VEJEZ EN EDAD EXTREMA.
UN ESTUDIO DE ETNOGERONTOLOGÍA SOCIAL
RESUMEN:
El trabajo busca ejemplificar, a través de seis estudios de caso, cómo viven la vejez los adultos mayores indígenas zoques cuando, producto de la edad avanzada, la enfermedad se convierte en insidiosa, multifactorial, su salud se diezma y está más en riesgo; se sustenta en la experiencia de personas en edad extrema, es decir, que han superado la barrera etaria de 84 años, dando cuenta de las redes sociales y soportes tanto afectivos como solidarios y de política pública que presentan.
PALABRAS CLAVE: vejez indígena, etnogerontología social, zoques, edad avanzada.
ABSTRACT:
This article seeks to exemplify, through six case studies, the ways in which elderly Zoque indigenous people experience old age when, as a result of advanced age, their illnesses become insidious and multi-factorial in nature, their health deteriorates and they are at higher risk. This article is based on the experiences of persons in extreme old age, or those who are at least 84 years old, and describes the social networks, emotional support and solidarity expressed, and public policy assistance.
KEY WORDS: indigenous old age, social ethnogerontology, Zoques, advanced age.
INTRODUCCIÓN
Los trabajos etnográficos1 que registraron la vida en la vejez indígena
dibujaban prácticamente un paraíso gerontocrático, generalizaban la idea donde el
viejo masculino era percibido e idealizado en roles protagónicos envestido de poder, liderazgo,
sabiduría, magia y hechicería; el conocedor de la tradición oral y la costumbre,
quien manejaba el control de los medios de producción, el consejero, el ciudadano
«principal», quien manipulaba a su favor el control social a través de su
conocimiento y experiencia. Los protagonistas eran descritos como respetados y venerados, queridos y
protegidos, amplios conocedores de los rituales religiosos y costumbres del grupo (Vázquez 2007:
16). Bajo esta percepción homogénea, los viejos indígenas, teóricamente,
tendrían resueltos muchos de sus problemas de cuidado y atención en la senectud, a
diferencia de sus similares mestizos.
La concepción de una vejez indígena idílica, homogénea, se debió,
entre otras cosas, porque alcanzar edades avanzadas era digno de admiración, y en este caso, el
etnógrafo hizo grandes generalizaciones al registrar en sus estudios a los miembros del
último tramo de edad que participaban activamente en la vida social, y prestó muy poca
atención a hombres y mujeres que por sus condiciones físicas, psíquicas o sociales
de dependencia, dejaban de ser elementos operantes y de interés en el ordenamiento social por lo
que resultaban periféricos a él (San Román 1989: 129). Este paraíso
gerontocrático corresponde solamente a un pequeño sector de la población
envejecida, aquella que goza de alto estatus social, relaciones afectivas y amplias redes de apoyo
solidario.
Si la vejez no es idílica, y tiene un comportamiento heterogéneo, entonces
¿cómo se vive la vejez en la población, especialmente en grupos sociales
culturalmente distintos, cuando estos han superado el promedio de esperanza de vida?,
¿cómo afrontan los procesos de salud-enfermedad-atención en la edad extrema
—85 y más años?
Este trabajo plantea como objetivo dar cuenta de cómo se vive la vejez en un grupo étnico
determinado, cuando la enfermedad es insidiosa y multifactorial. Cuando la salud está más
en riesgo producto o asociada a la edad avanzada.
Analizamos la vejez desde la etnogerontología social a partir del estudio y explicación
del último tramo del ciclo de vida en un grupo determinado, cuyas particularidades
socioculturales y efectos externos a la cultura nativa influyen y modifican la manera de concebir,
atender y vivir la vejez indígena. Es decir, la vejez heterogénea se hace visible al
evidenciar la existencia de varias «carreras» y formas de envejecer según
posición socioeconómica, redes afectivas y solidarias y condición de nichos
ecológicos.
En el desarrollo del trabajo definimos la población adulta mayor y su referente
estadístico, presentamos la concepción zoque de la vejez y cómo entienden la
enfermedad, seguido de seis estudios de caso de ancianos zoques en edades extremas del noroeste del
estado de Chiapas, México, para concluir el trabajo destacando la heterogeneidad en la vejez y la
necesidad de hacer visible las diferentes carreras de envejecer en poblaciones vulnerables.
Imagen 1. Anciana indígena de 103 años (†)
Fotografía de L. Reyes Gómez, 2008.
El envejecimiento de la población es principalmente producto de la
transición demográfica y epidemiológica, que dio inicio en el primer tercio del
siglo XX. En este sentido el envejecimiento es concebido como un proceso demográfico que
experimenta la población y se observa en el aumento del número de viejos, de la esperanza
de vida al nacer, en la disminución de la mortalidad y de la fecundidad (Tuirán 1999).
Como resultado de los grandes cambios demográficos experimentados en México durante el
siglo XX, la estructura por edad y sexo de la población está experimentando cambios
significativos, entre éstos destaca el inicio del proceso de envejecimiento demográfico
que se expresa como un incremento relativo y absoluto de la población en edades avanzadas (Inegi
2007).
En el país, la esperanza de vida al nacer de la población del primer cuarto del siglo XX
se estimó, en promedio, menor a 30 años de edad, aumentando en forma paulatina y
ascendente en las siguientes décadas, como lo explican Galindo y López (2008): En 1950 la
esperanza de vida al nacimiento era de 48 años para los hombres y 51 años para las
mujeres, en tanto que en 2005 alcanzó 72 y 77 años, respectivamente.
Este cambio implica una ganancia lineal de poco más de 5 meses en la esperanza de vida por cada
año calendario durante 1950-2005. En 2008 se calcula que la esperanza de vida al nacimiento de
los hombres es igual a 73 años y para las mujeres es de 78, mientras que para el año 2050
se estiman unos valores de 80 y 84 años, respectivamente.
Por cuestiones estrictamente demográficas llamamos «población adulta mayor» a
las personas de 60 y más años de edad, y nos referimos a este sector de la
población en forma indistinta como anciana, vieja o geronte.
En la República mexicana, de acuerdo con el XII Censo General de Población y Vivienda
2000, el porcentaje de viejos que habitaban en hogares indígenas (7.6%) fue mayor al promedio
nacional (7.3%), con una diferencia de 0.3 puntos porcentuales2. En cambio, en ese mismo año la
población de 60 y más del estado de Chiapas3 se mantuvo muy por debajo del promedio
nacional y nacional indígena.
Observamos también que, por grupo etnolingüístico, la población anciana
mostró diferencias porcentuales, registrando los zoques el mayor puntaje de adultos mayores
(6.7%) en comparación con los otros grupos, como sigue: tojolabal, 5.0%; chol, 4.5%; tseltal,
4.3%; y tsotsil, 4.3%; todos ellos también por debajo del promedio nacional, estatal y nacional
indígena (véanse Cuadro 1 y Gráfica 1).
Estas diferencias porcentuales nos indican diversos tamaños de la cúspide de la
pirámide de edades según área geográfica o grupo étnico. Incluso en
varios grupos etnolingüísticos la población anciana está muy por arriba de la
media nacional, como es el caso de los zapotecos —de Oaxaca—, que se eleva a 9.3% (Villasana
y Reyes 2006: 42); situación de interés si consideramos que alcanzar edades avanzadas es
cada vez más común en la población indígena. Es decir, el crecimiento
porcentual de este grupo de edad nos alerta para preparar las condiciones necesarias con las que vivir
en un país que sea capaz de brindar los servicios de atención al sector envejecido, pues
para el caso de Chiapas en el quinquenio 2000-2005 se observó un aumento de 1.1% en los mayores
de 60 años,4 además las proyecciones señalan, para 2050, que 25% de la
población en México tendrá 65 y más años de edad, y las demandas en
varios sentidos serán en la búsqueda de una vejez digna.
En la población geronte, conforme la edad avanza la probabilidad de sufrir una discapacidad se
incrementa considerablemente. Por ejemplo, durante la vejez el individuo está propenso a sufrir
osteoporosis, debilidad visual, mareos, etc., y con ello caídas o tropezones que provocan,
generalmente, fracturas múltiples, dependencia de los viejos y los cuidados son más
demandantes; el problema se agrava cuando inciden factores sociales como la pobreza, la viudez, la falta
de apoyos solidarios, de servicios y muy especialmente si viven solos.
En la población anciana indígena, la media nacional que sufre al menos una discapacidad es
de 10.5%; sin embargo, el resto (89.5%) no necesariamente está sana. La discapacidad más
importante que sufren los adultos mayores indígenas está referida a problemas motrices, es
decir, a la dificultad de desplazamiento autónomo, como caminar y moverse por sí mismos,
esta afección en el año 2000 fue de 35.1%. La segunda discapacidad registrada es la
ceguera o debilidad visual (34.2%). La tercera es la sordera (20.7%), además de otras
discapacidades no menos importantes como las de «usar brazos y manos», «retraso o
debilidad mental» y «mudez», que tuvieron porcentajes bajos (Villasana y Reyes op.
cit.: 58-61).
Por otro lado, los cuidados y atenciones que requiere este sector envejecido son especializados y caros,
situación que afronta en forma desventajosa la población pobre, toda vez que además
hacen frente a padecimientos crónico-degenerativos propios o asociados con la vejez, tales como
infartos, cánceres malignos, diabetes, paraplejias, embolias, cuadros reumáticos agudos,
osteoporosis, demencias, entre otros muchos padecimientos discapacitantes que demandan atención
de tiempo completo.
Los adultos mayores constituyen el grupo más grande de beneficiarios de la asistencia social en
el mundo entero. El número de ancianos institucionalizados se encuentra en constante crecimiento
y sus necesidades de atención son muchas. Si bien la mayoría son funcionales e
independientes, absorben una porción significativa de los gastos en salud y con frecuencia
requieren de cuidados prolongados administrados por personal experimentado (Lamoglia 2007: 57).
En este aspecto, una cuarta parte de la población anciana indígena tiene acceso a los
servicios de salud. El servicio médico oficial existente en las comunidades indígenas es
básicamente de primer nivel, es decir, atienden padecimientos enfocados a la atención
materno-infantil, y poco o nada se puede hacer en cuadros crónico-degenerativos que requieren de
un largo y costoso tratamiento especializado.
Imagen 2. Anciano indígena de 97 años (†).
Fotografía de L. Reyes Gómez, 2008.
Entendemos por vejez el último tramo del ciclo de vida, un periodo largo en
años que trascurre a lo largo de tres a cuatro décadas o más por vivir. Desde la
perspectiva social se busca explicar cómo se vive esa etapa en la que inciden diversos factores
que constituyen la carrera de la vejez. En comunidades indígenas, esta fase se asocia o distingue
a partir de varios criterios, como son los sociales, culturales, factores de orden biológico y
etarios.
En la esfera social es la actividad/inactividad, el sentirse útil y productivo, la línea
que distingue el ser considerado «viejo» o no. Por ejemplo, para acceder al trabajo
remunerado y encontrarlo después de los cuarenta años es ya de por sí un problema,
pero si trasladamos esa situación a edades que traspasan la frontera de los 60 años toma
tintes dramáticos.
Una de las señales que advierte al individuo que está acercándose a esta etapa de
la vida, a los ojos de los demás, es ya no ser invitado a trabajar, sea en actividades
remuneradas o en trabajos colectivos gratuitos y solidarios como el tequio, la fajina y la vuelta-mano,
todas ellas prácticas de trabajo comunitario.
Como tiene que proveer a la familia extensa, el viejo masculino trabaja hasta el límite de su
capacidad física y habilidades laborales, situación que desempeña aun en edades muy
avanzadas. La mujer, en cambio, mientras esté física y mentalmente apta es difícil
que se retire del trabajo doméstico y de la actividad productiva. En los estudios realizados
sobre pobreza, se concluye que «las mujeres viudas, las indígenas, las madres solteras y
las ancianas son siempre las más pobres» (Tinoco y Bellato 2006: 116).
En la esfera comunitaria el papel de abuelo anciano marca la pauta para ser considerado viejo. En las
mujeres, ser vieja es perder el poder en el ámbito familiar y ya no se le consulta en la toma de
decisiones; el ser abuela anciana, especialmente en la viudez y/o con enfermedad discapacitante, la hace
dependiente.
En el ámbito biológico, es la enfermedad crónica y degenerativa la que da indicios
de que la persona sea catalogada como vieja, y la pérdida de lucidez mental es el elemento que
determina cuando se ha alcanzado la vejez extrema; entonces al anciano ya no se le consulta y deja de
ser elemento operante en la familia, perdiendo el control no solo en la esfera familiar sino
también en la social. Cabe aclarar que la demencia senil no es percibida como enfermedad grave,
sino como una expresión natural de la edad avanzada.
La edad es un criterio clasificatorio y en buena medida está asociada, directa o indirectamente,
con la salud-enfermedad, roles sociales y la productividad.
Los zoques distinguen tres periodos en la vejez, es decir reconocen vejeces y no vejez a tabla rasa. El
primero se denomina media vejez, se caracteriza por la presencia de nietos, comprende de 30 a 59
años, y en éste se identifican tres niveles de media vejez:
El segundo periodo se conoce como vejez funcional, pudiendo haber presencia de bisnietos, estimado entre
60 y 75 años; en lengua zoque a las personas de esa edad se les nombra kanan böt,
masculino, «hombre viejo», chu´e yomo, femenino, «mujer
vieja». Y el tercer periodo o vejez disfuncional se calcula a partir de 76 años en adelante
o antes si una enfermedad discapacitante se hace presente; se caracteriza también por la posible
presencia de tataranietos y se subdivide en:
En este sentido, es evidente que la enfermedad, los accidentes y las discapacidades, están
presentes a lo largo de la vida, sin embargo el riesgo se incrementa con la edad avanzada, y tarde que
temprano termina con la muerte.
Nuestros informantes se encuentran en el último rango de edad, entre los 85 y más
años, es decir, en los que nacieron en el primer cuarto del siglo XX. En los casos que
ejemplificamos más adelante, se procuró, en la medida de lo posible, corroborar la edad
del informante con documentos oficiales, otras veces fue estimada por el anciano. Así, siempre se
buscó trabajar con personas mayores de 85 años de edad, quienes, a través de
testimonios, narraron cómo hacen frente a la vejez.
En el Cuadro 2, según datos del año 2000, se muestra la población adulta mayor
indígena de Chiapas cuyo grupo de edad se presenta desde los 85 años y más, en
donde se observan algunas diferencias por grupo etnolingüístico; por ejemplo, en
términos absolutos los tseltales y tsotsiles registraron el mayor número de adultos
mayores en edad extrema; en términos porcentuales más de la mitad de los zoques declararon
tener edades entre 85 a 89 años, a diferencia de los otros grupos con porcentajes menores; y los
porcentajes del grupo más longevo, 100 y más años, oscilaron entre
10.4%
—choles— hasta 12.8% —tseltales.
El grupo vulnerable, entonces, se sitúa en la población envejecida, especialmente aquella
que ha superado con relativo éxito la frontera etaria de la esperanza de vida, donde encuentra
huéspedes que alojan una colección de «síndromes multifactoriales asociados a
la vejez», la cual incluye una serie de patologías que varían, por ejemplo,
«desde una sinusitis crónica asociada a carencias mínimas de salud, hasta
enfermedades crónico-degenerativas —cánceres malignos, enfermedades
cerebrovasculares, infartos— asociadas a carencias amplias de salud» (Willis y Manton 1992:
209).
Para entender esta percepción a mayor profundidad, es preciso referir que los zoques clasifican
el concepto de enfermedad y el sentirse mal bajo cuatro expresiones básicas:
ka´u, ka´kuy, toya, met. Veamos cada una de ellas:
Ka´u refiere al proceso mórbido; ka´kuy hace énfasis en
padecimientos sin dolor; toya se utiliza para cuadros clínicos con dolor, especialmente
aquellos que producen profundo sufrimiento y, en consecuencia, percibidos como «enfermedad»
grave; y met se aplica a padecimientos cuyo origen causal se cree proveniente de actos de
brujería; entonces, la enfermedad puede ser manipulada por terceros, y los dolores podrían
ser intermitentes.
Imagen 3. Anciana indígena de 92 años
Fotografía de L. Reyes Gómez, 2007.
Se presentan seis testimonios de ancianos donde podemos advertir la compleja red de
relaciones sociales que se tejen alrededor del viejo en edad extrema. Las respuestas son variadas, van
desde actitudes de indiferencia y relaciones afectivas y solidarias débiles —Don Daniel y
Don Guilli—, hasta la conformación de redes de franco apoyo ante la vejez y la enfermedad;
estos gozan de alto estatus social, son queridos y protegidos tanto por la familia como por la comunidad
—Don Juan, Doña Mary, Doña Marcelina, Don Laureano.
DON DANIEL, APROXIMADAMENTE 92 AÑOS
CHAPULTENANGO, CHIAPAS, ABRIL DE 2006
La entrevista se hizo con algunas dificultades de comunicación por su sordera, pero
hablándole en el oído izquierdo con volumen moderado fue posible platicar con él en
castellano, ya que es bilingüe, quien dijo:
«¿Qué interés tiene en mi persona? Si ya no veo bien, no escucho bien y se me
olvidan las cosas. No conozco las letras. En mi niñez no había maestros, así que no
fui escuelero. Crecí como las víboras, en el monte. De joven fui muy bolo [borracho] y
desobligado.
«Aprendí a curar espanto a través de sueños, y de mi abuelo que
también era curandero. Aunque tengo ya mis añitos, gracias a Dios no enfermo como para
estar tiradote en la cama. A mi edad no conozco lo que es una inyección, yo mismo me curo con mis
hierbas. Quiero trabajar y vender mi café, para que al caminar suene en mi bolsa el dinero. Eso
me da seguridad, pero mis hijos no me dan dinero, pues dicen: ―¡pa´que, si lo
perdés!‖.
«Ya no me consultan, hacen lo que quieren y me tratan como niño. Fíjese, me
ocultaron información de la muerte de un gran amigo, crecimos como hermanos, y ni siquiera pude
ir a despedirme. Me siento en la banqueta y sólo veo sombras. Ya no me saludan. Ya quiero que
Dios se acuerde de mí, quiero descansar».
Don Daniel vive en un jacal con su esposa. No sabe leer ni escribir. Viven ellos solos, pues sus hijos
se han casado y viven aparte. En su juventud fue aficionado al alcohol y crió con rudeza y llena
de privaciones a su familia. Los hijos casi no visitan al padre, pues además de gozar fama de
gruñón, la relación que guardan es de conflicto, especialmente desde que Don Daniel
empezó a perder el sentido del oído hará unos diez años y a tener problemas
de Alzheimer los últimos cinco. Si lo visitan, no hablan con su padre, bajo el argumento que
está sordo o que «ya está viejito». Si alzan la voz para comunicarse con
él, insiste que no está sordo; los hijos, invariablemente, terminan
regañados.
La relación afectiva se establece con la madre, en especial de nietos hacia abuela, a ella le
llevan todos los días algún alimento; sin embargo con Don Daniel es de conflicto; entonces
han decidido no hablar más con él.
Ya no trabaja en el campo, se queda en casa a hacer «trabajo de flojo», como darle de comer
a las gallinas, hacer reparaciones menores al jacal y cuidar su jardín donde cultiva plantas
medicinales. Es de oficio curandero, se ha especializado en curar «espanto», y eventualmente
sus servicios son contratados para tal fin. Dejó de trabajar en el campo a raíz de
problemas de lucidez mental. Varias veces fue a trabajar a su cafetal montado en su caballo y regresaba
a pie, pues no recordaba haber llevado montura; sus paisanos lo ayudaban a llegar al pueblo cuando lo
encontraban desorientado en el camino. Otro tanto sucedía en el pueblo los días domingo
cuando iba a misa, ya no recordaba el camino de regreso a casa, y era auxiliado por los vecinos.
Tampoco puede utilizar dinero, desconoce su denominación; otras veces ha sufrido de alucinaciones
y se molesta porque los otros no ven lo que él sí percibe. En sus momentos de lucidez es
capaz de narrar repetidas veces y a detalle eventos sucedidos hace varios decenios, aunque es incapaz de
recordar si ha comido y reclama que lo quieren matar de hambre, entonces hace berrinche y sale a la
calle a pedir de comer a los vecinos.
En tanto Don Daniel se mantuvo lúcido gozó de alto estatus social; ahora que ya presenta
problemas de Alzheimer ya no es considerada su opinión, ya no es escuchado, por el contrario es
visto y tratado con infantilismo. En general, se caracterizó por gozar de una salud envidiable,
así que su sordera era vista como un evento «natural» propia de
«viejitos», es decir, sin cura. Estos padecimientos en la percepción salud-enfermedad
entre los zoques, pueden pertenecer a la categoría de ka´kuy; es decir, un
síndrome que no causa sufrimiento neurálgico. En consecuencia, no son considerados graves.
Al igual que gran número de ancianos en Chiapas, Don Daniel no cuenta con acta de nacimiento para
ser beneficiario de programas oficiales como Oportunidades de la Secretaría de Desarrollo Social
o programas del gobierno estatal como Adultos Mayores Nuestra Esperanza y Certidumbre, Amanecer, del
Instituto de Desarrollo Humano en Chiapas, donde recibiría apoyo económico en la vejez.
Para acceder a esos programas necesita tramitar su acta de nacimiento y presentar testigos de mayor edad
que él, pero los pocos que había murieron durante el proceso eruptivo del volcán
Chichón, entre marzo y abril de 1982. En síntesis, don Daniel es parte de la
población damnificada y reubicada por la erupción volcánica. Además de vivir
en situación de pobreza extrema, no es contabilizado para efectos de apoyo
gubernamental.
DON JUAN, 85 AÑOS
TAPALAPA, CHIAPAS, MARZO DE 2007
Don Juan es un hombre muy respetado y querido en la comunidad, pues es cantor de velorios, rezandero y
consejero; algunas veces acuden a él para pedirle opinión, ora de asuntos
políticos, ya de problemas conyugales, otras veces para que interprete sueños. Sin
embargo, desde tiempo atrás se caracterizó por su acción evangelizadora
«enseñando el Padre Nuestro y llevando la palabra de Dios» hasta las riveras
circundantes al complejo volcánico del Chichón. También ganó fama de
casamentero, pues presume un récord de más de 300 pedidas de mano, y en ninguna ha sido
rechazada su petición, gracias a la habilidad y convicción discursiva, pues sabe hablarle
«al corazón».
A sus 85 años, prácticamente ha logrado unir en pareja a más de la mitad de la
población de Tapalapa y sus riveras; la gente le guarda especial reconocimiento, cariño,
respeto y ha logrado conformar una red que le brinda apoyo solidario, relaciones afectivas que, a la
vez, le permite organizar, apoyado en la religión, redes de soporte filantrópico que
ayudan a otros ancianos a sobrellevar su edad avanzada, especialmente en la enfermedad. Al respecto
dice:
«Soy del grupo de ―Adoradores‖ de la Acción Católica. Soy
católico, apostólico y romana [sic]. Nosotros practicamos la palabra de Dios. Él lo
sabe. Mire, cuando vemos que en la congregación hay un enfermo ancianito, que no tenga hijos o
hijas, nadie quien lo cuide, pues nosotros somos familia, somos hermanos. Cuando hay un enfermo anciano
que ya nomás está tirado en la cama, ahí orina, ahí ensucia, y no tiene hijo
que lo lleve al baño, pues para eso estamos organizados como familia. Hay veces que llega a la
iglesia la noticia pues que hay enfermo, y hacemos sociedad. Llegan a la casa del enfermo personas que a
lavar su ropa; llegan a componer, a bañar al enfermo. En la iglesia hay
―bienhechoras‖, a ellas les dicen: ―Hay un enfermo ahí, ahí está
tirado en la cama. No tiene hijo ni hija‖. Ahorita vamos a ver, dicen.
«Inmediatamente nos organizamos. Unos irán a lavar la ropa, sus cosas, y nosotros vamos a
bañarlo. Llevamos un poco de atole, unas tortillas; lo que caiga. A darle de comer, a
bañarlo, y así el siguiente grupo. Cada día cambia la comisión. Hoy llega un
grupo, mañana otro, traspasado mañana otro, y así se llega a visitar a los que
están caídos en la cama.
«Así, el día en que yo esté enfermo vendrán las
―bienhechoras‖. Cuando esté muy, pero muy enfermo estoy seguro que vendrán a
verme, porque soy ―Adorador‖, somos como hermanos, una misma familia, somos amigos. Todos
somos hijos de Cristo. Así estamos formados en nuestro pensamiento, y se ha hecho costumbre. Yo
sé que el día de mañana estaré enfermo, que me tocará mi turno, por
eso ayudamos a los enfermos, para que cuando nos toque contemos con la ayuda de nuestros hermanos. Desde
ahora sembramos la semilla de la amistad.
«Llegamos a hacer la vela —velatorio— en la iglesia, y cuando uno de nosotros no tiene
hijo, pues les compramos su pantalón, su zapato, cooperamos voluntariamente, y compramos su
cajita, lo que se necesite. Nos organizamos: unos van a abrir la sepultura, otros compran las cosas que
se necesitan, y lo llevamos al panteón.
«Todavía hay muchos aquí que no tienen hijo, y pues damos ayudadita nada más.
Nos apoyamos siempre un poco para que sirva. Ya me tocará mi turno, pues sólo estamos
formados en la cola.
«No tengo miedo a enfermar, la enfermedad es mi amigo también. Yo visito los enfermos,
seguro. No le temo a la muerte. Es mejor enfermar fuerte para que todo termine; no hay que tenerle miedo
a la muerte. Le tengo miedo, sí, a ser abandonado.
Tengo temor de perder la lucidez, la mente.
«Si alcancé 85 años ya es ganancia. Todos los días me levanto y pido
perdón y rezo un Padre Nuestro. Doy gracias, y canto: ―Jesús Dulcísimo que el
Sol ya viene, pero antes quiero decirte: muy buenos días, muy buenos días, en tu presencia
trabajaré‖. Tomo mi café, mi pan, y a trabajar. Lo mismo en la noche oro y canto
―Jesús Dulcísimo que la noche ya viene, pero antes quiero decirte: muy buenas
noches, muy buenas noches, en tu presencia descansaré‖. Doy gracias por el día,
porque no pasó ninguna desgracia, sin ningún problema. Me duermo y hasta mañana.
«Dios me tiene en súplica, pues no enfermo. Siempre no tengo dinero, pero hay veces que la
gente me regala que diez, que veinte pesos. Me dicen: ―estás pasiando, para tu
refresco‖. Tengo amigos, es regalo que me dan. Me respetan, me quieren, y yo los respeto, los
quiero y pido a Dios que los cuide y los bendiga. No sé qué se siente dar o recibir una
cachetada; no sé que es insultar o ser insultado. Así seguiré, hasta el fin de mis
días».
Don Juan y su esposa gozan de apoyo gubernamental del programa estatal Amanecer, del cual obtienen
$500.00 pesos mensuales cada uno, dinero que destinan para la compra de alimentos; sin embargo, del
trámite de apoyo que realizaron para el programa federal 70 y más, no hubo
respuesta.
Podemos decir que este es un caso de vejez activa, pues además de las redes solidarias y
afectivas con las que cuenta en el municipio y en las cuales ha tenido un rol protagónico, se une
la relación familiar estrecha y de vecindad, pues vive en pareja y sus hijos casados en
patrilocalidad. Don Juan es un líder que desde la institución religiosa organiza la ayuda
a los ancianos, especialmente a los desprotegidos.
En relación con la importancia de las redes sociales y del vínculo religioso en la vejez,
Vázquez y Reyes (2006: 321-322) explican que lo religioso permea y enriquece la vida cotidiana:
...—realzando valores, significados y satisfacciones; aminorando los efectos de la enfermedad, la
soledad, la tristeza, la desconfianza, incluso la muerte—, reforzando no solamente su identidad y
autoestima, sino vinculándolos con otras personas e instituciones sociales que les ayudan a
mantener y/o reforzar su estatus social. Luego entonces, estas prácticas y actividades religiosas
se convierten no solamente en una ayuda sobrenatural o una fuerza de espíritu, o una
resignación estoica, sino en una instauración de sentido y significado como cualquier otra
construcción social.
Esta esfera sociocultural en la que se desarrollan los ancianos indígenas es muy interesante, y
es parte fundamental para entender las complejas redes sociales que tejen para hacer frente a la vejez
extrema.
Una vez retirado de la actividad productiva a edades muy avanzadas —muchas veces más
allá de los 85 años—, el anciano, ante la imposibilidad de trabajar en actividades
remuneradas como jornalero, albañil o en el desarrollo de oficios como panadero, carpintero,
etc., sus servicios son requeridos en ámbitos de la competencia mágica: lectores de
oráculo, adivinos, brujos, etc.; en la esfera religiosa: rezanderos, rezadores de cerros para
propiciar lluvias y abundantes cosechas, consejeros, casamenteros, músicos, danzantes; y en el
campo terapéutico se presume dominan las artes de la medicina, toda vez que han vivido y superado
con relativo éxito enfermedades varias, y tienen experiencia y conocimiento profundo de la
medicina tradicional: curanderos, sobadores, parteras, hueseros, etcétera.
Evidentemente no todos los viejos dominan las artes antes descritas, pero los que llegan a tener dominio
en los campos mágicos, terapéuticos y religiosos, gozan de un alto estatus social, y
cuando son requeridos sus servicios pueden obtener algunos satisfactores no necesariamente en
metálico, pero sí en especie, que los ayuda a sobrellevar la vejez en mejores condiciones
en relación con aquellos que no gozan del dominio de esas especialidades.
El prestigio y estatus social que presenta Don Juan es producto del trabajo realizado desde edades
tempranas, y le ha permitido jugar el papel gerontocrático del que tanto se fijaron los
etnógrafos y que generalizaron en la literatura antropológica como un rasgo
homogéneo en la vejez indígena masculina.
En cuanto a la vejez femenina con estatus social alto, presentamos el siguiente caso.
DOÑA MARCELINA, 87 AÑOS (†)
IXTACOMITÁN, CHIAPAS, MARZO 2006
Doña Marcelina aprendió el oficio de comadrona de su abuela. Ella la entrenó en
estos menesteres. Se inició desde joven, a la edad de 20 años, así que tiene
practicando el oficio desde hace 67. Vive con su nieta, a quien le enseña, a su vez, los
conocimientos para recibir niños al mundo. Es viuda y ya no trabaja en la parcela. La gente por
respeto la llama Oko —abuela, en términos reverenciales—. Los nietos
rituales adquieren el compromiso moral de guardarle respeto, obediencia y atenderla llevándole a
casa productos que le ayuden a subsistir, desde leña, frutos, alimentos preparados y algunas
veces monedas. Siempre la procuran.
Ella tenía problemas de sordera y caminaba con dificultad, sin embargo el oficio que realizaba la
mantenía ocupada y no se inquietaba por la vejez. También recibió entrenamiento por
parte del IMSS —Instituto Mexicano del Seguro Social— y tenía un reconocimiento
oficial de partera empírica. Ella comenta:
«Soy partera, y con mi trabajo no tengo tiempo para pensar si estoy vieja o no. Me llaman para
atender partos; no tengo horario. Sea de día o de noche, esté lloviendo o despejado, si
hace frío o calor, si está cerca o lejos. Eso no importa, yo tengo que ir cuando me
llamen. Ese es mi oficio, mi mamá [abuela] me lo enseñó, y he aprendido con el
tiempo.
«La gente me llama, me busca. No tengo descanso. No cobro por mis servicios, la gente me da lo que
quiera, y si tiene. Si no tiene, pues no hay problema; después me regalan lo que sea. Así
trabajo yo.
«Me vienen a buscar de lejos, y no me hago de rogar, ahí voy, a la hora que sea y a donde
sea. Gracias a Dios no tengo complicaciones en mi trabajo, cuando veo que no puedo atender el parto
porque el ―pichi‖ viene sentado o con el cordón umbilical al cuello, pues la canalizo
al hospital sin pérdida de tiempo. No descanso, tampoco tengo tiempo para pensar si ya estoy
vieja. Mi corazón quiere trabajar, y mientras trabaje no voy a ser vieja, así pasen cien
años, o más».
Una tarde de octubre de 2007 Doña Marcelina dijo a su nieta que se sentía muy cansada, y
que quería dormir un rato en su hamaca. Lo hizo, pero ya no despertó más. Ahora la
nieta heredó el oficio de partera; como Doña Marcelina, a su vez, lo tomó de su
abuela.
DOÑA MARY, 88 AÑOS
ESQUIPULAS GUAYABAL, RAYÓN, CHIAPAS, AGOSTO 2007
Cuando el anciano vive en un ambiente familiar donde los lazos afectivos son sólidos, es una
señal que advierte al viejo una vejez lo más digna posible. Se desarrollan vínculos
no solo afectivos, sino también solidarios alrededor de los abuelos. Se procuran, se protegen, se
está pendiente de ellos. En este sentido las mujeres son más proclives a recibir tratos
dignos en la vejez, pues la figura materna es más factible que sea querida y respetada por la
descendencia.
En este sentido, Doña Mary narra su experiencia:
«Tengo siete hijos varones y tres mujeres, todos vivos, gracias a Dios. Siempre están
pendientes de mí y de mi esposo. Claro, no todos me ayudan igual, pues algunos son más
pobres que otros. Tengo dos hijos mayores que se fueron a trabajar a donde le dicen Estados Unidos, pero
de plano ya se olvidaron de nosotros. Tiene años que se fueron, pero no sabemos nada de ellos, ni
escriben, ni hablan, ni nada. Ya se olvidaron de nosotros, pero mis cinco hijos restantes siempre
están al pendiente de nosotros. Ahora que mi esposo se enfermó de la próstata ellos
se hicieron cargo de todo, bueno, aunque mi esposo vendió sus vaquitas. Gracias a Dios todo
salió bien. Mis hijas siempre están pendientes de mí. Dos de ellas están
viviendo acá y otra en el rancho, y me viene a ver cada que puede, tal vez cada mes o cada quince
días.
«Ya nos traen que una frutita, que un aguacate. ―Come‖, me dicen. Nunca me he quedado
sin comer, a menos que esté enferma; siempre la casa está alegre y nunca me dejan sola. La
casa parece que está de fiesta cuando nos visitan por las tardes. Una hace café, la otra
prepara el pan y comemos todos. Gracias a Dios tengo una bonita familia».
Doña Mary dice estar sana, y siempre está muy activa, aunque ya empieza a olvidar cosas.
Usa lentes de aumento que su hijo le compró en el mercado dominical, y no están graduados
de acuerdo con su dioptría, sin embargo los usa para bordar apoyada en la visión de un
sólo ojo. Por equivocación, porque no ve bien o porque no sabe leer, un día
tomó un medicamento que no le correspondía y se autoadministró una sobredosis de
Afrinex —dos cápsulas—, que le produjo sueño profundo por más
de 48 horas y otros efectos secundarios como dolor de cabeza, mareo e irritabilidad. Situaciones como
esta suceden a menudo y llegan a causar mayores estragos.
Doña Mary no tiene noticias de sus dos hijos migrantes, dice vivir contenta su vejez pues siempre
sus hijos y demás familiares están al pendiente de ella.
El viejo también es susceptible de recibir un trato recíproco por parte de los suyos muy
en especial si procuró formar una familia con cariño, amor, trabajo y responsabilidad. El
siguiente caso ilustra esta afirmación.
DON LAUREANO, 88 AÑOS (†)
NUEVO ESQUIPULAS GUAYABAL, RAYÓN, CHIAPAS, MAYO DE 2007
Don Laureano desde muy joven fue considerado que poseía un «don» especial para curar,
pues nació con seis dedos en las manos; esta particularidad, se afirmaba, le daba poderes
extraordinarios de «calor» que le permitían una serie de habilidades, mismas que
cultivó desde edades tempranas. Por ejemplo, era diestro en tocar la flauta de carrizo y tambor
al mismo tiempo —normalmente se requieren dos ejecutantes—; lo mismo tocaba sones,
zapateados, danzas, rezos y, además, hacía sus composiciones. Recreó una danza
antigua que se había perdido en el tiempo. Para lograrlo recurrió a la actividad
onírica, soñó la música y la coreografía; posteriormente
organizó a los danzantes y así resurgió «la danza del tigre».
Tener «mano caliente» significaba, además, no cortar frutos, pues éstos se
«secaban» rápidamente; las flores corrían el riesgo de marchitarse. En cambio,
eran propicias para el tratamiento de enfermedades varias, pero muy en especial en padecimientos de
sustos «fríos» originados por caídas en ríos y peligros de ahogo,
espanto de víbora y otros agentes sobrenaturales de clasificación
«fría».
Como «rezador de cerro» cultivó un lenguaje florido para propiciar lluvias y
abundantes cosechas. Sus servicios eran muy requeridos, pues la efectividad de sus prácticas no
dejaba duda de ello. Aunque no fue a la escuela «tenía cabeza», aprendió a
leer en forma autodidacta y presumía saber estampar su firma. Su fama de curandero rebasó
las fronteras del estado, y sus servicios eran solicitados, principalmente, en Tabasco, Veracruz y
Quintana Roo.
En su casa atendía frente a un altar, donde la imagen principal era un Cristo negro de
Esquipulas. También contaba con otras imágenes como la Virgen de Guadalupe y San Isidro
labrador. El altar era adornado con grandes mazorcas de diversos colores, producto seleccionado de las
cosechas en las que había rezado.
Don Laureano, aunque usaba plantas medicinales en sus diversos tratamientos, rezos especializados,
sobaba con ungüentos preparados por él mismo. Pronto combinó en su terapéutica
medicamentos alópatas sin control alguno, o canalizaba al paciente a la farmacia del pueblo
vecino, para que le recomendaran algún medicamento complementario al tratamiento
«tradicional». Con la cantidad de pacientes que atender, Don Laureano prácticamente
no trabajaba el campo, y a menudo viajaba a diversos sitios para ejercer su práctica
médica. Su fama de rico se hizo evidente, y fue blanco de secuestradores, presumiblemente por la
policía judicial del estado. Su rescate se negoció, en 1983, por un monto de tres millones
de —viejos— pesos.
Respecto al rol ceremonial que juega, dijo:
«La gente me tiene respeto, y como gente grande de la comunidad estoy encargado de atender asuntos
de la iglesia. Así, dirijo los rezos, estoy pendiente de la fiesta del pueblo, y soy la
única persona autorizada para cambiar al santo patrón —Cristo negro de
Esquipulas—. Yo le hablo con todo respeto, y le explico que lo vamos a bañar con aceite
perfumado, a cambiar de ropa, y a prepararlo para su fiesta. Si no lo hacemos así, no se deja; se
pone «pesado» y no podemos ni moverlo. Bueno, yo no lo cambio directamente, sino son mujeres
viudas quienes se encargan de esa tarea, pero yo les digo cómo hacerlo. El santo patrón es
muy delicado, por eso me dan esa tarea a mí, porque yo le puedo hablar bien; no a cualquiera le
dan ese encargo.
«Cuando me piden que vaya a tocar a sus casas, voy con gusto. Toco zapateados y bailan muy
alegres. Si se trata de acompañar rezos, pues lo hago con mucho respeto. Así nos
acompañamos, sea en la alegría o en la tristeza; son compromisos y costumbres que tenemos
que cumplir».
Nuestro personaje no fumaba ni tomaba. Siempre presumió gozar «salud de roble»,
aunque problemas de visión le obligaron a usar lentes, mismos que no utilizaba en la calle, pues
«lo hacían ver viejo». Siempre fue muy activo y lúcido, hasta que un
día sufrió «aire de corazón», cuadro mórbido caracterizado por
sudoración fría, dificultad respiratoria, palidez, pérdida de conciencia y sopor
profundo, desde entonces su actividad se redujo considerablemente, y quedó confinado en casa.
En junio de 2009, teniendo 90 años de edad, Don Laureano sufrió un ataque masivo al
corazón que no soportó.
DON GUILI, 88 AÑOS
CHAPULTENANGO, CHIAPAS, ABRIL DE 2006
Don Guili, comparado con el promedio de estatura de los zoques, que podría ser de 1.65 m, sufre
de gigantismo, pues cuando era joven medía aproximadamente 2.30 m, hoy su cuerpo se ha encorvado,
pero su altura aún impone. Dada la ventaja que le daba su tamaño y fuerza física,
en su juventud fue nombrado policía municipal. Gozaba fama de valiente, rudo, fuerte,
rápido, y otros muchos atributos que le daba su gigantismo. Allá por 1946, Chapultenango
no contaba con carretera, entonces el joven Guilli era contratado como tameme para el traslado de
enfermos. Los pacientes eran trasportados en silla hacia la ciudad más cercana: Pichucalco,
distante de Chapultenango 45 kilómetros, aproximadamente. Se jactaba de no tomar descanso alguno
y hacerlo en tan sólo medio día.
Como policía gozaba fama de rudo en sus detenciones; abusaba de su fuerza. Cierta ocasión,
camino al municipio, advirtió una pelea campal e intervino. En la reyerta recibió un
fuerte golpe con un palo, en la frente. Perdió el conocimiento, y cuando volvió en
sí tenía nublada la vista. Cada vez veía menos, hasta que un día, estando en
la montaña cortando leña, quedó completamente ciego. Con mil dificultades
regresó a casa. Su vida, desde entonces, sufrió un cambio radical. Aquel temido gigante
ahora causaba lástima.
Al dejar de ser proveedor de la casa, y significar una carga para la familia, pronto lo abandonaron a su
suerte. Además, Don Guili siempre maltrató a su esposa. Un día su mujer no
aguató más, y le dijo: «Voy a Pichucalco a buscar medicina», y se llevó
a su única hija. De esto hace ya más de 40 años.
Desde entonces, Don Guili vive de la caridad. Los niños son asustados para que se comporten como
es debido, advirtiéndoles: «Ahí viene Don Guili», a su vez, cuando los
niños ven venir a Don Guili, le tiran piedras, pues lo consideran una amenaza, y le temen, aunque
sea un gigante venido a menos o un ogro inofensivo. El anciano viste harapos, anda maloliente y camina
con dificultad apoyado de un bastón.
Don Guili no recibe apoyo gubernamental. Últimamente la Iglesia católica le ha brindado
ayuda, organizó a los vecinos, repararon su jacal, que se estaba cayendo, pusieron piso firme,
construyeron una letrina, y se turnan para ofrecerle alimento caliente, al menos una vez al día.
Las monjas le brindan asistencia en salud primaria.
En sus palabras Don Guili comenta con voz lastimera:
«La gente dice que soy malo, y no es cierto. He pensado en matarme, pero tengo temor de Dios. Lo
único que quiero, antes de morir, es despedirme de mi familia, de mi esposa, de mi hija. No voy a
pedirles nada, nada, nada. Sólo despedirme.
«Gracias por venir a visitarme; aquí la gente me tiene miedo, dicen que soy malo, y no es
cierto. Yo le pido a Dios que se acuerde de mí, que me lleve con Él, pues acá es
puro sufrimiento [llanto]».
Esta cara de la vejez es la más dramática, y se expresa con toda crudeza cuando el anciano
no cuenta con redes familiares ni relaciones afectivas solidarias. El abandono de los ancianos es una
práctica más común de lo que se cree, y el maltrato al viejo se evidencia e incluso
es tolerado culturalmente, destruyendo el mito de la vejez idílica.
Imagen 4. Anciano indígena de 97 años (†)
Fotografía de L. Reyes Gómez, 2008.
A principios del siglo XX, alcanzar edades avanzadas era digno de admiración y
causaba respeto en las personas que lograban jugar roles importantes en la comunidad, quizá por
ello la literatura etnográfica dibujaba una vejez homogénea y bastante idílica. El
proceso de envejecimiento trajo como consecuencia modificaciones sustanciales en la forma de percibir,
vivir y atender la vejez, y ha puesto al descubierto el maltrato, el abandono y situaciones de pobreza
extrema en la que viven aún un gran número de viejos.
Las condiciones para hacer frente al proceso de envejecimiento de la población indígena no
son las mejores, pues se conjugan varios factores adversos: marginación, pobreza y falta de
apoyos asistenciales. Se han dado los primeros pasos, pero estos son aún insuficientes,
razón por la cual, es el anciano, la familia —especialmente las mujeres— y la
comunidad los encargados de hacer frente a este reto poblacional.
Nuestro interés estuvo centrado en entender cómo vive el anciano la vejez en edades
extremas ante una enfermedad o alguna discapacidad, especialmente cuando se conjugan pobreza,
marginación, falta de servicios médicos y sociales. Buscamos entender la cultura del grupo
respecto a la vejez, la perspectiva de género, del estatus social y los roles que son asignados a
los ancianos en la vida comunitaria; nos apoyamos a través de testimonios, conjugando elementos
que nos orienten para entender cómo procede la familia y la comunidad. Los ejemplos presentados
muestran que la vejez tiene un comportamiento heterogéneo y que su problemática social es
mucho más compleja. Cada testimonio evidencia problemas distintos y/o alternativas de
atención.
De igual manera, las evidencias señalan que el anciano, en tanto se mantenga lúcido y
activo en sus funciones, puede vivir una vejez menos accidentada. Ser o haber sido buen curandero,
comadrona, rezandero, danzante, músico, artesano, entre otras ocupaciones, da prestigio social,
genera algunos ingresos y son factores que muestran indicios de gozar ciertos soportes en la vejez
avanzada. Esta situación no siempre se logra, por eso los ancianos tejen estrategias para la
ayuda organizada, generalmente desde el espacio religioso. Los testimonios dan cuenta que en el sector
católico, el grupo de «Adoradores» es una estrategia digna de considerar para
entender cómo funciona la autoayuda en el seno religioso, y hasta ahora cómo sirve de
soporte en la vejez desprotegida.
Un problema importante que se reconoce para ser beneficiario de los programas oficiales de apoyo,
especialmente en la vejez, es el requerimiento de documentos que algunos ancianos no tienen, como es el
acta de nacimiento, la credencial del IFE
—Instituto Federal Electoral—, la CURP —Clave Única de Registro de
Población—, entre otros documentos oficiales; para el trámite de alguno de esos
requisitos, el anciano necesita también testificar con la presencia de personas de igual o de
mayor edad que él o ella, y esto se convierte en un círculo vicioso. El Estado ha mostrado
incapacidad para dar solución a este problema que afecta a la población más
vulnerable.
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