aunque es un tema que rebasa los límites de este escrito, es importante reflexionar en torno a la constante que establece Castoriadis según la cual la gran mayoría de las sociedades se van a autoconstituir en la negación de lo Otro. ¿Es capaz el pensamiento poscolonial –más allá de lo existente y teniendo en la mira lo posible– de autoconstituirse sin que para hacerlo tenga que negar al otro como otro?, y en todo caso –y si concedemos pertinencia al discurso poscolonial–, ¿depende la autoconstitución del pensamiento poscolonial de negar el Occidente moderno, su metafísica y su «epistemología»?

 

Para cerrar este apartado solo una precisión suplementaria de carácter histórico sobre el «Occidente demoniaco» y el colonialismo en el hoy llamado mundo árabe, cuyos efectos, en nuestro contexto inmediato y más en general en la historia moderna de Europa occidental, sobre todo en términos psicológicos, son de proporción. En entrevista con P. Ysmal, Castoriadis afirma:

 

PY: El colonialismo fue el pecado mayor de Occidente. De todas maneras, en la relación de la vitalidad y la pluralidad de culturas, no veo en su desaparición más que un gran salto hacia adelante, afirma Claude Lévi-Strauss en De près et de loin. ¿Cuál es su apreciación?

 

CC: La proposición es históricamente falsa. Los griegos, los romanos, los árabes, todos emprendieron y lograron operaciones inmensas de colonización. Más que eso, ellos asimilaron o convirtieron –con su acuerdo o forzadamente– a los pueblos conquistados. Los árabes se presentan ahora como las víctimas eternas del Occidente. Es una mitología grotesca. Los árabes han sido, después de Mahoma, una nación conquistadora, que se expandió en Asia, en África y en Europa (España, Sicilia, Creta) arabizando las poblaciones conquistadas. ¿Cuántos «árabes» había en Egipto a principio del siglo VII? La expansión actual de los árabes (y del islamismo) es el producto de la conquista y de la conversión, más o menos forzosa, al islamismo de poblaciones sometidas. Después esas estuvieron a su vez dominadas por los turcos durante más de cuatro siglos. La semicolonización occidental (en el continente africano) no duró, en el peor de los casos (Argelia), más de 130 años, en los otros mucho menos. Aquellos que introdujeron por vez primera la trata de negros en África, tres siglos antes que los europeos, fueron los árabes. Eso no disminuye el peso de los crímenes coloniales de los occidentales. Pero es importante evitar el escamoteo de una diferencia esencial. Desde muy temprano, a partir de Montagne, comenzó en occidente una crítica interna del colonialismo, que desembocó, ya en el siglo XIX, en la abolición de la esclavitud (la que, por cierto, sigue existiendo en ciertos países musulmanes) y en el siglo XX con el rechazo, de las poblaciones europeas y americanas (Vietnam), de ir a la guerra para conservar las colonias. Nunca he visto a un árabe o a un musulmán (o a un descendiente de los toltecas, RM) hacer su «autocrítica», la crítica de su cultura a ese respecto. Todo lo contrario: vea usted el Sudán actual o la Mauritania (Castoriadis 2005:

224) (cursivas nuestras).

 

EL EXPERTO Y SU EXTRAÑEZA RESPECTO AL MUNDO DE LA DOXA, LA OPINIÓN  

Habíamos hecho un balance de la debacle que había producido la caída estrepitosa de las certezas ligadas al marxismo. Ese balance nos había llevado a la cultura política del tercermundismo –conjunción idílica entre teología y marxismo para América Latina– , en importante medida vinculada en sus orígenes con el mesianismo de Fanon.

 

La especificidad de Fanon, que es lo que Sartre subrayaba en su prefacio a Los condenados de la tierra, no es, claramente, la lucha antiimperialista sino el mesianismo tercermundista y la cancelación virtual de la problemática política y social, tanto allá como aquí. (Castoriadis 1979a: 235) (traducción propia).

 

M. Onfray (2012: 436) comenta respecto a la invitación por Sartre a la guerra civil en Argelia, un mesianismo frente a las poblaciones cautivas de ese país, ejercido desde la comodidad de su despacho parisino:

 

Saint-Germain-des-Prés como cuartel general de operaciones militares a partir del cual se decide enviar a los otros a la carnicería para defender su ideología, para conducir, desde la comodidad burguesa de las reuniones de cenáculos, más bien para construir su imagen, alimentar su leyenda, he ahí aquello a lo que Camus, el argelino, no se prestará jamás.

 

Acompañando el proceso descrito, como hemos mencionado en medio de una crisis profunda de sentido, de odio de sí y de culpa por parte de los occidentales, habían emergido, en los países de la periferia, una serie de capas sociales ascendentes que, apropiándose del discurso tercermundista, lograron hacerse de posiciones importantes en la escala social. Los «intelectuales y académicos decoloniales», portavoces de las «humanidades decoloniales», estarían claramente en esta categoría, elaborando toda una teoría que –apenas más sofisticada que la consigna jesuita evocada arriba– iba a anteponer la identidad a cualquier otro aspecto de la condición de los habitantes del denominado Tercer Mundo. Brukner (1983: 139) expresa al respecto: «Víctima o combatiente, presa de una lógica del martirio, el hombre del Tercer Mundo no tiene derecho de existir más que en la revuelta o en el sufrimiento».

 

De dichos sectores iba a emerger el experto en cuestiones políticas –ese consejero del príncipe en la tradición filosófico-política clásica–, que se transfiguraba en antihéroe detractor poscolonial de los poderes establecidos, en nombre de la identidad de los desheredados y haciendo honor a esa forma velada de dominio que es la filantropía. La esencialización de la identidad en boca de los expertos, que son quienes establecen los límites de la identidad ostentada por las poblaciones cautivas, venía a ocupar el lugar de las antiguas metanormas desmentidas. La voluntad divina y las leyes de la historia en desuso dejaban su lugar a la identidad esencial y con ello clausuraban, en la pura repetición, la posibilidad de la autonomía.

 

El estado de transferencia que lleva a los autodenominados académicos decoloniales a «fundirse» con su «objeto» y la ausencia de explicitación de aquella no podían más que conducirlos a encontrar en la identidad esencial el sustituto de las viejas «historicidades» de la clase.20 La pretensión de «caminar al lado» de los movimientos autonómicos sería el paso siguiente, en una carrera en la que la puesta en juego de métodos heterónomos había cancelado desde el principio la posibilidad del ejercicio de la autonomía. Lo que sucede es predecible en la medida en que la identidad, en última instancia, corresponde a una esencia que se nos escapa. Quien pone los límites de dicha identidad no es quien la ostenta. M. Onfray dice a propósito de la manera como A. Camus enfrenta la cuestión para el caso argelino:

 

Camus no piensa según los términos del imperialismo que opone colonizadores blancos a colonizados indígenas, sino según las categorías del socialismo libertario. En consecuencia él no opone el cristiano, el judío y el musulmán, el blanco y en negro, el árabe y el europeo, sino aquel que tiene poder y aquel que no lo tiene, tomando partido siempre del lado de aquellos que padecen su ejercicio (Onfray 2012: 446).

 

Los términos del imperialismo evocados en la cita anterior serían equivalentes a aquella pretensión de poner los límites de los otros, añeja tradición inaugurada por la teología racional platónica y su ontología unitaria, que nos lleva directo al filósofo profeta y a su «sentido del ser». Una deriva que, en la medida en que contiene dos contradicciones en los términos –filósofo profeta y sentido del ser–, ambas antifrases, va a arrojar en la escena al profeta de la identidad a secas.

 

La crisis prolongada de la cultura occidental se ha manifestado, en los últimos decenios, en las retóricas deconstruccionistas y posmodernistas –agregaría decoloniales– mencionadas. Son estas manifestaciones de la incapacidad creciente de poner en entredicho las instituciones existentes y las propias, antes que nada. Erigir la identidad como algo esencial y convertirlo en una pretendida episteme conduce inevitablemente, aun cuando sea de manera tácita, a la existencia de un profeta por cuya boca habla dios o el ser, poco importa, los ejemplos en el universo de AL son abundantes.

 

Esos profetas de hoy, especialistas, consultores de todo tipo y representantes, responden una vez más a ese reflejo del ser humano de buscar lo familiar, de buscar la creencia. Este reflejo simultáneamente es, cada vez, alterado de modo implícito por la irrupción del imaginario radical en su forma mundana, que es el poder instituyente, en boca de un colectivo anónimo. Es esta alteración –antónima de la identificación– la que viene a refrendarnos, cada vez, que hay por lo menos un tipo de ser capaz de alterar su modo de ser. Castoriadis lo va a decir del modo siguiente:

 

Todo ser para sí existe, y no puede existir más que en una clausura. También es así para la sociedad y el individuo. La democracia es el proyecto de ruptura de la clausura a nivel colectivo, la filosofía, que ha creado a la subjetividad que reflexiona, es el proyecto de romper la clausura a nivel del pensamiento (1990: 291).

 

La ruptura de la clausura a la que se refiere Castoriadis representa el germen de la sociedad autónoma en proyecto. Esta a lo largo de su historia y en particular a partir de los cimientos puestos por la ontología unitaria platónica habría sentado las bases de la dominación, por parte de la determinidad, de la filosofía heredada. Es a partir de aquí que, dando la espalda al ágora, el lugar de los doxai –aquellos que expresan una opinión–, emerge la idea de episteme, de fundamento, de ciencia. La comunidad política, es decir, la comunidad de los doxai, vendría a ser sustituida por los filósofos que aspiran a dictarle sus leyes desde afuera en nombre de una episteme justamente. Esta torsión platónica y estoico-cristiana se continúa en la tradición filosófica heredada hasta Heidegger y su declarado fin de la filosofía, como un secular deseo por asimilar de nuevo ser y sentido, origen del mundo y origen de la institución, principios sobre los que descansa toda sociedad heterónoma o de repetición. En contraste opuesto, Castoriadis afirma:

 

La aparición de la reflexión no puede, por lo tanto, tener lugar más que con un cataclismo y una reconducción fundamental de todo el campo social-histórico, en la medida en que ella implica la emergencia, simultánea y recíproca, condicionante de una sociedad en la que no existe más la verdad sagrada (revelada) y [la emergencia] de individuos para los cuales se ha hecho psíquicamente posible tanto cuestionarse el fundamento del orden social (y eventualmente reaprobarlo) como [cuestionarse] aquel [orden] respecto a su propio pensamiento, es decir, respecto a su propia identidad. Aquí se aclara que la reflexión presupone y materializa la ruptura del pensamiento con la funcionalidad (1997: 276) (traducción propia).21

 

Poner los límites del ser que el otro ostenta –indio, mujer, homosexual– y hacerlo en nombre de una episteme –sea esta poscolonial o positivista– supone, otra vez, asimilar el ser al sentido. La autonomía como autolimitación no solo parte del principio de que somos libres porque nos gobernamos por las leyes que nosotros hemos formulado, también preconiza el hecho de que, para trabajar por ella, hay que ser autónomo. Es esta fórmula la que conlleva la relación nueva que, al concebir la alteridad en la relación entre instituyente e instituido, inconsciente y consciente, abre la posibilidad de autoconstituirse sin que para hacerlo haya que negar al otro real, imaginario o emergente. Estamos ante un ejercicio de la autonomía como autolimitación que pasa necesariamente por la explicitación de la transferencia institucional. Es esa nueva relación con la institución propia el sustento del proyecto de autonomía, esa misma la relación que hemos estado ejerciendo a lo largo de estas páginas.

FUENTES DE CONSULTA

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Notas

 1    Cátedra Interinstitucional Cornelius Castoriadis http://vimeo.com/channels/formacionenalteridad, coordinador general; Cornelius Castoriadis/Agora International http://www.agorainternational.org/index. html, Miembro del Colectivo de Bibliógrafos.

2    Entendemos por institución, en consonancia con Castoriadis (1986a: 115 y sigs.), a reserva de ampliar esta noción, un magma de significaciones imaginarias sociales y la diferenciamos de los establecimientos. El consejo de ancianos es un «establecimiento»; los usos y costumbres son una institución.

3    De otras definiciones respecto a la capacidad de las máquinas de funcionar sin recarga no entramos en detalle.

4    La clase obrera en Cataluña, como sabemos, tenía un fuerte ascendente libertario.

5    Recuérdese el lamentable –por lindante con lo mesiánico– apoyo de Sartre a la retórica del «hombre nuevo» de Fanon y de su inevitable desenlace en el elenco de dictaduras de izquierda, también en América Latina, que, habiendo asimilado las relaciones de producción a las formas de propiedad, vaticinan que las nacionalizaciones «son el socialismo», esquivando así, arteramente, el verdadero problema en esas sociedades que es la división entre dirigentes –caciques y caudillos «de izquierda»– y ejecutantes. No podemos ocuparnos más en este espacio. Para dejar un registro inequívoco baste con citar la tristemente famosa frase de Sartre en la introducción de Los condenados de la tierra de Franz Fanon: «Hay que matar: abatir a un Europeo –Marx o, guardando la proporción, él mismo, por ejemplo– es matar dos pájaros de un tiro, se suprime al mismo tiempo a un opresor y a un oprimido, lo que resulta es un hombre muerto y un hombre libre; el sobreviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies» (citado por M. Onfray 2012: 437) (traducción y cursivas nuestras).

6    En notas de seminario intitulado Lo social histórico y lo imaginario social. C. Castoriadis. École des Hauts Études en Sciences Sociales (EHESS). París Francia 1982.

7    Véase el caso del monasterio de Santa María de la Resurrección trabajado por F. González en Crisis de fe (2011).

8    Una línea de investigación en el marco del Taller de Investigación e Intervención Institucional de la UAM-X está desarrollando este vínculo entre marxismo y teología en el origen de la izquierda oficial mexicana.

9    Me ocupo en Miranda (2008).

10  Véase, por ejemplo, Paulo Freire en Brasil, pedagogo, teólogo de la liberación, refugiado en el Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra, Suiza, relacionado por algunos autores con el «marxismo humanista».

11  «en vías de desarrollo», «emergentes», «poscoloniales» la terminología progresa…

12  Según Castoriadis no hay otra lengua en el mundo en la que haya más coincidencia entre «la persona» y «el mortal» que en griego (Notas de seminario).

13  Asumo aquí la generalidad que Paoli Bolio, con su amplísimo trabajo sobre ese pueblo, concede a sus afirmaciones. Paralelamente concedo que esta «filosofía» no represente a «todos los tseltales», estoy pensando en particular en aquellos que, desplazados internamente, poblaron Las Cañadas y eventualmente «participan del proyecto de autonomía zapatista», para usar la terminología de quien generosamente dictaminara este artículo. El beneficio de la duda que concedo a Paoli Bolio en este caso se inspira de esa respuesta que daba Churchill cuando se le preguntaba qué pensaba de los alemanes, y respondía, con el genio ocurrente que lo caracterizaba, «no los conozco a todos».

14  En el origen se entiende por transferencia los procesos por los cuales el analizando transfiere en la figura del analista a la figura parental, reviviendo así sus odios y sus amores infantiles. Extendiendo el alcance de la noción para este escrito el estado de repetición u heterónomo es un estado de transferencia respecto a la institución propia.

15  Como el caso muy tristemente célebre de las poblaciones cautivas que se alinean con Domingo Ángel, líder carismático indígena en los orígenes de los barrios periféricos de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, La hormiga, concretamente, ocupados por evangélicos expulsados de Chamula. Domingo Ángel a lo largo de su trayectoria se ha convertido prácticamente a todas las religiones –la musulmana incluida– y su «poder de convocatoria» sigue siendo inmenso.

16  Véase, por ejemplo, la reciente detención, por el flamante presidente de México, de la Maestra Elba Ester Gordillo, líder vitalicia del magisterio, bajo cargos de enriquecimiento ilícito, entre otros, en un país catalogado por la OCDE como ocupante de los últimos lugares a nivel mundial de su sistema de educación pública.

17  Como nuestra etnográfica nos ha mostrado a menudo los académicos comprometidos que establecen este tipo de relación no tienen, o tienen una muy escasa relación con sectores fuera de los recintos de educación, lo que no les impide ejercer sus feudos respecto de las poblaciones cautivas que representan «sus» estudiantes. Este fenómeno se ha exacerbado a raíz de la puesta en práctica, en México, de políticas de excelencia por competencia, una especie de taylorismo académico. No puedo desarrollar más por los estrechos márgenes de este escrito.

18  Véase en fuentes bibliográficas el grupo MAUSS, Mouvement anti-Utilitariste Dans les Sciences Sociales, por ejemplo.

19  Salvo algunas excepciones, como es el caso de Laurie Naranch (2002), véanse fuentes bibliográficas. 20 Ante el argumento de la dimensión imaginaria de la sociedad A. Bartra diría, en reunión en la UAM-X: «la clase es histórica»

21 Por otro lado, está claro que para Castoriadis el fin del análisis (fin en los dos sentidos) es precisamente trascender la repetición (1997: 281) y con ello la consecuencia, trágica si se quiere, en el sentido de que todo pensamiento que logra su propósito establece una nueva clausura.