Los márgenes del orden colonial: la geografía serragordana a través de las anotaciones de autoridades civiles, religiosas y militares (1780-1819).

The Margins of Colonial Order: the Serragordana Geography from the Annotations of Civilian, Religious and Military Authority (1780-1819).

Ulises Ramírez Casas
Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Recepción: 01/08/2019 Aprobación: 04/12/2019 Publicado: 18/03/2020

 

RESUMEN:En este artículo se estudian los discursos de las autoridades civiles, religiosas y militares que realizaron descripciones sobre la geografía de la Sierra Gorda y sus habitantes entre 1780 y 1819. Por un lado se analiza, a través del discurso, el proceso mediante el cual se conformó la imagen uniforme de la Sierra Gorda: agreste, infértil e inaccesible, a la que paulatinamente se fue asociando con las formas de vida y el temperamento de la gente que habitaba las montañas. Por el otro, se expone una aproximación analítica a la relación entre los discursos de las autoridades novohispanas y las campañas de ordenamiento y control territorial. Finalmente, se muestra cómo a través de dichas campañas, los márgenes de la Sierra Gorda fueron cambiando durante las primeras dos décadas del siglo xix.

PALABRAS CLAVE: Sierra Gorda, territorio fronterizo, control territorial, reordenamiento poblacional, guerra.

ABSTRACT: In this manuscript the discourse of civilian, religious and military authorities who made descriptions about the geography of Sierra Gorda and its inhabitants, between 1780 and 1819, are studied. On one hand an analysis is made, through discourse, of the process by which the uniform image of Sierra Gorda was formed. That is one of a wild, infertile and inaccessible land which was gradually associated with the ways of life and the temperament of the inhabitants of the mountains. On the other hand, we expose an analytical approach of the relationship between the discourses of New Spain’s authorities and the campaigns for territory planning and control. Finally, it is shown that through these campaigns, the margins of Sierra Gorda were transformed during the first two decades of the xix century.

KEY WORDS: Sierra Gorda, frontier territory, territorial control, population re-ordering, war.

 

Introducción

 

La Sierra Gorda es un conjunto montañoso perteneciente a la Sierra Madre Oriental. La cordillera serragordana actualmente se ubica entre los límites de los estados de Guanajuato, Querétaro, Hidalgo y San Luis Potosí (figura 1). Al norte está limitada por las llanuras potosinas de Rioverde y la Huasteca potosina, al sur por las llanuras semidesérticas queretanas, al oriente por la Huasteca hidalguense y al occidente limitada por las llanuras de Guanajuato (Nieto, 2010:17).

 

Fuente: Elaboración propia.

Figura 1: Ubicación geográfica de la Sierra Gorda.

 

Durante el periodo que nos concierne (1780-1819) formó parte de las subdelegaciones de Rioverde y Santa María del Río, en la intendencia de San Luis Potosí; a la Villa de Cadereyta, Zimapán y Metztitlán, en la de México y a la de San Luis de la Paz, perteneciente a la de Guanajuato, así como a ciertos pueblos del Corregimiento de Querétaro (Galaviz, 1971:3). Respecto al ámbito religioso, sus curatos formaban parte del arzobispado de México, Michoacán y Linares (De la Torre, 1970:10). Militarmente, se hallaba bajo el resguardo del Cuerpo de Milicias Provinciales de Frontera de Sierra Gorda —reformado en noviembre de 1792—, cuya fuerza estaba compuesta por 200 hombres efectivos (Mendoza, 2010:55,71; Rangel, 2008:207-221).

En las fuentes y los registros del siglo xviii, la Sierra Gorda figura como un «manchón de gentilidad» (Labra, 1984:80-87) y para la primera mitad del siglo xix como la «guarida más terrible», ubicada «en medio del crucero principal de los caminos más necesarios del interior» (El Monitor Republicano, 1850) A pesar de los análisis de fuentes que sugerían una estrecha relación entre el discurso de los pacificadores y sus intenciones para ampliar y hacer prevalecer sus dominios en diversas áreas de la sierra (Lara, 2009:41-43), ha prevalecido una perspectiva, hasta cierto punto romántica, de la frontera serragordana en la historiografía del siglo xx y xxi. Bajo este matiz, la sierra ha sido percibida como «enclave de independencia indígena» que permaneció ligado, pero no controlado por las cercanas urbes coloniales (Tutino, 2011:96-97; Ramírez, 2012:6), asociado con un refugio de población originaria que huía de los enclaves españoles (Houdart, 1978:10), que no había sido evangelizada en su totalidad (González, 1976:86) o bien, como el resguardo de «inconformes y perseguidos políticos» (Vázquez, 1993:50). Aunado a esto, dichas interpretaciones han sugerido que la sierra permaneció en la periferia (Tutino, 1990:216), sin interés político por parte de los gobiernos (coloniales y republicanos) y con una débil presencia institucional (Ramírez, 2012:5).

No obstante, sospecho algunos problemas analíticos en dicha perspectiva. Por una parte, da la impresión de un espacio que permaneció inamovible durante más de un siglo, obviando la ejecución de constantes campañas de pacificación, ordenamiento territorial y social, lo que traería consigo una recurrente expansión y contracción del dominio real del espacio. La metáfora utilizada por Gerardo Lara (2009:43) para referir la noción de región fronteriza de dicho espacio puede ser muy bien utilizada en este momento, para sugerir su similitud con «un ser vivo que palpita» y que «se mueve al ritmo», no de sus habitantes como sugiere el autor, sino de sus pacificadores y colonizadores, como veremos más delante. Por otra, en esta interpretación los habitantes aparecen aislados, resguardados por una serranía que permitía mantener casi intactas su autonomía y una serie de prácticas culturales y religiosas, pertenecientes a grupos chichimecos irreducibles. Sin embargo, ya para finalizar el siglo xviii los habitantes de esas sierras habían experimentado fuertes procesos de aculturación religiosa y política, no solamente por la presencia de una amplia red de misiones y parroquias esparcidas por la sierra, también por las vinculaciones con poblaciones otomíes, mestizas y mulatas.

A partir de este contexto historiográfico, en este artículo se plantea que la noción del espacio agreste e indómito habitado por salvajes forma parte de una discursividad enarbolada por una serie de autoridades militares, civiles y eclesiásticas que reinventaron la imagen de la frontera serragordana, al finalizar el siglo xviii y principios del xix, con el objetivo de mantener puestos e ingresos en una época de reformas que amenazaban, si no su existencia, sus áreas de influencia. El análisis de fuentes primarias producidas durante los años 1780 y 1819 permite observar que fueron producidas con intenciones muy específicas, que van más allá de la simple descripción del espacio y las costumbres de los habitantes. Es decir, que quienes las elaboraron buscaban construir una imagen de la Sierra Gorda favorable a los intereses personales, familiares y corporativos. A dicha representación obedecerían las campañas de ordenamiento y control territorial emprendidas por las autoridades religiosas, civiles y militares, las cuales se adecuarían a los objetivos de la guerra civil que estalló con el alzamiento del cura Hidalgo en 1810. Simultáneamente, los alcances y retrocesos de dichas campañas definirían constantemente los márgenes de la intervención de dichas autoridades.

A lo largo del texto, el lector encontrará algunos conceptos utilizados recurrentemente, cuyo uso y significado es importante aclarar en este momento. El primero de ellos es el referente al margen, el cual debe entenderse como el límite, en este caso fisiográfico, asociado con la serranía, que implicó la identificación de una diferencia cultural, religiosa y política (Boccara, 2005:33) entre los que vivían en el accidentado paisaje y los que habitaban de acuerdo con los patrones de poblamiento hispano, pero también, una vez iniciada la guerra civil de la década de 1810, entre quienes se sospechaba eran infidentes y quienes mantenían su fidelidad al rey. En ambas situaciones, como veremos a lo largo de este artículo, los accidentes geográficos marcaron los límites, es decir, los márgenes del orden colonial y el dominio que lograban las autoridades sobre el territorio, y a partir de los cuales se definieron «categorías genéricas» que permitirían denotar relaciones sobre dicho espacio y con sus habitantes (Boccara, 2005:33). Por su parte, se entiende la frontera como una construcción (Boccara, 2005:32) discursiva, jurídica y militar que establecía las nociones entre espacios heterogéneos (Boccara, 2005:32): el primero de ellos indómito y salvaje, y el segundo dotado de orden y policía cristiana. Esta compleja construcción tendría elementos dinámicos que permitirían una constante reinvención, como veremos en este trabajo. Las relaciones establecidas en esos espacios construidos a partir del imaginario colonial serían de carácter asimétrico y propensos a los conflictos (Pinto, 1988:21,97).

También haré mención recurrente del término discurso, entendido como una forma de uso de lenguaje y de interacción social. En otras palabras, el discurso lo utilizo como una referencia al conjunto de elementos de carácter verbal, interacciones sociales, escritura, representaciones cognitivas y formas de comprensión (Van Dijk, 1989:164). Ahora bien, para analizar la producción escrita durante las últimas décadas del siglo xviii y principios del xix recurrí a la propuesta de análisis crítico del discurso de Van Dijk (1999), quien sugiere «explicar el uso del lenguaje y del discurso también en los términos más extensos de estructuras, procesos y constreñimientos sociales, políticos, culturales e históricos» (Van Dijk, 1999:24). De esta manera, las fuentes mencionadas en la presente investigación fueron tratadas a partir del marco interpretativo sugerido por dicho autor, con el objetivo de vincular la producción verbal con la sociedad dieciochesca y decimonónica. Es decir, se tomó en cuenta a los productores de las fuentes como miembros de grupos sociales; fueron analizados en un «contexto y la estructura social» tratando de entender la producción escrita y las representaciones sociales en un marco social amplio (Van Dijk, 1999:26); a esto se sumó el análisis de las representaciones individuales, así como las que eran compartidas colectiva y socialmente. Finalmente, el concepto de construcción discursiva hace plena referencia a la puesta en práctica de los elementos constitutivos del discurso que permitieron reinventar un espacio y sus habitantes de forma particular.

 

La construcción discursiva de las fronteras

Desde el siglo xvi, cuando comenzaron las expediciones hacia el norte de la Nueva España, el vasto territorio descrito más allá de la geografía contigua a los principales centros de población del virreinato adquirió una forma muy peculiar de ser nombrado (Giudicelli, 2012; Sheridan, 2015). Como ha señalado Christophe Giudicelli (2012), se usaron expresiones ya conocidas en la lengua y la historia castellana —sobre todo la referente a la reconquista—, por ejemplo: «tierra de guerra», «frontera de guerra», «tierra adentro» u otras formas locales de nombrar los sucesos que ocurrían con relación a la expansión de los colonizadores y entre las cuales encontramos «tierra chichimeca» o «frontera chichimeca». De esta forma, dichos territorios ubicados en las periferias de los centros urbanos coloniales fueron denominados «fronteras» o «tierra adentro» y sus habitantes, objeto de una conceptualización coherente y homogénea que permitiera la instalación de «estructuras de dominación» y «dispositivos concretos de colonización». En el discurso de las autoridades, las cualidades de los habitantes de aquellos espacios hostiles y amenazantes se definían por «contaminación metonímica» (Giudicelli, 2012; Sheridan, 2015:32-33). Es decir que, en el imaginario de autoridades, religiosos y vecinos principales, las zonas agrestes conformadas por montañas, desiertos, barrancos y extensos bosques modelaban el temperamento, las cualidades e inteligencia de los pobladores.

En este escenario, los habitantes de estas tierras indómitas —pertenecientes a diversas naciones de indios nómadas y seminómadas, que han sido reducidas a la noción de lo «chichimeca» (Sheridan, 2015:113)— aparecen como portadores de la rudeza del territorio donde despliegan su salvajismo. La creación discursiva del «bárbaro sin fe, sin rey y sin ley» que se reducía a las condiciones precarias de una vida política o antipolítica debe ser entendida como una estrategia de preparación de las estructuras de «civilización» y la imposición de una vida bajo la lógica de la «policía cristiana». Y esa formación discursiva del bárbaro, la «tierra adentro» y la «frontera» debe entenderse no solamente como una construcción de identidad, sino como la «implementación de dispositivos de transformación social» que permitieran demostrar los peligros que implicaba vivir sin orden en los amplios territorios no controlados (Sheridan, 2015:34).

Bajo este marco conceptual muchas áreas geográficas del septentrión novohispano fueron conceptualizadas y preparadas para la operación de dispositivos coloniales, que tenían como objetivo la «colonización y recolonización interna» (Castro, 1994:128). Entre esos espacios septentrionales se encuentra la Sierra Gorda.

 

La Sierra Gorda y la construcción discursiva de las fronteras

Desde el siglo xvi, algunas crónicas referían un espacio denominado «cerro gordo» habitado por lo que se consideraba «indios chichimecos bárbaros» (Beaumont, 1874; Frías, 1906:67; Lara, 2009:39-40). Pero no sería hasta ya bien entrado el siglo xviii cuando algunos militares comenzaron a remarcar los contornos de un área de «gentilidad» asociada con la Sierra Gorda. Además de caracterizar el paisaje, los militares y religiosos también describieron a los habitantes, otorgándoles un nombre y una asociación. Por ejemplo, Gerónimo de Labra, al hablar de los jonaces los definía como «rebeldes indómitos», que gustaban de refugiarse en la «áspera fragosidad» donde permanecían «mudándose de unos a otros parajes y amurallándose» en los cerros (Labra, 1984:53-55). Otra importante descripción de la Sierra Gorda la debemos a Francisco de Palou, para quien era un «paraje, sumamente áspero […] en cuyas breñas vivían los Indios de la Nación Pame todavía en su gentilidad, no obstante, de hallarse cercado todo de Pueblos Cristianos», muchos de los cuales solo tenían el nombre, pues a pesar de estar bautizados y conocer la fe cristiana «vivían como gentiles» mezclados con los pames (Palou, 1787:24; Lara, 2009:43).

Dos de los documentos que dieron pauta a la realización de la imagen de los habitantes de la Sierra Gorda son el Estado general de las fundaciones hechas por d. José de Escandón, elaborado por José Tienda de Cuervo (1929) y la Relación Histórica del Nuevo Santander, redactada por Vicente de Santa María (1929). En esas fuentes de mediados del siglo xviii destacaba que las costumbres de los serragordanos eran las de «absoluta y total desnudez», el uso común de las mujeres, el consumo de carne cruda y los patrones de asentamiento en «barracas mal acondicionadas, o las grutas y cañadas de los cerros», separadas unas de otras por centenares de leguas. Estos documentos resultan fundamentales porque ponen de relieve la barbarie: al decir que los indios que vivían en la sierra «en lugar de alegría y diversiones, [vivían en] los más lúgubres y horrorosos teatros de sangre y de muertes; [donde] la embriaguez y el hurto constituían su ocupación casi diaria; el fraude y la alevosía, su máxima y principio general» (Tienda, 1929:387-388).

También destacan tres obras importantes elaboradas durante la segunda mitad del siglo xviii que guardan mucha distancia con las antes mencionadas. Por ejemplo, las noticias geográficas elaboradas entre 1777 y 1778 por los curas del Real de San Pedro de los Pozos y San Pedro de los Pozos Palmar de Vega (actualmente Mineral de Pozos), perteneciente a la jurisdicción de San Luis de la Paz, abundan en detalles estadísticos de dicho curato: ubicación, temperatura, precipitación, actividades económicas, haciendas, vegetación y el estado de las minas en esos parajes. La noticia elaborada por el cura de San Pedro de los Pozos Palmar de Vega, Antonio Secundino Pérez, hace una breve referencia a la vida de los indios de dicho pueblo que sugiere la práctica que tenían de recolectar tunas para su consumo, así como para la producción de bebidas «con que se embriagan y enloquecen», para la elaboración de miel y tamales (Paredes, 2005:72). Sin embargo, el documento continúa su descripción geográfica sin reparar en las costumbres de los naturales.

También es posible incluir en este tipo de descripciones el manuscrito de un diario de inspección a la Sierra Gorda asociado al brigadier Pedro Ruiz Dávalos, quien habría de realizar un viaje a dicha zona entre 1787 y 1792 con el objetivo de conocer y ordenar las milicias de frontera (Gómez, 1976). Este documento abunda en datos de carácter estadístico, entre los que destacan la ubicación de poblaciones presentes en el recorrido, sus habitantes, las actividades económicas, las distancias respecto de otras localidades importantes, así como de los caminos. Sin duda este último aspecto es uno de los que causan mayor asombro en el autor, toda vez que narra en detalle «las tortuosidades [y] suma escabrosidad del terreno» a la par que sugiere proyectos para comunicar poblaciones y agilizar el comercio (Gómez, 1976:148). A diferencia de los documentos antes mencionados, no hace mención alguna de las formas de vida de los habitantes, a lo sumo sugiere que el pueblo de Xichú de Indios era «muy infeliz», sin detallar el porqué de su apreciación.

Por su parte, cuando la expedición científica de Malaspina llegó a Zimapán, los personajes que la integraban se limitaron a describir el peculiar paisaje semidesértico (González, 1988:152). También refieren las dificultades para cruzar el río Zimapán, lo cual lo acerca al manuscrito anteriormente mencionado, y la forma como los habitantes cruzaban el río por falta de puentes (González, 1988:266), así como la forma en que se realizaba el beneficio en dicho poblado (González, 1988:324).

La diferencia narrativa entre ambos grupos de fuentes es impresionante, como también lo es la forma de representar el espacio, sus habitantes y problemáticas. Para los primeros, el problema radica tanto en el espacio como en sus habitantes, quienes han adquirido del terreno buena parte de las características, mientras que para los segundos, tal vez por su perspectiva ilustrada, la sierra es un espacio estadísticamente poco conocido y que requería un reconocimiento multiescalar.

 

Control territorial y discurso colonial

No obstante, tanto en la discursividad dieciochesca como en la decimonónica, los religiosos y militares utilizaron la noción de frontera hostil con habitantes bárbaros para mantener su presencia en las fronteras y, por ende, el dominio político (Uzeta, 2002). En este sentido, es importante señalar que gran parte de las fuentes primarias, que durante dicha época tuvieron por objeto describir la sierra y sus habitantes, están inmersas en una disputa constante por mantener su presencia, control e influencia en la zona: de los religiosos para salvaguardar la injerencia territorial y lograr la obtención de recursos de la Corona, y de los militares, muchos de ellos estancieros, para ensanchar los límites de sus propiedades (Rangel, 2015:45-46). Al mediar el siglo xviii, luego de la campaña militar de José de Escandón sobre la Sierra Gorda y el Nuevo Santander, el escenario de la frontera cambió en forma considerable. A partir de 1749, los militares, así como los estancieros y representantes de la Corona, obtuvieron muchos privilegios. Patricia Osante (1997:215) afirma que «los oficiales militares, con el apoyo de Escandón, se convirtieron simultáneamente en jefes militares de los asentamientos y en ricos hacendados, y del mismo modo los poderosos hacendados también se transformaron en autoridades militares de alto rango». La fuerte presencia militar ocasionó que la «empresa religiosa [quedara] subordinada a las instancias del orden militar y civil, y vinculada estrechamente con la vida política, económica y social» de las jurisdicciones fronterizas (Osante, 1997:221).

Lo que veremos al final del siglo xviii y principios de xix será la conformación y difusión de una perspectiva común sobre la Sierra Gorda, formada por aquellas autoridades y elites que tenían importantes intereses sobre ella. Por una parte, los misioneros franciscanos del Colegio Apostólico de la Santa Cruz de Querétaro, tratando de recuperar su presencia en la sierra (el mejor retrato de su esfuerzo por retornar se encuentra plasmado en el Informe dirigido por el Colegio al señor arzobispo sobre el estado de los indios Pames); y por otra, podemos agrupar las fuentes producidas por militares, hacendados y párrocos, quienes buscaban mantener su control sobre la zona y sus habitantes, tanto para obtener mano de obra y tributaciones, como para mantener sus títulos militares de pacificadores.

Esta perspectiva común de la sierra permitió una construcción discursiva cuyo objetivo era la permanencia en la región y los beneficios respectivos. Para tal motivo fue necesaria la elaboración de una narrativa que permitiera convencer a las autoridades de mayor rango por medio de crónicas que ayudaban a magnificar la realidad, relatos históricos que justificaban la intervención y la aplicación de proyectos (Davis, 1987:3-4). Esto nos sitúa frente a una serie de testimonios elaborados por narradores con intenciones no siempre claras, pero a través de las cuales podemos intuir la apropiación de «fantasías» (Tedlock, 1993:147) y la reelaboración de una «teatralidad del terror» (Van Young, 2011:326) que permitieran mantener las empresas de conquista.

 

La reinvención de la frontera

Antes de dar pie al análisis sobre la situación fronteriza de la Sierra Gorda, cabe hacer un breve paréntesis para describir la población que la habitaba, los principales asentamientos y su situación respecto a otros espacios cercanos.

En las poblaciones del semidesierto (Zimapán, Cadereyta, los Tolimanes, Tierra Blanca, San Luis de la Paz, San Juan Bautista de Xichú de Indios, Santa María del Río y Tierra Nueva) habitaban, en su mayoría, otomíes (Uzeta, 2002:52; Sánchez, 2015:86). Los chichimeco-jonaz, que todavía en la primera mitad del siglo xviii poblaban parajes serranos de las jurisdicciones de Guanajuato y Querétaro (Lastra, 2016:12), hacia el final de dicho siglo habían sido pacificados y ocupaban algunas poblaciones de la jurisdicción de San Luis de la Paz, en especial la de Misión de Chichimecas, así como en Jiliapan (Sánchez, 2015:89-92). La zona montañosa era habitada, en su mayor parte, por pames, pero también había importantes poblaciones otomíes (Jackson, 2012:62; Sánchez, 2015:95). Las poblaciones de esta área, debido a su importancia minera, eran morada de personas que habían migrado desde el semidesierto, en su mayoría otomíes de la provincia de Xilotepec (Tahon, 2017:55-56).

Si bien, en la mayoría de los poblados serragordanos se asentaban indios otomíes, pames y jonaces, es posible observar que durante la segunda mitad del siglo xviii habían llegado muchos mestizos, mulatos, españoles, moriscos, lobos y esclavos africanos (Tahon, 2017:177,180). Al terminar dicho siglo, los pames y jonaces, considerados por las autoridades como los indios más «salvajes» y «bárbaros», ya habían pasado por importantes procesos de pacificación y aculturación religiosa, política, material, tanto en las misiones al lado de los religiosos como en los poblados otomíes (Castillo, 2004:172; Álvarez, 2005:180-212; Vázquez, 2005:4; Uzeta, 2002:70).

Hacia la segunda mitad del siglo xviii la serranía se hallaba rodeada de asentamientos españoles: Zimapán, Cadereyta, San José Casas Viejas, San Luis de la Paz, Santa María del Río y Rioverde (figura 2). En estos lugares habitaban las autoridades locales, muchas de ellas de calidad española, criolla o mestiza. Por medio de estas poblaciones llegaban buena parte de las personas, mercancías y animales que se dirigían hacia el interior de la sierra. En torno a estas pequeñas urbes, y colindantes con algunos pueblos plenamente serranos, se encontraban las haciendas y estancias ganaderas de la región. Por ejemplo, en San Luis de la Paz las haciendas de Ortega y Mazanares (Uzeta, 2002:70), la del Salitre y Capulín que circundaban el pueblo de Tierra Blanca, la de Ajuchitlán que lindaba con los Tolimanes; la de El Jabalí, en Rioverde, que había despojado las aguas y tierras de los pueblos vecinos y las misiones (De Gortari, 2009:83; Rangel, 2008). Hacia finales del siglo xviii y principios del xix, esas haciendas habían crecido a raíz del despojo de tierras de misión y se encontraban en disputas judiciales con los pueblos de indios (Uzeta, 2002:70).

 

Fuente: Elaboración propia.

Figura 2: Poblaciones de Sierra Gorda, 1780-1819.

 

Montaña adentro se encontraban minerales, pueblos, presidios, algunas misiones de indios e infinidad de rancherías. Entre estas localidades encontramos, por ejemplo: los Tolimanes, Pacula, Jacala, Jalpan, Landa, Tilaco, Escanela, Concá, Peñamiller, Amoles, Atarjea, San Miguel de Palmas, San Juan Bautista de Xichú de Indios (actual Victoria), Real de Xichú, Tierra Nueva y Arroyoseco (Tahon, 2017:97-98). En su mayoría, los minerales como Escanela, Amoles, Atarjea, Peñamiller y el Real de Xichú reunían población india, mientras que las antiguas misiones de Jalpan, Landa, Tilaco y Tancoyol, así como San Juan Bautista de Xichú, Tierra Blanca, Arroyoseco, Concá y los Tolimanes, dedicadas mayormente a la agricultura, se habían convertido en núcleos de aculturación, donde habitaban personas de diversas calidades (Tahon, 2017:134-135). La importancia que cobraron los reales de minas durante la segunda mitad del siglo xviii, en términos migratorios y de explotación minera, dio pauta para que el pueblo de San José de Amoles, situado al centro de la sierra, fuera elegido como subcabecera de la jurisdicción de Cadereyta y, a su vez, receptoría de alcabala para las poblaciones de Escanela, Jalpan, Concá, Tancoyol, Landa, Pacula, Jacala y Arroyoseco en 1783 (Tahon, 2017:135-136). Esta medida no solamente permitió extender el brazo administrativo de la Corona sobre estos confines, así como la reconfiguración espacial que vivía la Sierra, sino también para posicionar esta zona como una de las rutas de paso comercial desde el bajío hacia la Huasteca (Tahon, 2017:137).

A finales del siglo xviii, las autoridades virreinales recobraron el interés por la cordillera y sus habitantes y, sobre todo por su importante situación espacial con respecto al Nuevo Santander. Por ello fueron enviados varios militares y religiosos a recorrerla y se comenzó a solicitar a las autoridades locales, ya fueran párrocos, subdelegados o comandantes, informes sobre lo que acontecía en la zona. Es así como contamos con un buen número de fuentes primarias encargadas de informar sobre el espacio y los habitantes. A continuación, analizaremos una serie de fuentes elaboradas entre 1780 y 1819, las cuales tienen como contexto la reorganización del ejército novohispano y, en especial, de las milicias de la Sierra Gorda.

Entre la década de 1780 y la de 1790, los cuerpos de milicia de la sierra fueron reducidos a tan solo 200 efectivos de los casi 800 milicianos que estaban acantonados en los cuarteles con anterioridad a dicha fecha (Sánchez, 2015:138). Como en muchas otras zonas del imperio, los comandantes militares tuvieron que justificar su permanencia y dirigencia. Uno de esos casos es el del comandante Juan Antonio Castillo y Llata, quien echó mano de la experiencia de Escandón para, así, reactivar la empresa de pacificación en la Sierra Gorda (Sánchez, 2015:138). Para ello, al mediar la década de 1780, el comandante dio inicio al proyecto de reducción de los indios «mecos-pames» de tres rancherías de San Juan Bautista de Xichú en una sola población, bajo el argumento de que la «seguridad pública [se veía] invadida con los excesos que han nacido como inseparables entre esta nación pame, siempre inclinada por el ocio y nutrida por el vicio».1 A partir de ese momento iniciaría un proceso de cambio en las relaciones sociales y de poder que, en un primer momento, buscaba reafirmar la noción de la Sierra Gorda como una frontera, a efecto de mantener la permanencia militar, pero que paulatinamente reavivó los prejuicios y las fantasías acerca de los indios de la sierra. Esa reactivación crearía las condiciones ideológicas para que durante 1810 a 1819 fuera desplegada una fuerte campaña militar de pacificación.

Juan Antonio Castillo y Llata se presentó junto con su tropa en el pueblo de Xichú, así como en las tres rancherías de Arroyo Zarco, Linares y Corral de Piedra en el invierno de 1790 (Sánchez, 2015:141). Al decir de los indios, en su recorrido por dichas poblaciones, Castillo y Llata amenazó con reducirlos en una sola congregación.2 A partir de ese momento la misiva del comandante, junto con la queja interpuesta por los indios a propósito de la visita del comandante, despertaron el interés de diversas autoridades quienes, durante poco más de una década, solicitaron informes sobre la situación temporal y espiritual de los indios, así como de las características del territorio. Si bien los informes tenían como objetivo recabar información sobre los indios de las rancherías antes mencionadas, paulatinamente fueron enviadas una serie de notificaciones desde diversas poblaciones en la sierra.

Por ejemplo, en un informe que data del año 1800, dirigido al virrey, se decía que la mayor parte de las tierras ubicadas en los márgenes de la sierra en la jurisdicción de San Luis de la Paz eran «tierras muy ásperas» donde se cultivaba poco y los habitantes eran propensos al hurto y vivían dispersos «sin reconocer Dios, Rey ni Ley».3

Para 1803, a raíz de un documento elaborado por los frailes franciscanos del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, encargados de recorrer las rancherías Arroyo Zarco, Linares y Corral de Piedra en San Juan Bautista de Xichú de Indios, se decía que los naturales de la sierra «vivían sin concierto, orden o simetría ya sobre un risco ya en medio de una selva de nopales». Y esta vida dispersa provocaba que a los indios se les facilitara el gusto por los hurtos, la embriaguez y el homicidio.4 Ese mismo año, pero en Cadereyta, el cura aseguraba que la mayoría de los feligreses eran transeúntes que viajaban por la sierra ocultando «sus amancebamientos, latrocinios, embriaguez, juegos y demás vicios».5

Es importante no aislar los discursos de sus intenciones. Tanto en el caso de los ejemplos referentes a San Luis de la Paz como para los de Xichú de Indios, el discurso de fondo está asociado con la ejecución del proyecto emprendido por Castillo y Llata, su búsqueda por justificar su mando militar, pero también con un Colegio de Propaganda Fide ávido por retornar a su labor misionera en tiempos en que se denostaba su labor entre los indios. Respecto del caso del cura de Cadereyta, podemos encontrar el requerimiento de fuerza militar para obligar a los feligreses, en su mayoría indios, a contribuir con el diezmo.

Así nos encontramos pasajes en que los franciscanos describían a los indios con unas costumbres denominadas «depravadas». A los indios de la Sierra Gorda se les dejó de explicar bajo la noción de ignorancia, para dar paso a la asociación con la rudeza del medio en el cual vivían. Para los frailes, el desconocimiento de la fe cristiana no radicaba en el desconocimiento del idioma castellano, sino a causa de una «ociosidad de profesión». Se decía que los indios eran «muy atrevidos, ladrones, y a los más de ellos asesinos [cuyo origen es] la poca sujeción y ningún castigo».6 Eso explicaba muchas quejas de los curas de la Sierra Gorda, como el de San Antonio del Doctor, quien solicitaba ayuda a las autoridades en 1805 para que obligaran a los feligreses a cumplir con «el precepto anual de confesión y sagrada comunión».7

Uno de los primeros hechos que nos muestran lo efectiva que fue la reinvención de la frontera en la Sierra Gorda ocurrió en 1806, y tal vez sea el más representativo del ejercicio de la violencia antes de estallar la insurrección del cura Hidalgo; nos recuerda las campañas de pacificación de indios emprendidas por Escandón medio siglo atrás. Los acontecimientos ocurrieron poco después de finalizado un largo litigio por tierras entre el dueño de la hacienda de Ajuchitlán y la república de indios de los Tolimanes; la autoridad resolvió en la primavera de dicho año que las tierras pertenecían a la hacienda. Ese acto fue tomado por el gobierno indio como una injusticia y se llamó a la república a ocupar las tierras en disputa, ahora dotadas a la hacienda.8 Después de varios meses, el juez de distrito ordenó a la 8ª brigada militar en Querétaro se pusiera a disposición del administrador de la hacienda de Ajuchitlán, Pedro Sierra, junto con vaqueros de otras haciendas y el capitán veterano Francisco Camuñez, para llevar a cabo una incursión en los pueblos de los indios de Tolimán (Jiménez, 2013). El primer ataque contra los indios ocurrió la madrugada del 25 de junio de 1806. La tropa incursionó en el pueblo de San Francisco. Incendiaron chozas y sustrajeron de sus hogares y apresaron a más de 30 indios, entre hombres y mujeres. Los maniataron y remitieron a las prisiones de San Francisco Tolimanejo, San Sebastián Bernal, Ajuchitlán y Querétaro.9 A los tres días, la tropa atacó el pueblo de San Miguelito, donde fueron lazados y apresados 14 indios. En San Pedro, aprehendieron al gobernador indio. Posteriormente, la tropa retornó a San Miguelito, donde capturó al alcalde. Las acciones más violentas ocurrieron en San Francisco, San Miguelito y San Pablo, pues ahí la tropa incursionó por la noche, incendió las casas, los cultivos y las capillas familiares (Jiménez, 2013:64).

El segundo caso que cabe destacar ocurrió en el mismo 1806, pero en San Juan Bautista de Xichú de Indios. Los indios de dicho pueblo también decidieron ocupar unas tierras que disputaban en los tribunales a las haciendas de Palmillas, Salitre y Charcas. El 20 de junio el gobernador indio de Xichú, con ayuda de cerca de 200 naturales, entraron en el paraje La Simona, perteneciente a la hacienda de Palmillas, donde primero derrumbaron la cerca de piedra de 25 metros de largo y, posteriormente, la barda, los magueyes, árboles y nopales de la hacienda contigua.10 Siete días después, el dueño de la hacienda del Salitre acudió ante el subdelegado de San José Casas Viejas para denunciar que dicha operación «tumultuaria» era parte de un «conjunto de acciones delincuentes de una responsabilidad excesiva y dignas del castigo más ejemplar».11 A diferencia de lo ocurrido en los Tolimanes, en Xichú de Indios y Tierra Blanca, las autoridades militares únicamente hostilizaron al gobierno de la república de indios para que se presentara a declarar.

El tercer caso lo representa la erección de la Misión de Arnedo. En ese clima de hostilidad, el 5 de enero de 1808, el comandante de la Sierra Gorda Juan Antonio Castillo y Llata, escoltado por elementos de diversas compañías militares, se presentaron en el paraje Rincón del Buey para reducir y congregar a los indios de las rancherías Arroyo Zarco, Linares y Corral de Piedra en la recién fundada Misión de la Purísima Concepción de Arnedo, a cargo de los frailes de propaganda fide Diego Miguel Bringas y Vicente Moya (Sánchez, 2015:180). El siete de enero fueron elegidas las autoridades de la república, pero los indios se inclinaron por hacerla «a su gusto» de tal modo que «eligieron los oficiales de república más adictos a sus perversas intenciones, contra el buen orden y el bien espiritual y temporal».12 Aunque un buen número de indios habían sido congregados, aún muchos de ellos se mantenían reacios a reducirse. Por tal motivo, el coronel Castillo y Llata ordenó aprehender al gobernador, al alcalde y a dos regidores y enviarlos a la cárcel real de Querétaro, lo cual ocasionó que muchos de los indios bajaran a la nueva misión (Sánchez, 2015:182). Sin embargo, para el seis de febrero, los indios abandonaron la misión y se dispersaron por las montañas. Inmediatamente Castillo y Llata al mando de 50 soldados subieron a las montañas para aprehender a los indios que se encontraban refugiados en el Cerro de Piedras Azules.13

Con estos ejemplos es posible apreciar por qué la presencia militar en la sierra se presentaba ante las autoridades como una verdadera urgencia. Esto implicaba, como ha sugerido David Sánchez (2015:183), solicitar el incremento de recursos para el mantenimiento de las tropas y de los misioneros, así como el aseguramiento, en el caso de Castillo y Llata, de atribuciones exclusivas que le permitieran un gran margen de acción en el área. Sin olvidar que, como ha referido Vitar (1997:156), las acciones de guerra proporcionan medios para el acenso social y la consolidación del poder económico. A esto debemos sumar la serie de informes sobre la situación espiritual en la serranía, que para el año 1809 se siguieron elaborando y daban más elementos para justificar la intervención y la presencia constantes. Todos ellos haciendo hincapié en que los indios vivían dispersos y lejos de los principales pueblos «en la distancia de una hasta nueve leguas en lo más escabroso de la sierra» y que la mayoría de ellos desconocían la doctrina cristiana.14

Con estas descripciones se fueron definiendo los contornos de la Sierra Gorda, y con ellos los márgenes del orden territorial y el control virreinal. Es decir, dotaron a la sierra de una homogeneidad espacial y social al denominarla espacio agreste, inhóspito e inaccesible con habitantes que se asemejaban a dicho territorio: agresivos y salvajes. De esta forma, ya para 1809 asistimos a un nuevo momento en la reinvención de la frontera en la sierra.

 

La guerra en la frontera

El alzamiento armado encabezado por Hidalgo, en septiembre de 1810, tuvo importantes repercusiones para los habitantes de la Sierra Gorda. La guerra civil que se desató a partir del otoño de ese mismo año en las montañas y valles intermontanos se vio alterada por una larga historia de pacificación y de agresiones contra los indios. En esta área del virreinato, como muchas otras en el septentrión, la guerra comenzó a «concebirse como una cruzada» (Sheridan, 2015:71-72). Una cruzada cuyo despliegue militar no solamente implicaba el enfrentamiento contra un enemigo en específico, también buscaba definir «la lógica sociopolítica y económica de estructuras encuadradoras locales», posibilitando el ordenamiento social del espacio en favor de la Corona, así como para potenciar los intereses personales y grupales de los interesados en la intervención (Sheridan, 2015:76-77).

Para 1810, con el comienzo de la guerra, dio inicio una serie de campañas militares cuyo objetivo fue la pacificación de los habitantes y lograr el control territorial de la cordillera. Estas iniciativas habrían de modificar los márgenes territoriales del orden virreinal, con la ocupación militar, pasando de una imagen de espacio unificado a conjuntos geográficos no sometidos. Es decir, de una idea de la Sierra Gorda como margen a sierras como reductos.

Desde finales de septiembre de 1810, la mayoría de las repúblicas de indios, las misiones y los pueblos de la sierra tomaron partido por los insurgentes. Situación que exacerbó los prejuicios sobre los serranos. Así, la noción de «depravación», «ociosidad», de existencia alejada de la fe cristiana y la vida en policía, de poca fidelidad al rey, se mezcló fácilmente con el imaginario de la guerra.

De esta manera, por ejemplo, el 30 de octubre de 1810, el fraile Diego Miguel Bringas de la misión de Arnedo decía que la insurrección había cobrado mucho revuelo en Xichú de Indios debido a «las cualidades notorias de estos indios».15 Casi un año después, en agosto de 1811, en un informe elaborado por el militar realista Diego García durante una incursión en San Luis de la Paz decía que la gente que habitaba esos territorios tenía un «animo depravado».16

Esto, junto con lo antes visto puede explicar la magnitud que cobró la campaña de pacificación emprendida en 1811 contra las poblaciones serranas que, suponían los realistas, apoyaban a los insurgentes, pero que fácilmente podemos asociarlo con las constantes agresiones a los indios durante los años previos, el miedo y la exacerbación de los prejuicios en una época crítica. La campaña de 1811 inició en marzo y fue comandada por el capitán Antonio Linares, quien ordenó medidas militares que apostaban por el aniquilamiento. La instrucción de dicho jefe realista se reducía a pasar por las armas a los rebeldes, incendiar pueblos enteros, despojarlos de la tierra, anular su gobierno y, si aun así los indios insistían en apoyar a los insurgentes, entonces los pueblos y sus habitantes serían blanco de «exterminio» (Ortiz, 1997:50).17 Cuando se presentó en Tierra Nueva, una de las repúblicas de indios otomíes de la jurisdicción de San Luis Potosí, los habitantes habían huido a los cerros. El capitán les ordenó retornar al pueblo, pero al no responder mandó a su tropa al monte para causar un incendio y «poner en fuga» a la gente.18 Félix María Calleja, una vez enterado de los sucesos, aprobó las acciones al decir que dicho «pueblo merece ser exterminado por las señales evidentes de su obstinación».19

Dos años más tarde, el 23 de septiembre de 1813, el teniente realista Alejandro Álvarez decía que a los indios se les debía tratar con cautela y mucha fuerza, sin considerar si eran insurgentes o realistas, pues para el comandante todos los habitantes de las montañas eran propensos a la insumisión. Según la explicación del teniente, como los indios de la Sierra habían «quedado en la última miseria todos y si se les agobia[ba] mucho con pensiones justas o injustas puede muy bien suceder que […] se remonten y vivan lo mismo que los brutos, sin sujeción a ninguna autoridad», pues era sabido que «los indios [eran] muy inclinados a vivir en los montes» y, por consiguiente, decía el comandante, sentían poco aprecio por el rey y por la religión cristiana.20 Este testimonio permite observar detalladamente cómo, en el imaginario de los militares, las viejas características asociadas con los indios —entre las que se encuentran la barbarie, la ignorancia, la vida dispersa en las montañas y la poca sujeción a la religión y a la Corona— formaron una nueva cualidad: la de la insurgencia.

Todavía a mediados de 1815, la Sierra seguía considerándose un espacio unificado y adverso, imposible de ocupar, debido a la persistente rebeldía de los indios. No fue hasta finales de septiembre de 1815 cuando el comandante realista Ignacio García Rebollo ordenó situar un «destacamento de doscientos caballos del regimiento de dragones de Sierra Gorda y sesenta y cuatro infantes del batallón ligero» de la ciudad de Querétaro en el pueblo de San José Casas Viejas con el objetivo de recorrer y pacificar la cordillera. Sin embargo, en diciembre de 1816, el teniente José Cristóbal Villaseñor decía asombrado que «este punto sembrado de malezas y asperidades […] visto por fuera impone desconfianza» a todo aquel que la recorría, pero que sin una fuerte presencia militar no se lograría la pacificación de la sierra ni del reino.21

 

Reducción de los márgenes y ampliación del control colonial

La frontera, nos dice Sheridan (2015:77), «contiene en su interior los lugares logrados, que a la vez permanecen en riesgo, y expulsa al exterior la ingente necesidad de consolidar los poderes locales». Bajo este esquema es posible entender las llamadas de atención hechas por algunos mandos militares con el afán de mantener una ocupación permanente de la sierra.

En este sentido, podemos observar que para 1817, luego de varias peticiones, se inició una campaña militar denominada «pacificación de la Sierra Gorda» tendiente al establecimiento de fuerzas militares realistas en los principales pueblos de la sierra, la realización de correrías y la reducción de poblaciones. De esta campaña destacan algunos elementos que la caracterizan por su crueldad: las detenciones de familias enteras y su posterior desplazamiento, así como los fusilamientos masivos de insurgentes en las plazas de pueblos como Casas Viejas, Cadereyta, San Miguel el Grande o San Luis de la Paz. Con estas prácticas de guerra, el exterminio de gente y de pueblos se mostraba como la única vía posible para la pacificación de la sierra.

Debido a dichas medidas, los indios —muchos de ellos asociados con la insurgencia— pasaron a ocupar nuevos sitios de acción y de refugio. La permanente presencia militar realista en los pueblos de la sierra y la reorganización del gobierno virreinal ocasionó una reconfiguración de los márgenes del control y el orden territorial. Fue así como, en el discurso de los militares realistas, la sierra dejaría de ser un espacio uniforme y adverso, dando paso a una asociación más específica. Es decir, se comenzó a hablar de serranía, barranca, montaña y cerro en relación con los espacios no sometidos, marginales y fuera del control realista. Es decir, aquellos sitios inhóspitos en los que seguían refugiándose los indios (figura 3).

 

Fuente: Elaboración propia.

Figura 3: Las serranías al interior de la Sierra Gorda.

 

Uno de los primeros informes que denota esta reconfiguración espacial es aquel dirigido al virrey en febrero de 1817 en el que se define la Sierra Gorda como una comarca fiel al rey, pero la cual contenía accidentes geográficos: cerros donde los rebeldes se fugaban y dispersaban.22 Para junio de 1817 se pensaba que la Sierra Gorda había sido pacificada, pues cientos de personas, sobre todo las familias de los indios de las poblaciones de San Juan Bautista, Santa Catarina, Tierra Blanca, así como de Jalpan, Pinal de Amoles y Escanela bajaron de los cerros y se indultaron ante los tenientes realistas, quienes habían jurado no descansar «un momento, [hasta] exterminar todo viviente traidor al Rey y dejar limpia y tranquila la jurisdicción».23

Esta situación provocó que las autoridades realistas replegaran la vigilancia de los cerros más escarpados, para concentrarla en las principales poblaciones. Pero en junio de 1818, el insurgente Antonio Magos convocó a los «Ortices y gavillas de Jalpan en la hacienda de Charcas con el objeto de que ellas y las de [Querétaro] ratificasen el juramento de seguir con constancia» el partido insurgente y hacer «la protesta de no indultarse ni deponer jamás las armas».24 Lo cual causó nuevamente un paulatino desplazamiento de la población hacia sus antiguas habitaciones, ya fuera para huir de los horrores de la guerra o por la poca vigilancia ejercida por los realistas.

Para mayo de 1819, una carta confidencial comentaba que nuevamente los «rancheros y familias [vivían] esparcidos por la sierra como fieras» y que las autoridades militares habían hecho poco esfuerzo por retenerlos en los puntos guarecidos.25 A finales de mes, desde Querétaro se reiteró la orden al coronel José Cristóbal Villaseñor y a los jefes realistas acantonados en la Sierra Gorda para que obligaran a «las familias de indios, rancheros, que cuales otras fieras viven errantes y separadas de la mansedumbre del legítimo gobierno» a volver a las poblaciones fortificadas.26

Un informe de mediados de junio de 1819 sugería que la guerra finalizaría con una constante persecución de rebeldes en las sierras más inaccesibles, lo cual ayudaría a «que los vecinos de los pueblos [dejaran] de vivir errantes» y no se vieran «tentados de abrazar el partido» insurgente.27 El 19 de junio de 1819, el comandante Cristóbal Villaseñor decía que aún deambulaban por los cerros dos gavillas insurgentes, acompañados por centenas de familias que habían retornado a los montes y serranías de Xichú, Jalpan, Santa María del Río, Pinal de Amoles y San Antonio del Doctor, sobre todo provenientes de Santa Catrina, Tierra Blanca, Cieneguilla y Misión de Bucareli.28

Cabe hacer un paréntesis para destacar que, luego de nueve años en guerra frontal, tanto la figura de insurgente como la de indio serrano habían conformado una figura única para el discurso militar y colonial. Hemos mencionado con anterioridad que hacia 1810 las autoridades realistas asociaron a los indios con la insurgencia por una serie de prejuicios como la ausencia de policía, su salvajismo, la ignorancia, la falta de sujeción a la Corona y a la religión. Es posible que las poblaciones ya no apoyaran al bando insurgente desde años antes y que se mantuvieran huyendo de la violencia en las montañas; no obstante, para el discurso realista esa situación ofreció mayores motivos para exterminar esas poblaciones.

Entre junio y agosto de 1819 se llevaron a cabo diversas campañas militares sobre las serranías donde se refugiaban los indios llamados «insurgentes». Cristóbal Villaseñor con su tropa realista cercó el cerro del Purgatorio, la Cañada de las Santas Marías, los Cerros de Alcocer, las Cañadas de las Minas hasta Jalpilla. Julián Juvera con 80 de caballería y 40 infantes cercó las cañadas del Peñón, Ixtla, Cerros del Picacho, hasta Chamacuero. Juan Martínez con 70 de caballería y 30 infantes estableció su fuerza en Cerro Prieto, Tetillas, la Rochera, y el Cantón Viejo hasta la hacienda de Jalpan.29

Esta campaña surtió efecto contra los indios, que se vieron obligados a moverse a otras zonas, pero permitió que las familias que seguían viviendo dispersas no fueran hostilizadas por los realistas. Luego de varias persecuciones, el 23 de agosto de 1819, en la hacienda de Villela, en San Luis Potosí, Manuel María de Tovar se adjudicó la «pacificación de la sierra».30

 

Consideraciones finales

A lo largo de este artículo hemos visto que la conformación de la imagen de la Sierra Gorda estaba encaminada hacia el ordenamiento territorial de un espacio específico y el sometimiento de sus habitantes. Para lograr tal cometido se emprendió una construcción discursiva que permitiera justificar la presencia militar, religiosa y administrativa. La narración del espacio y sus habitantes marcó los márgenes de un área geográfica peculiar, pero homogénea: toda se concebía como agreste e indómita y sus habitantes encasillados en las denominaciones de barbarie, salvajismo, brutalidad, ignorancia e incivilidad.

Estas descripciones tuvieron fuertes implicaciones para los habitantes de la sierra: por una parte, determinaron el trato que se les daría a los indios, primero durante las campañas de 1806 y, posteriormente, con la guerra civil iniciada en 1810, puesto que en el discurso los habitantes ya eran vistos como enemigos naturales y, en ese sentido, blancos perfectos de los ataques militares realistas. Por otra, resultaron ser muy redituables para las elites locales articuladas a los mandos militares y a los religiosos que, mediante la puesta en marcha de campañas de pacificación, lograron mantener sus posiciones de poder y acrecentar sus empresas. Y ese resultado no solamente aplica para la última parte del siglo xviii, sino que el estallido de la guerra civil les permitió seguir al frente de las campañas de pacificación.

Finalmente es importante recalcar que los márgenes del orden colonial, entre 1800 y 1819, fueron diversos y no estáticos. Pudimos observar cómo, a través del discurso, la sierra como un todo pasó a conformar pequeñas unidades geográficas adversas, como las montañas más elevadas dentro de la misma sierra, las barrancas más pronunciadas y los cerros escarpados donde se guarecían aquellas personas que mantenían otras formas de existencia. Asimismo, cabe destacar que la guerra y sus acciones bélicas fueron para las elites locales una vía para permanecer activos en ese espacio por tiempos prolongados y obteniendo beneficios personales. La guerra, vista en un largo periodo como ha intentado este artículo, reordenó el espacio serragordano en varias ocasiones, no solamente para beneficio de la Corona, también para ciertos individuos y sus redes de acción. Esa misma guerra prolongada, que logró ordenar el territorio y articular sus poblaciones a la dinámica imperial, dejaría pueblos devastados, poblaciones exterminadas, las cuales seguirían siendo hostilizadas por las nuevas campañas de reordenamiento social y territorial, pero esta vez impulsada por los gobiernos republicanos y que habría de extenderse hasta bien entrado el siglo xix.

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APSPSPM Archivo de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán

AHPJEQ Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de Querétaro

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Notas

1 Requerimiento del comandante Juan Antonio Castillo y Llata», Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Provincias Internas, vol. 202, foja 50, diciembre 4 de 1785.

2 «Expediente promovido por los gobernantes y alcaldes de las tres misiones de San Luis de la Paz», AGN, Indios, vol. 67, exp., 248, foja 316, marzo 12 de 1790.

3 «Informe de Bernardo Ortiz al virrey», AGN, Provincias Internas, vol. 202, foja 464, diciembre 22 de 1800.

4 «Informe dirigido por el Colegio al señor arzobispo sobre el estado de los indios Pames», Archivo de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán (en adelante APSPSPM), letra K, legajo 20, documento 5, año de 1804.

5 «Br. Bernardo Sánchez al fiscal criminal», AGN, Clero Regular y Secular, vol. 207, fojas 17-18, año de 1804.

6 «Informe de Bernardo Ortiz al virrey», AGN, Provincias Internas, vol. 202, foja 465, diciembre 22 de 1800.

7 «Carta del cura Bernardo Sánchez del Real de San Antonio del Doctor», 23 de diciembre de 1805, AGN, Clero Regular y Secular, vol. 2017, exp. 5.

8 «Testimonios sobre el despojo de tierras del rancho de Panales, perteneciente a la hacienda de Juchitlán», Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de Querétaro (en adelante AHPJEQ), Judicial, Criminal, 1806, legajo s/n.

9 «Testimonios sobre el despojo de tierras por los indios de Tolimán», AHPJEQ, Judicial, Criminal, 1806, legajo s/n, diciembre 22 de 1806, fs. 107v-108r.

10 «Auto sobre tierras entre los naturales de Xichú de Indios y los de la Cieneguilla y sus colindantes de las haciendas de Charcas, Palmillas y Salitre», AGN, Tierras, vol. 1373, f. 43, junio 27 de 1806.

11 «Sobre despojo o destrozo de cercas que promueve don Pedro García dueño de la hacienda del Salitre contra el gobernador de naturales de Xichú de Indios, alcalde y república de Cieneguilla», AGN, Tierras, vol. 1373, foja 10, junio 27 de 1806.

12 «Instancia promovida por el cura de Xichú de Indios», AGN, Provincias Internas, vol. 202, foja 99-100, enero 7 de1808.

13 «Noticias relativas a la reunión de los chichimecos en la misión de Arnedo», AGN, Provincias Internas, vol. 202, fojas 522-524, febrero 18 de 1809.

14 «Descripción sobre la situación de la Sierra Gorda», AGN, Tierras, vol. 447, foja 298.

15 «Informe de Diego Miguel Bringas y Alejandro Ochoa sobre la incursión de Pedro Zarzosa», 30 de octubre de1810, AGN, Instituciones coloniales, Operaciones de Guerra, vol. 169, foja 25.

16 «Informe Diego García conde al general Félix María Calleja», AGN, Instituciones coloniales, Operaciones de Guerra, vol. 333, foja 52.

17 «Oficio de Calleja dirigido a Antonio Linares», AGN, Instituciones coloniales, Operaciones de Guerra, vol. 473, foja 18, marzo 29 de 1811.

18 «Informe de Antonio Linares dirigido a Félix Calleja», AGN, Instituciones coloniales, Operaciones de Guerra, vol. 473, foja 15, marzo 29 de 1811.

19 «Acuse de recibo de un oficio del 29 de marzo escrito por Calleja», AGN, Instituciones coloniales, Operaciones de Guerra, vol. 473, foja 18, marzo 29 de 1811.

20 «Carta de Alejandro Álvarez dirigida al virrey Félix María Calleja», septiembre 23 de 1813, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 4, foja 246.

21 «José Cristóbal Villaseñor al brigadier Ignacio García Rebollo», diciembre 18 de 1816, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 341, fojas 145-150.

22 «Ignacio García Rebollo al virrey Juan Ruiz de Apodaca», febrero 26 de 1817, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 341, fojas 316-317.

23 «Manuel Francisco Casanova al brigadier Ignacio García Rebollo», marzo 3 de 1817, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 341, fojas 346-347.

24 «José Cristóbal Villaseñor al comandante general Francisco Guizarnotegui», junio 4 de 1818, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 436, fojas 49-52..

25 «Carta confidencial sin remitente», mayo 12 de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 57, foja 178.

26 «José Manuel Martínez al Virrey conde del Venadito», mayo de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 57, foja 203.

27 «Informe de guerra», mayo de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 57, fojas 212-213.

28 «José Cristóbal Villaseñor al comandante general interino el coronel José Manuel Martínez», junio 19 de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 57, fojas 351-357.

29 «Melchor Álvarez al virrey conde del Venadito», junio 26 de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 57, fojas 366-371.

30 «Manuel María de Tovar al virrey conde del Venadito», agosto 23 de 1819, AGN, Operaciones de Guerra, vol. 859, foja 58.