MUNICIPALIZACIÓN DEL GOBIERNO INDÍGENA
E INDIANIZACIÓN DEL GOBIERNO MUNICIPAL EN AMÉRICA LATINA1
RESUMEN:
Esta colaboración se aproxima al proceso de municipalización del gobierno local indígena y a la otra cara del mismo proceso: la indianización del gobierno municipal, en América Latina. En las últimas tres décadas el municipio se ha reformado, en un marco más amplio de reforma del Estado, para ajustarse al nuevo contexto neoliberal A este proceso se le ha llamado «neomunicipalismo». Para diversos pueblos indígenas, el «neomunicipalismo» se percibe como un riesgo, pero también como una oportunidad. En el pasado reciente, el gobierno indígena fue visto desde el poder del Estado como «remanentes» en vías de disolución. Hoy día, el Estado multicultural acepta como válidas esas instituciones, siempre y cuando se inscriban en la lógica de la organización del Estado. Requisito que diversas organizaciones perciben como un riesgo, aunque otras lo ven como una oportunidad para avanzar en el proceso de empoderamiento indígena. El dilema entre resistencia y no aceptación de la institucionalidad del Estado, y el acceso a las mismas, en un horizonte de apropiación, es una vieja historia en la relación pueblos indígenas y municipio. Cuando hay aceptación —siempre limitada— se producen procesos de «municipalización» del gobierno indígena. En esta colaboración sistematizo tres momentos de municipalización del gobierno indígena en América Latina: cabildo indígena colonial, ayuntamiento gaditano, neomunicipalismo.
PALABRAS CLAVE:
gobierno indígena, municipalización, indianización, neomunicipalismo.
ABSTRACT:
This collaboration is approaching the municipalization process of local government and indigenous on the other side of the same process: the indianization of the municipal government, in Latin America In the last three decades, in a broad framework for reform of the State, the municipality has been refurbished, in a broader framework for reform of the State to comply with the new neoliberal context. The «neomunicipalismo», is a risk and an opportunity for these peoples. In the recent past, the institutions the indigenous government, was seen as «residual» in the process of dissolution. Today, the multicultural State accepts as valid those institutions, always and when entered in the logic of the organization of the State. Requirement that various organizations perceive as a risk; but other see it as an opportunity to make progress in the process of empowering indigenous. The dilemma between resistance and non-acceptance of the institutional framework of the State, and access to the same, in a horizon of appropriation, is an old story in the relationship indigenous peoples and municipality. In this collaboration systematized three stages of municipalization of the indigenous governance: the cabildo indigenous colonial; the cádiz city hall andthe neomunicipalismo.
KEY WORDS: indigenous governance, municipalization, indianization, neomunicipalismo.
El gobierno indígena en América Latina se ha configurado, en un proceso
de larga duración, en un diálogo tenso con las trasformaciones de su entorno. El gobierno
indígena encuentra su explicación en la persistencia de un hilo continuo de un sistema de
autoridades que es percibido como propio Esas instituciones, sin embargo, no se construyen en la
autarquía o aislamiento; por el contrario, se configuran en el diálogo constante con la
institucionalidad estatal. Distingue al gobierno indígena su capacidad para reelaborar las
instituciones estatales, que siendo «ajenas» son convertidas en propias mediante complejos
procesos de apropiación —«indianización»—, que son resultado de la
voluntad de estos pueblos para hacer persistir la diferencia. Su persistencia —y en lo general de
los pueblos indígenas en sí mismos y de sus propias instituciones— debe explicarse
en su capacidad para adecuarse a las realidades nacionales y el contexto más amplio. En las
páginas siguientes voy a aproximarme a esas trasformaciones, intentando mostrar la
adecuación y reconfiguración continua de los gobiernos indígenas, mediante procesos
de municipalización, en distintos momentos históricos.
Los pueblos indígenas en América Latina siguen practicando formas de autogobierno regidas
por normas que perciben como propias. El gobierno indígena en América Latina, y aun dentro
de cada país, no tiene un diseño único, sino que es tan diverso como distinta se
presenta la realidad en la que cada uno de ellos se constituye: en un contexto de múltiples
determinaciones, relaciones y articulaciones. Pese a las diferencias, comparten rasgos que vistos en
conjunto permiten su caracterización como tales. Con excepción de algunos pueblos de las
tierras bajas —de la amazonía, por ejemplo, en donde «el contacto» cultural ha
sido escaso—, en el resto el gobierno indígena se ha configurado, regularmente, en
diálogo con la institución municipal gubernamental, en distintos momentos
históricos, durante cinco siglos. El gobierno indígena de la región comparte la
característica de haber hecho de la institución municipal —ya sea como
república de indios, cabildo o ayuntamiento— algo apropiado, en una interrelación
tensa entre «municipalización del gobierno indígena» —como
política de Estado, para la asimilación—, y de «indianización del
gobierno municipal», como estrategia de resistencia; de lo que resulta que en los contextos
indígenas la institución municipal se haya constituido en un marco de interlegalidad
(Burguete 2008a).
El trasfondo teórico del argumento que aquí desarrollo se inspira, desde la
Antropología jurídica, en un enfoque de interlegalidad. Toma distancia de la perspectiva
del pluralismo jurídico, que observa dos polos o sistemas paralelos, uno como tradición y
el otro como modernidad, como costumbre y ley, escritura y oralidad, como sistemas que coexisten entre
sí, de un Estado que tolera las costumbres indígenas y que explica la permanencia de las
instituciones indígenas como un mundo autárquico y ensimismado. La perspectiva de
interlegalidad, desarrollada por Boaventura de Sousa Santos (2003), por el contrario presume
diálogo constante y mutua constitución. La noción de interlegalidad remite a la
porosidad del mundo jurídico, lo que da lugar a un derecho constituido por múltiples redes
de juridicidad.
Esa perspectiva teórica y metodológica aquí asumida considera los sistemas
normativos y las instituciones indígenas como entidades dinámicas y flexibles insertas en
procesos históricos de poder y de cambio socio-jurídico (Sierra 2005). Así tanto el
gobierno indígena como el municipio indígena, en el sentido de instituciones, se han
gestado en una relación continua con el orden jurídico estatal con el que
interactúan. En esta configuración, el Estado también se modifica al realizar
cambios en su organización y perspectiva cultural —como hoy es claramente visible mediante
las reformas multiculturales—; de lo que resulta su mutua constitución.2 Es importante
mencionar que los campos jurídicos que incluyen el municipio y el gobierno indígena son
más amplios de lo que se aborda. Los hay que toman en cuenta el contacto del reconocimiento
jurídico de las comunidades campesinas e indígenas, la jurisdicción étnica,
la territorialidad y tenencia de la tierra, el sistema de autoridades —que va más
allá de lo municipal—, los sistemas normativos, la ciudadanía y la pertenencia
étnica. Temas subyacentes a los debates que cruzan esta colaboración, pero que no
desarrollo por razones de espacio.
En las últimas tres décadas el gobierno indígena se ha visto impactado por los
cambios que han sufrido los Estados nacionales en América Latina, como resultado de reformas,
globalización y de expansión del capitalismo neoliberal. En este contexto, los gobiernos
locales indígenas en América Latina también han cambiado. De los más
importantes cambios se presenta una institución municipal modificada resultado de las
políticas de descentralización y de democratización en la región. Esta
«neomunicipalización»—entendida como adecuación del municipio a la
reforma del Estado neoliberal— ha sido una estrategia desplegada desde el Estado reformado para
ampliar su presencia, sus competencias, su capacidad de regulación hacia las regiones
indígenas; al mismo tiempo que se reorganiza para adecuarse a los cambios del entorno global y de
las presiones del mercado.
Al curso de los años ochenta y noventa, la mayoría de los nuevos gobiernos
democráticos en América Latina sufrió un deterioro drástico en la
efectividad económica y mostró débil capacidad de respuesta frente a los problemas
de la sociedad (Cavarozzi 1991). En su contra irrumpen luchas sociales que rechazan las medidas de
ajuste estructural y pugnan por la democratización. La emergencia de movimientos sociales en
prácticamente todos los países de la región, y sus consecuencias sobre la
estabilidad económica, crearon un cuadro de crisis política, lo que obligó a la
revisión de las políticas globales, dando surgimiento a una «segunda
generación» de reformas que buscaba la reestructuración y fortalecimiento de la
organización estatal (Andara 2007).
Las organizaciones indígenas estuvieron presentes en las luchas contra las dictaduras y los
gobiernos autoritarios, y fueron actores relevantes en los procesos de democratización en la
región, desde la década de los setenta hasta nuestros días. Antes lo hicieron desde
la trinchera del movimiento campesino clasista; más recientemente organizados como
«movimientos de identidad», rechazando políticas asimilacionistas (Bengoa 2000,
León 1994, Gros 2000). En sus reclamos han sido enfáticos en intentar trasformar el
diseño del Estado nación monoétnico mediante reformas legales hacia el
reconocimiento de sus derechos específicos, y la reconfiguración dirigida a un nuevo
Estado plurinacional.
Los reclamos indígenas fueron —parcialmente— escuchados: surge una generación
de reformas legales en todos los países latinoamericanos que reconocen la diversidad cultural; un
ciclo de reformas constitucionales, que se conoce como «constitucionalismo multicultural»
(Clavero 2002). El multiculturalismo es la nueva política desarrollada desde el Estado neoliberal
que sustituye el viejo paradigma asimilacionista. Este nuevo Estado multicultural suele aceptar la
representación indígena en el gobierno local siempre y cuando tenga su origen en una
elección, en el marco de la democracia electoral; al mismo tiempo que demanda que los liderazgos
respondan a un perfil que pueda gestionar políticas con énfasis en gerencia social.
Enfoque que ha sido llamado «neoinstitucionalismo»(Nickson 2003), marco normativo general en
el que el nuevo municipio opera, dando origen a un nuevo fenómeno al que suele llamarse
«neomunicipalismo»(González s/f).
La prolongación de la incorporación de los liderazgos indígenas locales dentro de
la organización estatal neoliberal mediante la figura municipal ha dado lugar a reacciones
diversas entre los actores indígenas. Por un lado, la neomunicipalización es vista
como empoderamiento de actores sociales indígenas, al favorecer su participación en
decisiones políticas de las que antes habían sido excluidos, cuando el municipio estuvo en
manos de los mestizos, principalmente. Algunos actores han pugnando por lograr una mejor
inserción en la institucionalidad estatal en la lógica mencionada, intentando etnizar al
nuevo municipio. Otros han rechazado ese tipo de relación, y pugnan por desarrollar nuevas
estrategias que apuntan hacia la «comunalización» del gobierno indígena. Es
decir, revitalizar sus propias instituciones, dentro de ellas las de los gobiernos nativos, como el
Ayllu (Choque 2000), o incluso el cabildo indígena de origen colonial, rechazando la figura
municipal que califican como «neoliberal». Observamos que hoy día el municipio es un
campo de disputa de múltiples significaciones. Esa disputa no está resuelta y, por el
contrario, en la medida en que la demanda por la reconstitución de los pueblos avanza, la figura
municipal suele ser impugnada. Pero, por otro lado, en contextos en donde el municipio tiene una larga
duración, allí puede constituirse como una institución apropiada. En estos
contextos el «municipio indígena» es un reclamo, como parte de ese proceso de
reconstitución y autonomía. De ello resultan estrategias indígenas que no lo
rechazan, sino por el contrario buscan modificar su diseño y hacerlo culturalmente pertinente.
Esta lucha por significar y apropiarse del municipio como espacio para el autogobierno indígena
no es un fenómeno nuevo, ha sido una estrategia recurrente en la disputa entre
imposición-reelaboración-apropiación,3 en distintos momentos de la historia de
larga duración de los pueblos indígenas. Esthe escrito tiene como propósito dar
cuenta sobre esos procesos. Me aproximo a este esfuerzo sobre la base de tres momentos en el que se
produce la municipalización del gobierno indígena y la
indianización/comunalización del gobierno municipal: i) el cabildo indígena
colonial; ii) el ayuntamiento gaditano y, iii) el neomunicipalismo. Comienzo con una breve
definición sobre los pueblos indígenas en América Latina y concluyo con una
reflexión sobre las estrategias indígenas para minimizar el impacto del nuevo municipio
neoliberal.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, son pueblos indígenas los
colectivos que mantienen una continuidad histórica —real o simbólica— con las
sociedades que eran anteriores a la invasión europea. Son colectivos que se asumen como
diferentes de las sociedades mestizas o amestizadas de los países en los que viven; lo que
permite afirmar que la asimilación colonial y poscolonial a la que fueron sometidos, no fue
lograda. De acuerdo con la definición elaborada por el Relator para Pueblos Indìgenas, de
la Organización de las Naciones Unidas, ONU, Alfonso Martínez Cobo (1999), los pueblos
indígenas son aquellos grupos que han tomado la determinación de permanecer como
sociedades diferenciadas; que mantienen la voluntad de preservar, desarrollar y trasmitir a futuras
generaciones sus territorios ancestrales y su identidad étnica como soporte de su existencia
continuada como pueblo, sobre la base de sus propios patrones culturales, sus instituciones sociales y
sus sistemas legales.
Estas definiciones quedaron contenidas en el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales
(1989), de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, en donde un pueblo indígena se
define:
… por el hecho de descender de poblaciones que habitan en el país o en una región
geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista, de la
colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquier que sea
su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales,
económicas, culturales y políticas o parte de ellas.
El también relator, Rodolfo Stavenhagen (1991), incorpora el componente de la autoctonía
como un elemento distintivo. Se trata de colectivos que son oriundos u originarios de las tierras que
ocupan, y están allí antes de la constitución de los Estados nacionales.
Así, en la actualidad, los pueblos indígenas en América Latina y el Caribe son
aquellos grupos étnicos, cuya peculiaridad es descender de los pueblos originarios del territorio
que ocupan (Schkolnik y Del Popolo 2005). Su permanencia se explica en la voluntad de persistir. La
etnicidad es la fuerza que moviliza la acción colectiva de estos grupos, que hace posible su
permanente reconstitución y vigencia.4
En este orden de ideas, los pueblos indígenas son construcciones históricas que tienen su
punto de origen en la instauración del régimen colonial, ya que es precisamente en ese
momento crucial de su historia cuando se gesta la categoría política de
«indio». Guillermo Bonfil definió que lo indio da cuenta de una relación de
carácter colonial. El término indio, afirma el autor:
… puede traducirse por colonizado y, en consecuencia, denota al sector que está sojuzgado
en todos los órdenes dentro de una estructura de dominación que implica la existencia de
dos grupos cuyas características étnicas difieren, y en el cual la cultura del grupo
dominante (el colonizador) se postula como su superior. El indio es una categoría
supraétnica producto del sistema colonial, y sólo como tal puede entenderse … la
presencia del indio indica persistencia de la situación colonial. Indio y situación
colonial son, aquí, términos inseparables y cada uno conlleva al otro (Bonfil 1972:
117-119).
La independencia de los países latinoamericanos y la formación de los Estados nacionales
en el siglo XIX no condujeron, sin embargo, a modificar la condición indígena; sino por el
contrario, a reproducirla (Beaucage 1988). En la perspectiva de los pueblos indígenas, la
situación colonial persiste ahora bajo la supremacía del grupo étnico dominante que
tiene en sus manos el poder del Estado. La persistencia de esa hegemonía ha sido llamada
«colonialismo interno», y da cuenta de la prolongación de la condición de
«indio» de esas poblaciones (González Casanova s/f). Para superar esa
situación, en las últimas cuatro décadas estos colectivos se han asumido como
«Pueblos», por lo que reivindican derechos de autodeterminación política
dentro de los Estados nacionales en los que viven. Derecho que aspira a ser ejercido principalmente bajo
regímenes autonómicos (Díaz-Polanco 1996).
La persistencia de los pueblos indígenas se explica en la característica que esos
colectivos manifiestan para reinventarse continuamente. Han mostrado una fuerte capacidad para
reconstituir y significar permanentemente sus instituciones; entre ellas sus instituciones de gobierno.
Así, aunque su institucionalidad se represente como antigua o ancestral, estas son siempre
contemporáneas.
Aquí se sostiene que los llamados «gobiernos indígenas» son
construcciones históricas resultado de una compleja mixtura amasada con componentes que provienen
de las instituciones de gobierno nativo y aquellos formados por el orden colonial, primero, y por los
Estados nacionales, después. El «gobierno indígena» es un resultado
histórico producto de un diálogo tenso entre los pueblos indígenas y los distintos
intereses y tensiones que lo cruzan, tanto hacia adentro como con otros diálogos, alianzas,
presiones y disputas, que sostienen con actores externos; entre éstos con las instituciones
estatales, en sus distintos momentos históricos. El municipio ha sido una institución
clave en los procesos de configuración del gobierno indígena; de hecho, podemos afirmar
que la voluntad gubernamental ha sido la de municipalizar al gobierno indígena, pero este se ha
configurado en resistencia, marcando siempre la diferencia. Para adecuarse a los cambios en el Estado
—que ha pasado de colonial, a republicano, a nacional-popular, a neoliberal-multicultural, y ahora
–en Bolivia- a plurinacional-posneoliberal— las instituciones de gobierno indígena
han sido de igual manera siempre cambiantes.
En las páginas siguientes vamos a aproximarnos a los cambios en la institución municipal
estatal y a la voluntad gubernamental de municipalizar los espacios de gobierno local indígena; y
frente a esto los esfuerzos de los pueblos indígenas por indianizar/comunalizar y
significarlos como ―propios‖, como ―gobierno indígena‖.
LA PRIMERA MUNICIPALIZACIÓN
El gobierno indígena en América Latina surge en el paso crucial del sistema
político prehispánico a la vida del Estado colonial español. Antes que el
régimen colonial se estableciera la categoría de «gobierno indígena» no
existía, toda vez que la condición de «indio» o
«indígena» no estaba instaurada. Desde su origen, el gobierno indígena no ha
sido una institución política independiente que regule las relaciones de poder de un grupo
nativo local aislado. Por el contrario, ese se ha constituido como resultado de un sistema de
interrelaciones sociopolíticas, cuyos elementos de organización, ideología y
control, se usaron para administrar y controlar el orden de su propia existencia cultural, así
como, y sobre todo, para enfrentarse a diversos contextos de interrelación a los que desde
entonces han estado expuestos (Burgos 1995). El gobierno indígena fue constituido por los propios
colonizadores, quienes no destruyeron sino que usaron a su favor el orden de cosas existente.
Reestructuraron las antiguas instituciones y jerarquías del gobierno nativo para organizar la
vida colonial, produciendo una resignificación y acomodo de las antiguas jerarquías. El
Cabildo de Indios fue delineado sobre los patrones de organización prehispánica.5 Al
nacer, el gobierno indígena modificaría las nociones, funciones y jerarquización
del gobierno nativo prehispánico; estableciendo algo nuevo que serviría al orden colonial.
De sus nuevas funciones establecidas destacan la recolección del tributo y la organización
de la mano de obra, así como la gobernabilidad local (Aguirre 1952).
Otra consecuencia fue la modificación del carácter abarcador del gobierno nativo
—que incluía distintos niveles— y su reducción a la escala local. Los
estudiosos de la zona andina han documentado la importancia de la interrelación económica
y política que existió entre los pisos ecológicos en la historia del Estado Inca.
Murra (1983) desarrolló la hipótesis de la existencia de un sistema político
establecido en niveles territoriales discontinuos, articulados políticamente, a los que llama
«archipiélagos verticales», que funcionó como un sistema político para
la apropiación de los distintos espacios andinos. Ese gobierno nativo fue desarticulado. Al
reconfigurarse como «gobierno indígena» quedó reducido a su carácter
local en un archipielago de gobiernos locales. El orden colonial no permitió a los indios el
acceso a los puestos directivos de la colonia, y sólo les concedió un gobierno local
semiautónomo, modelado conforme a una institución occidental: el municipio español,
con su propio ayuntamiento. La República de Indios y el Derecho indiano, en lo general,
estructuraron nuevas instituciones de gobierno indígena en lo que sería América
Latina. Es por ello que la mayoría de los gobiernos indígenas en la región
comparten rasgos comunes, independientemente de su especificidad lingüista y su distancia entre
sí. La legislación colonial, que fue vigente para todo el naciente subcontinente
iberoamericano, los unificaba bajo una única categoría étnico política, de
lo que resultaron los rasgos compartidos de las instituciones del gobierno indígena.
En tiempos tempranos de la colonia se comenzó a legislar sobre las instituciones de
gobierno que tendrían los indígenas. Para el caso de México, inicialmente se les
había llamado caciques, adoptando la denominación nativa antillana. Poco a poco fue
sufriendo adecuaciones. Por cédula del 26 de febrero de 1538 dirigida a la Audiencia de
México, se dispuso que ya no se les llamara «señores de los pueblos o municipios en
que presiden, sino sólo Gobernadores o Principales» (Chávez 1943: 5). Tomando como
base el modelo español, en 1555 la autoridad indígena se integraba por dos alcaldes y doce
regidores. En 1675, las autoridades indígenas en la ciudad de México eran: gobernador,
alcalde, regidores, alcalde ordinario, regidor mayor, alguacil mayor, regidor mayor, escribanos.
Otro rasgo distintivo de los pueblos indígenas fue el esfuerzo continuo por resignificar las
instituciones españolas. Así, aunque los nombres de los cargos eran los mismos que los de
la República de Españoles, esos fueron recurrentemente adecuados a los códigos
culturales nativos; lo que explica su rápida apropiación —por
«indianización»—. Por ejemplo, para acomodar los cargos dentro del mundo nahua
hubo que cambiar su significado. Al estudiar la instauración del Cabildo español sobre la
institución del «altépetl» nativo entre la población nahua de
México, Lockart (1999) identifica algunas de esas adecuaciones:
Una consecuencia de esta adecuación fue que el número de miembros que integraba el cabildo
indígena fue siempre mayor que el total que integraba la institución española. Fue
usual multiplicar el número de alcaldes más allá de dos, como les marcaba la norma
española. También fue frecuente crear un grupo grande de regidores con
representación territorializada de las unidades que lo integraban. En Tlaxcala, México, el
cabildo (1545) se integró con cuatro alcaldes, uno por cada altépetl constitutivo; por
cuatro tlaloque, que desempeñaban el cargo de regidores perpetuos —como marcaba la
norma española—. Además crearon tres nuevos regidores que cambiaban cada año
por cada altépetl; entre otras adecuaciones del mismo signo. En la opinión del
autor,
…está claro que los nahuas igualaron, en un sentido general, la estructura y los cargos
sociopolíticos de antes de la conquista con los del periodo que la siguió, y hubo
supervivencias significativas de un periodo al otro. Es más, el grado de continuidad fue crucial
para el establecimiento rápido y venturoso de gobiernos municipales que funcionaran
independientemente de toda la región, algo que en muchas partes de la América
hispánica ocurrió más tarde o no se llegó a presentar (Lockart 1999: 62).
La instauración de las nuevas instituciones del gobierno indígena no se realizó de
manera tersa, sino con resistencias y disputas constantes entre los diversos actores, tanto desde el
campo de los españoles —la clásica disputa entre iglesia y corona—, así
también como en el terreno de los propios colectivos indígenas. Los grupos disputantes por
lograr ocupar los cargos del poder local buscaban sostener su legitimidad, y algunos apelaban a las
normas y regulación ancestral —a la que desde entonces se les llamó «usos y
costumbres»—, rechazando la intervención de los colonizadores; y otros al nuevo
orden. En el periodo colonial hubo rebeliones en contra de los españoles; también las hubo
en contra de las autoridades indígenas (Chávez 1943). Al paso de los siglos, el Cabildo de
la República de Indios fue progresivamente significándose como una institución
apropiada. En dos siglos, entre el XVI y el XVII, la República de Indios había sido
«indianizada».
Pero un nuevo ciclo se abre con las reformas borbónicas, lo que tuvo la consecuencia de modificar
ese acomodo, motivo por el cual hubo frecuentes levantamientos en diversas regiones de la naciente
América Latina. Fueron emblemáticas las de Túpac Amaru y Túpac Catari en la
zona andina (Chiaramonti 2007). El siglo XVIII se presenta como un periodo de reestructuración
política y una redefinición de las instituciones coloniales, creando nuevas identidades
(Menegus 1996). El régimen de intendencias se aplicó a partir del siglo XVIII en las
posesiones del Imperio Español en América y las Filipinas, introduciendo cambios
relevantes en las instituciones de gobierno indígena. De lo más relevante fue el
desplazamiento, hasta casi aniquilamiento, de las autoridades indígenas de «tipo
señorial». Se trataba de «caciques» o señores que habían
colaborado con los españoles, por lo que obtuvieron reconocimiento parcial por su
jerarquía. Sus descendientes permanecieron cobrando tributos en ciertas áreas que
reclamaban como espacios de jurisdicción. En el resto de las regiones indígenas, en donde
los cacicazgos no permanecieron, se estableció la organización castellana del municipio
bajo el gobierno de los cabildos, con sus alcaldes, como ya se ha mencionado arriba. El cambio de
régimen a Intendencias favoreció la expansión de los cabildos gobernados por
alcaldes. Serían éstos, y no ya los caciques, quienes tendrían los territorios
indígenas bajo su jurisdicción (Sala 1992). A lo largo del siglo XVIII el alcalde de
indios cobró, de forma lenta, un mayor protagonismo, creando tensiones en donde el poder de los
caciques mantenía cierto peso.
El siglo XVIII tuvo consecuencias diversas. Carmagnani (1988) evalúa que en ciertas regiones de
México, al entregar el gobierno local al común de la gente, los cabildos indígenas
se fortalecieron. Destaca que durante ese periodo los mixtecos y zapotecos de Oaxaca se reconciliaron
con sus dioses al recuperar su religiosidad. Este proceso fue posible porque los cabildos
indígenas se fueron construyendo durante el siglo XVIII como espacios semiautónomos.
Mediante el cabildo, los grupos étnicos oaxaqueños reestructuraron su etnicidad
reforzándola. Fueron factores detonantes a esos cambios las rebeliones indígenas, como la
que protagonizaron los zapotecos de Tehuantepec (Díaz-Polanco y Burguete 1996). Al final del
siglo XVIII florecieron varias decenas de cabildos indígenas, desde México hasta la zona
andina. No sin presiones, en el curso del periodo colonial, el cabildo había vivido procesos de
«indianización»; al mismo tiempo que el gobierno indígena se municipalizaba,
creando un tipo de gobierno indígena local que era cada vez más lejano al diseño de
la República de Indios establecida por la norma colonial, pero también muy distinta de lo
que habían sido los gobiernos nativos. Una nueva forma de «gobierno indígena»
había nacido.
Sin embargo, las cosas darían un giro radical en el siglo XIX, como resultado de varias
modificaciones en la institución municipal, que arribaría en el contexto de la
efímera —pero de consecuencias duraderas— Constitución de Cádiz
(1812-1814, 1820-1823) y los nuevos ayuntamientos gaditanos.6 Al curso del siglo XIX los cabildos
indígenas dejarían de tener reconocimiento legal. Nuevamente hostigado, el gobierno
indígena permanecería en la clandestinidad, cobijado bajo la denominación de
«usos y costumbres».
LA SEGUNDA MUNICIPALIZACIÓN
Entre 1808 y 1812, las provincias y las ciudades del imperio español formaron Juntas Gubernativas
en respuesta a la invasión de Napoleón Bonaparte sobre la península
española. La llamada «revolución liberal» en la península
ibérica trajo cambios profundos en la organización y gestión de la metrópoli
y sus posesiones de ultramar. La Constitución de Cádiz —gaditana— de 1812
incorporó una nueva concepción del territorio y de las formas de organizarlo y ordenarlo,
desarrollando nuevos conceptos como una mayor centralización y dependencia de los componentes del
sistema territorial. En la Constitución, el territorio se organizó en dos ejes
fundamentales: las provincias y los ayuntamientos, uniformando a todo el reino, como estrategia para
hacer más eficaz la recaudación fiscal; incluyendo además la representación.
Las provincias se convirtieron en unidades de gobierno, además de que cada conglomerado de mil o
más habitantes podría adquirir el rango de municipio, mismo que debía ser
encabezado por un ayuntamiento electo por los ciudadanos. En México se formaron más de mil
municipalidades, algunas de ellas en poblados indígenas (De Gortari 1997). El tránsito de
gobierno indígena a ayuntamiento se vivió de manera diferenciada según el contexto
histórico-regional (Escobar 1996, Palomo 2009).
En muchos casos, los nuevos ayuntamientos constituidos en poblados indígenas produjeron una
acelerada desindianización del gobierno local. La Constitución gaditana reconoció a
todos los habitantes de la península y de ultramar la condición de ciudadanos, buscando
disolver los identificadores étnicos, propios del periodo colonial. Como consecuencia, los
ayuntamientos en las regiones indígenas pasaron a ser disputados por personas de distintas
categorías étnicas que vivían en las regiones indígenas; que para entonces
ya eran étnicamente diversas. Esta tendencia de desplazamiento de los indígenas del
ayuntamiento se refrendó años después, cuando irrumpen las revoluciones de
independencia en las posesiones de ultramar —en la década de los veinte del siglo
XIX—, dando origen a los Estados nacionales. La independencia se tradujo en el triunfo
político de criollos y mestizos, quienes desplazaron a los españoles de los puestos de
alto nivel, y a los indígenas de los gobiernos municipales.
En muchos lugares los indígenas vieron —y participaron— en las luchas de
independencia como una oportunidad para recuperar el autogobierno; pero los tiempos de ideología
liberal no favorecían esos proyectos. Espinosa (2007) relata el episodio de petición de
los incas del Perú para la restitución del gobierno originario de esas tierras,
después de la independencia de España. Menciona que la población criolla de la
ciudad de Cajamarca en Perú, capital de la provincia de mismo nombre, juró su
independencia el día 8 de enero de 1821. Al tomar conocimiento, la nobleza indígena de la
localidad concurrió para plantear que el gobierno del nuevo Estado debía corresponder a un
descendiente de Atahualpa que viviera en el vecindario; pero nadie dio respuesta a esta
argumentación. Desplazados del poder de arriba aspiraron, por lo menos, a conservar los poderes
provinciales y disputar a los criollos y mestizos pobres el «asalto al poder local» que ya
realizaban. Este es un rasgo común que comparte el gobierno indígena en América
Latina. Desplazados de los gobiernos nacionales, lo local es el espacio en donde el gobierno
indígena se ha construido en medio de una fuerte disputa. Sobre cómo esta
ocurrió en el Perú, Sala (1992) abunda:
El Cabildo indígena, al defender un gobierno étnicamente diferenciado, reconocía su
derrota e incapacidad para hacer frente al papel preponderante de los sectores mistis
[mestizos] en la zona. Lejos de reclamar la igualdad, en clara posición de repliegue,
solicitó que se acentuara la protección real, que les garantizara el acceso a la tierra y
un gobierno propio. El caso nos muestra a un sector indígena que, aun tomando conciencia de la
raíz de su situación, al considerar inviable su coexistencia en igualdad de condiciones
con sectores mestizos y blancos, optó por defender la persistencia de la República de
indios aislada de los otros sectores étnicos, seguir aliado con la Corona hispana, en cuanto
ésta le pudiera garantizar su defensa ante la progresiva intromisión de elementos
foráneos tanto en su gobierno como en su economía (Sala 1992: 66).
Igual situación se vivió en las regiones indígenas de México. En el nuevo
marco jurídico, muchas antiguas Repúblicas de Indios no pudieron cumplir los requisitos
que la ley establecía. Bajo el régimen colonial, para que un pueblo de indios pudiese
erigirse en gobierno autónomo debía tener 80 tributarios —alrededor de 360
habitantes—. En 1826, los 220 pueblos que había en la mixteca oaxaqueña
tenían en promedio 340 habitantes; promedio correspondiente a las 87 sedes de gobierno municipal
que había entonces en esa región. Sólo media docena contaba con una cabecera
municipal con los mil habitantes o más que la nueva legislación requería para que
esos pueblos pudieran ser reconocidos como municipios. El resultado fue que 74 pueblos perdieron su
estatuto de autogobierno, quedando como dependientes —agencias municipales— de las nuevas
municipalidades gaditanas.
Adicionalmente, en la mayoría de ellas el ayuntamiento quedó en manos de mestizos (Pastor
1987: 420-421).
En resumen, con la nueva municipalización gaditana el cabildo indígena, y con ello el
autogobierno indígena, perdió su reconocimiento oficial. Por esta situación, el
proceso de reconstitución étnica logrado en el siglo XVII y XVIII en las zonas mixteca y
zapoteca se vio drásticamente frenado por el ascenso del poder criollo y mestizo. En la
opinión de Carmagnani (1988), a partir del siglo XIX se produjo en esa región una nueva, o
segunda «conquista»: los grupos étnicos oaxaqueños —y en general los
mexicanos, y todos los pueblos indígenas en donde se constituyeron las nuevas
repúblicas— quedarían colocados en una situación
«neocolonial».
LA INDIANIZACIÓN DEL MUNICIPIO GADITANO
En el siglo XIX la nueva estrategia de resistencia indígena trabajaría con el objetivo de
ir a la conquista del municipio gaditano; para llegar a ello tuvo que enfrentar diversos retos. Al paso
del siglo XIX la negativa de reconocer al gobierno indígena como una categoría
jurídica específica fue contundente. El discurso liberal de la igualdad ciudadana le
colocó en la clandestinidad, cuando cuerpos de autoridades indígenas permanecieron en las
pequeñas localidades, aunque sin relevancia política, toda vez que ya no tenían el
reconocimiento oficial. El gobierno indígena permanecía oculto.
Los antropólogos que realizaron monografías en las comunidades indígenas durante
los dos primeros tercios del siglo XX, los encontraron funcionando mediante una modalidad a la que
dieron el nombre genérico de «sistemas de cargos» (Korsbaek 1996), «autoridades
tradicionales» (Prockosch 1973) o «autoridades de usos y costumbres» (Velásquez
2000). Pese a esa falta de reconocimiento —o quizá por ello—, conforme
trascurría el siglo XIX las comunidades y municipios indígenas fueron resignificando las
nuevas instituciones del gobierno republicano, al apropiarse de algunos espacios de poder. Este proceso
silencioso solo pudo ser visto hasta que las investigaciones de principios del siglo XX mostraron que
las identidades étnicas correspondían a jurisdicciones municipales, y que los gobiernos
municipales eran con frecuencia gobiernos indígenas.
En Guatemala, por ejemplo, los municipios se constituyeron en el siglo XIX sobre la base de las
divisiones étnicas básicas, asumiéndose cada uno como la base identitaria de cada
grupo sociocultural de la diversidad étnica del país; según observó Tax
(1996) en las primeras décadas del siglo XX. El municipio adquirió tal importancia en las
configuraciones étnicas de finales del siglo XIX que los gentilicios aplicados a los
indígenas de los diversos municipios y reconocidos por todos los demás, así como
por ellos mismos, eran tomados de los nombres de los propios municipios al estilo español. De
este modo una persona nacida en Quetzaltenango era nombrado y se auto adscribía como un
quetzalteco; uno de Totonicapán, totonicapeño. Adicionalmente, junto con el gentilicio, se
distinguían por el vestido, que era distinto al de los otros municipios de su entorno. En las
primeras décadas del siglo XX, típicamente cada municipio tenía un traje para los
hombres y uno para las mujeres, por lo que era elemento de clasificación. La indianización
del municipio durante todo el siglo XIX, y primer tercio del siglo XX, hizo posible otra vez la
configuración de nuevas territorialidades étnicas, así como la reinvención
del autogobierno indígena.
Pero, de nuevo, aires modernizadores intentarían romper ese equilibrio logrado entre territorio,
identidad, gobierno indígena y municipio. Nuevos esfuerzos integracionistas desplegados en los
dos primeros tercios del siglo XX volverían a intentar desestructurar a los «municipios
indígenas» que se habían configurado. Los gobiernos nacional populares que buscaban
la integración nacional en las primeras décadas del siglo XX promovieron la
disolución de las identidades de los pueblos indígenas. La asimilación de sus
formas de gobierno propio fue vista como parte de esta estrategia política. En México,
Gonzalo Aguirre Beltrán (1991), antropólogo indigenista, visibilizó la importancia
de que el «municipio libre» —el municipio constitucional del México
posrevolucionario— tendría en la cruzada integracionista. Lo dijo con las siguientes
palabras:
Esta integración ha sido una de las motivaciones vehementes de la Revolución … Una
de las medidas de mayor trascendencia fue la de otorgar a las comunidades [indígenas] una
autonomía de gobierno dentro de los módulos generales fijados por la Constitución
al regir el municipio libre. La mayoría de las comunidades indígenas, su gente y el
territorio que ocupa, constituyen en la actualidad municipios libres (Aguirre 1991: 17).
El autor no ignoraba que la instauración del municipio libre tenía la consecuencia de
eliminar a los gobiernos indígenas considerados como «propios» por los pueblos
indígenas. En sus palabras:
La Revolución, no obstante el aparente fracaso del municipio libre en estas comunidades, sostuvo
como meta invariable la forma de gobierno por ella elegida y negó a dichas comunidades el derecho
a gobernarse conforme a sus patrones tradicionales. Esta política puede parecer incongruente a
quien ignore que el movimiento revolucionario de México persigue como objetivo primordial la
integración de una comunidad nacional en que todos sus miembros participen de los beneficios de
una cultura común. Al contradecir la ficción liberal de la igualdad de los mexicanos la
Revolución sacrificó, además, el principio de libre determinación de los
pueblos para regirse conforme a sus propios patrones, pues consideró más valiosa meta la
consecución de la unidad nacional como requisito ineludible en el logro de un progreso efectivo y
de un modo de convivencia mejor (ibídem, pp. 55-56).
Esta tendencia no se modificó durante todo el siglo XX. Por el contrario, regímenes
autoritarios del Estado nacional popular impusieron de manera vertical la institucionalidad estatal
mediante políticas autoritarias de integración (Robles 2002). En México, el
municipio fue también en esa ocasión terreno de disputa. De esta manera se le vio como un
espacio democrático para la realización de los derechos de ciudadanía; no fue
circunstancial que a la institución municipal que naciera con la nueva Constitución de
1917 se le llamara «municipio libre» (Chevalier 1989). Se recuerda que durante casi setenta
años el PRI intervino para seleccionar a los miembros de los concejos municipales en las regiones
indígenas, de tal forma que respondieran a los intereses gubernamentales, haciendo del
«municipio indígena» una institución funcional a los intereses
gubernamentales. Este fenómeno fue estudiado por Rus (2004) en el municipio de Chamula,
región Altos de Chiapas. El autor observó que aunque el «gobierno
indígena» se mantenía, el perfil de los funcionarios en el ayuntamiento municipal
había sido cambiado, respondiendo a los esfuerzos integracionistas del México
posrevolucionario.
Por esta intervención directa del Estado mexicano en el funcionamiento del gobierno local
constitucional fue frecuente que en los pueblos indígenas del altiplano chiapaneco —y como
tendencia general— permanecieran vigentes dos instituciones de gobierno local indígena: la
del viejo cabildo —el llamado «gobierno tradicional» o de «usos y
costumbres»—, que se encargaba de la gobernabilidad interna y de su comunicación con
los dioses ancestrales; la del ayuntamiento municipal constitucional, que se hacía cargo de los
vínculos con el exterior, y con las instituciones del gobierno federal y del Estado.
Así se llegó al final del siglo XX, en creciente proceso de debilitamiento del cabildo
indígena y del gobierno comunal, que parecía fenecer. Hasta que la rebelión del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional, EZLN, y la expansión de las luchas
autonómicas en el Continente; así como la instauración de un nuevo diseño de
Estado plurinacional en Bolivia (Albó y Romero 2009), volvieron a dar un nuevo respiro al antiguo
—siempre nuevo— gobierno indígena.
En la coyuntura que se abre en los años ochenta del siglo XX, en un contexto de
reformas del Estado, con el surgimiento de luchas de autodeterminación indígena, el
gobierno local indígena y la institución municipal viven nuevos procesos de
resignificación. El municipio es en la actualidad un espacio en el que se disputan
múltiples significados de gobierno indígena.
Pese a la ambición integracionista, las políticas indigenistas del siglo XX no fueron
consistentes. En la mayoría de los países latinoamericanos la presencia estatal en las
regiones indígenas fue débil o muchas veces estuvo ausente, y regularmente las
intervenciones de mayor impacto fueron las políticas de reparto agrario, con enfoques
campesinistas. La ausencia del Estado en esas regiones se agravó en los años ochenta, como
resultado de las políticas de liberalización económica y política, y por el
ajuste estructural. En este contexto irrumpen luchas indígenas que protestan contra los gobiernos
autoritarios y pugnan por superar la exclusión. Un naciente movimiento indígena demanda
políticas de reconocimiento, autonomía y autogobierno (Sánchez 1999).
En los años ochenta y noventa del siglo XX, la mayoría de los países de
América Latina vive procesos de democratización; en este contexto, se realizan reformas
constitucionales que reconocen la diversidad cultural como parte constitutiva de sus sociedades,
así como políticas de reconocimiento. Esta combinación entre pluralismo
étnico y pluralismo político hace posible que los indígenas puedan ascender al
poder local; incluso irrumpen en niveles antes inéditos. Van más allá de la
comunidad y el municipio, o incluso gobiernan a otros no indígenas (Lalander 2005). En las
últimas dos décadas, indígenas gobiernan municipios pluriétnicos —de
coexistencia indígena y no indígena— en Guatemala, Ecuador, Bolivia, Chile,
México y Perú; así como en los niveles meso, como las prefecturas —en Ecuador
y Bolivia—. E incluso ascienden a cargos del ámbito nacional, ocupando puestos como
vicepresidente, en Bolivia, y presidentes en Perú y Bolivia. Todo ello con un cierto éxito
que se ha reflejado en experiencias de reelección (Burguete 2008).
Simultáneamente, una de las dimensiones de la reforma del Estado en América Latina en las
últimas tres décadas fue la municipalización de la organización
político territorial. Políticas de democratización y participación colocaron
al municipio en el centro de la intervención pública; lo que ha dado lugar a la
municipalización de las políticas públicas, así como a la
reorganización político territorial, al dar nacimiento a nuevos municipios. Los actores
ven allí una oportunidad para el empoderamiento. En contextos indígenas irrumpen
liderazgos que asumen la representación política con demandas de identidad, etnizando la
política y politizando la cultura. En varios de esos municipios las autoridades locales se asumen
como gobierno indígena, abriendo la oportunidad para hacer caminar agendas
indígenas.
El nuevo Estado reformado respondía, simultáneamente, a las presiones de la
expansión del capitalismo trasnacional. La democratización requería autoridades
locales eficientes y atentas a regulaciones, orientadas por nuevas teorías de la
administración pública del New Public Management, inspirada por los
métodos de gestión empresarial dictada por los enfoques del neoinstitucionalismo, que
buscaban la «gobernanza local» (Nickson 2003, Assies 2003a). Ser indígena ya no fue
un impedimento para ascender al gobierno local en las democracias multiculturales que nacían en
la última década del siglo XX. Siempre y cuando las nuevas autoridades municipales
arribaran al poder mediante procesos electorales y el perfil de los liderazgos pudiera responder a los
lineamientos de la administración municipal con enfoque neoinstitucional. En los últimos
tiempos esas autoridades se asumen como «gobierno indígena», en municipios con alta
presencia indígena (Burguete 2008). Pero, no todos coinciden en su valoración. Diversos
actores indígenas rechazan esos procesos de municipalización, mientras que otros lo ven
como oportunidad para el empoderamiento, e incluso el autogobierno indígena. Los ejemplos de
municipalización en Chile, Bolivia y Venezuela, nos permitirán acercarnos a esas
dinámicas y debates.
MUNICIPALIZACIÓN EN CHILE
En Chile, el municipio adquirió especial importancia en las reformas económicas
introducidas durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Los municipios fueron espacios para
viabilizar las reformas económicas que la nueva fase del capitalismo neoliberal demandaba,
así como la base de poder para su implementación (Mardones 2006). En el periodo
pinochetista se observan procesos de municipalización en todo el territorio nacional, en dos
sentidos: por un lado, haciendo funcionales a los nuevos municipios que ya existían,
adecuándolos al nuevo diseño del Estado y economía. Por otro lado, creando nuevos
municipios, haciendo de la institución municipal un recurso para la reorganización del
Estado. Siete nuevos municipios fueron formados en 1996, mientras que entre 2000 y 2004 se crearon otros
cuatro.
La neomunicipalización en Chile, esto es, su trasferencia de prerrogativas, recursos y nuevas
atribuciones, fue inicialmente una estrategia de desconcentración (Gundermann 2007). El impulso
de desconcentración a escala local en Chile no siguió una pauta progresista, sino que
combinó un principio neoliberal de reducción del Estado con criterios
tecnocráticos, que buscaban un aumento de eficiencia en la provisión de servicios —
lo principal salud y educación, en niveles básicos—, entregando nuevas funciones a
los municipios. Sólo más tarde, con la democratización iniciada durante la
década de 1990, esos cambios tomaron la senda de reformas de descentralización —de
la segunda generación de la reforma del Estado— en donde las exigencias de
democratización fueron un factor relevante, como por ejemplo las reformas de 1992 relativas a la
elección de alcaldes —presidentes comunales— y concejales
—munícipes—. En ese proceso de democratización, el voto adquiere un nuevo
valor, haciendo posible que indígenas asciendan al gobierno local.
Sin embargo, la municipalización y la reorganización territorial asociada no se
realizó en Chile al tomar en cuenta a los pueblos indígenas como grupos sociales
pertinentes para la definición de unidades territoriales comunales; salvo de manera fortuita como
en Isla de Pascua. Las definición de las jurisdicciones municipales omitió la impronta
municipal de las pasadas configuraciones municipales. Más bien al contrario, dada la
condición de proximidad de esos colectivos a las zonas de frontera —Perú, Bolivia y
Argentina—, en donde se concentraba población indígena, el Estado había
mostrado resistencia a formar municipios y a entregar la gestión en manos locales. Fue hasta la
década de los noventa que la municipalización se extendió hacia esas regiones, pero
sin que se inscribieran en la lógica de reconocimiento de territorialidades indígenas,
sino en la «modernización de las reducciones indígenas» instaladas desde
finales del siglo XIX, como un recurso funcional para el Estado que sustituyera la vieja forma de
relación entre el Estado chileno y los pueblos indígenas (Foerster 2007). En lo general,
las comunas fueron establecidas según principios de definición por unidad territorial y
funcional —unidad geográfica relativa, volumen de población, comunicaciones y
accesibilidad—, y no sobre la base de la territorialidad étnica. Una comuna
—municipio, en Chile— es un centro o cabecera político administrativa con
características urbanas —ciudad pequeña o mediana, a veces pueblo— a la que se
vincula un sistema de localidades y sectores rurales.
Pese a la carencia de voluntad gubernamental de reconocimiento de derechos, el proceso de
«municipalización de los espacios étnicos» en Chile adquirió en tiempos
de multiculturalismo connotaciones étnicas. Por ejemplo, en la región andina del norte de
Chile la municipalización introdujo nuevas e inéditas dinámicas, favorecidas por el
apuntalamiento de la minería y por la mayor integración nacional, resultado de nuevas
vías de comunicación; con una mayor presencia de las instituciones nacionales. Entre otros
se creó un nuevo escenario que modificó la organización social y las identidades.
La instauración de los nuevos municipios en las regiones andinas de Taracapacá y
Antofagasta introdujo de igual manera cambios, entre los que destacan el tránsito de
«microrregiones campesinas» hacia la regionalización de una sociedad andina, que
dibuja sus contornos con componentes étnicos (Gundermann 2004).
La municipalización abrió una nueva coyuntura para los actores locales, favorecida por la
revitalización del espacio municipal como resultado de las políticas de
participación popular. La democracia electoral en la elección del gobierno local
abrió la oportunidad para el juego político, lo que dio lugar a nuevos sujetos en este
ámbito. Como consecuencia de las anteriores combinaciones, propias de finales del siglo XX y
primera década del siglo XXI, los municipios constitucionales ubicados en regiones
indígenas suelen estar gobernados por indígenas; sin que incluya el reconocimiento a las
instituciones de gobierno indígena asumidas como ancestrales, dando lugar a un nuevo tipo de
gobierno indígena, que comenzó a ser identificado con ciertos emblemas simbólicos
que buscaban legitimidad en referentes ancestrales.
Los actores que intervienen en las luchas por el control del poder local y en la gestión
municipal hacen intervenir lógicas andinas y reglas del juego locales nuevas, así como
factores, fuerzas, intereses y condiciones normativas externas. A una política local que se
complejiza aceleradamente corresponden, entonces, sujetos andinos que se ven impelidos a adquirir
capacidades sociales y culturales para actuar ventajosamente en tales escenarios para, se presume,
favorecer a los propios, en un contexto de políticas indígenas por aumentar el control
sobre la jurisdicción etnizada.
Al referirse al proceso de municipalización de las zonas andinas del norte de Chile, Gundermann
(2004) advierte que el no reconocimiento a las instituciones de gobierno local y a sus propias formas de
elección y nombramiento de autoridades es una de las limitaciones más visibles en ese
país. No obstante se ha abierto la oportunidad para la irrupción de un nuevo tipo de
gobierno municipal, así como nuevas formas de liderazgos locales como partícipes de la
política local e incluso como organizadores de ella. En la perspectiva del autor, la base social
de la municipalización del espacio andino no es una sociedad tradicional, sino una sociedad
dinamizada por su inserción a la economía de mercado. Las sociedades andinas de inicios
del siglo XXI son considerablemente más heterogéneas y complejas que en el pasado.
Al nacer el nuevo siglo, el municipio es un espacio en disputa en donde las luchas por la identidad
pueden dar nuevos sentidos a las instituciones de gobierno local —mediante complejos procesos de
etnizacion del espacio público—, ahora ajustadas a la lógica del neoliberalismo.
MUNICIPALIZACIÓN EN BOLIVIA
El caso boliviano es paradigmático. En el año 1994 este país tenía
sólo una veintena de municipios, con una institucionalidad débil y localizada
principalmente en las zonas urbanas.
Pero una nueva Ley de Participación Popular, LPP,7 emitida en el marco de un ambicioso programa
de Reforma del Estado, implementado durante el periodo de gobierno del presidente Gonzalo Sánchez
de Lozada (1993-1997), favoreció una política de descentralización que
incluía como componentes la creación de tres centenas de municipios, y políticas de
participación. Antes de la reforma, el ordenamiento territorial era conformado por: departamentos
(9), provincias (112), secciones de provincias (301), cantones (1,408). Los departamentos y las
provincias contaban con un prefecto y un subprefecto, respectivamente; ambos designados por el nivel de
gobierno superior —es decir, nacional y departamental—. Las secciones no contaban con un
órgano de gobierno reconocido, aunque era allí en donde se refugiaban, de manera
clandestina, las viejas instituciones del gobierno indígena: el cabildo, los ayllus, las markas,
como gobierno de las comunidades. En los cantones existían corregidores que fungían como
delegados de la subprefectura, así como agentes municipales electos por la población. En
las capitales de provincias existían los alcaldes municipales. La base de la
municipalización de LPP estaba constituida por las secciones provinciales —es decir, las
comunidades— que fueron convertidas en municipios, creándose 200 nuevos municipios urbano
rurales. Adicionalmente, otros viejos municipios se «reformaron», haciéndolos
funcionales a la nueva lógica del Estado neoliberal. La suma de todos ellos alcanzó un
total de 311 «nuevos municipios» (Assies 2003).
La LPP fue polémica y muy cuestionada, a grado tal que en Bolivia se le conoció como
«la ley maldita», así le llamaron algunos dirigentes de las organizaciones campesinas
y sindicales del altiplano y valles (Albó 2002); y se subraya en el origen vertical de la
propuesta: «…la municipalización era todo menos una demanda social»; la
municipalización fue más bien una «necesidad del Estado» (Assies 2003: 138).
Era parte de un proyecto internamente coherente de reformas modernizadoras de corte neoliberal, que
proporcionaba un nuevo marco institucional para la provisión de servicios estatales de forma
más eficiente. La LPP promovió y consolidó una forma específica de
participación popular que articulaba a las comunidades indígenas, campesinas y urbanas, en
la vida jurídica, política y económica. La inclusión de la población
indígena a la institucionalización del Estado formaba parte de un proceso de
disciplinización en torno al municipio y a un tipo de democracia: la liberal representativa.
Para Assies:
El proceso de municipalización implicó la imposición por parte del estado de un
patrón homogéneo sobre una realidad social sumamente heterogénea con consecuencias
importantes para uno de los grupos supuestamente beneficiados por la Ley de Participación
Popular: los pueblos indígenas. Puesto que hasta la promulgación de la Ley de
Participación Popular el municipio era virtualmente inexistente en el país esta entidad
tampoco existía como referente de identidad. Para los pueblos indígenas las referentes de
identidad a menudo son el ayllu, la capitanía, etc. Para la población
indígena-campesina el sindicato es una referente importante. La introducción de los
municipios, a su vez subdivididos en distritos y cantones como base ideada para las OTBs, resquebraja
estas formas de sociabilidad y de organización socio-política (Assies 2003: 148).
Sin embargo, la institucional estatal no «bajó» de manera acrítica, sino que
fue sometida a un proceso de apropiación realizado de manera reflexiva. Por esta estrategia, esas
reformas fueron el origen de un profundo cambio en el camino hacia el empoderamiento comunitario y hacia
el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, así como hacia la
construcción de una nueva institucionalidad en la organización político territorial
del Estado. Sin proponérselo, la figura municipal dotó a las comunidades indígenas
de un instrumento para intervenir en la vida local y regional, ampliando su presencia en donde antes no
había estado. Y como ocurrió en Chile, los actores locales aprovecharon la oportunidad de
tener en sus manos las instituciones estatales y procedieron a su resignificación, incluso en
algunos lugares a la indianización de esas instituciones.
El neomunicipalismo en Bolivia no solo dio lugar a nuevos municipios, sino también a nuevas
escalas de autoridades, nuevas competencias y prerrogativas, en el marco de una estrategia de
descentralización que aspiraba a restringir responsabilidades al Estado central. Una de las
figuras creadas fue el Distrito Municipal Indígena, DMI, aplicada principalmente en aquellos
municipios de tamaño extenso, cuyo gobierno municipal no era indígena, y que
contenía dentro de su jurisdicción a comunidades indígenas. Era una manera de
reconocer, y dar obligaciones y derechos, a la población y autoridades de esos niveles de la
organización político territorial del país. DMI se reconoce como una instancia de
la Administración que hace posible a comunidades más pequeñas asumir funciones
municipales; por lo que se «aplican las costumbres en la gestión local».
No obstante, esa legislación sirvió para la gestión administrativa así como
rápidamente fue asumida como autogobierno. LPP dotó a los distritos municipales de
competencias; es la que se encarga de ejecutar los fondos públicos trasferidos desde el gobierno
municipal, por lo que las autoridades tradicionales tienen aquí una participación
significativa. De acuerdo con la Ley de Municipalidades: «Los distritos municipales son unidades
administrativas integradas territorialmente dependientes del Gobierno Municipal, a partir de las cuales
se deben elaborar planes de desarrollo humano sostenible» (artículo 163). Aun con el
carácter vertical de la reforma, las figuras municipales fueron apropiadas con éxito en
lugares en donde se había mantenido la organización ancestral de los ayllus, por ejemplo.
Al paso de los años el distrito municipal indígena, en los lugares donde se formó,
se fue configurando como una suerte de «municipio indígena», en la escala
submunicipal, dando comienzo a una puja por la creación de nuevos municipios que solían
esencializar sus discursos y etnizar su representación para legitimar su derecho al autogobierno,
profundizando la diferencia. Este fue el caso del municipio de Jesús Machaca (Ticona y
Albó 1997).
En este mismo orden, la legislación boliviana reconoció con el nombre de Organizaciones
Territoriales de Base (OTBs) a las unidades submunicipales constituidas como sujetos de LPP, con
personería jurídica, definidas como los sujetos de la Participación Popular en
relación con los órganos públicos. Se reconoce como representantes de estas
organizaciones a los hombres y mujeres, capitanes, jilacatas, curacas, mallcus —autoridades
tradicionales— y secretarios generales de los sindicatos agrarios, según sus usos y
costumbres. De acuerdo con la legislación, estos organismos participan en la ejecución de
los fondos públicos y pueden ejercer facultades de control social.
LPP creó la figura de Comité de Vigilancia, CV, como un mecanismo de control social
—y no así de fiscalización— en cada uno de los 314 municipios —antes
llamados secciones de provincia—, rural y urbano. Fue concebido como un mecanismo que articula a
OTBs con los gobiernos municipales. Las tareas de control social no son vistas solo como derechos, sino
también como obligaciones. La Ley les daba la responsabilidad de vigilar la buena
aplicación de los recursos municipales, y sus denuncias tenían carácter vinculante.
Una denuncia bien documentada y verificada sobre malos manejos en el municipio podría tener como
consecuencia suspender la asignación de recursos.
Esas competencias y pregorrativas fortalecieron el músculo del autogobierno indígena,
dando inicio a un proceso de revitalización, cuyas consecuencias empujaron hasta hacer posible el
cambio autonómico que ahora se vive en Bolivia. María Eugenia Choque (2000) ha llamado la
atención sobre los cambios que han ocurrido en este país desde los últimos quince
años, en especial lo relativo al fortalecimiento del ayllu, al alertar estímulos en la
participación local y el fortalecimiento de las autoridades locales. En su perspectiva uno de los
aportes del municipalismo es haber visibilizado regiones y localidades tradicionalmente inexistentes
para el Estado central y los gobiernos departamentales, y de gobiernos locales comunitarios e
indígenas que habían pervivido al margen de las decisiones del Estado. Aunque la
crítica de los años ochenta fue válida, toda vez que efectivamente LPP
provocó una acentuada atomización de la territorialidad indígena; sin embargo tal
proceso a la larga hizo posible la formación de «micro poderes barriales», logrando
una reterritorialización del poder indígena (Mamani 2006).
Las trasformaciones en Bolivia movilizaron a la población en contra de las jerarquías
criollas. Fortalecidos por el empoderamiento logrado desde abajo, los indígenas formaron cuadros
que disputaron el poder en el ámbito regional y en las instituciones nacionales (Burguete 2007).
Un movimiento social fortalecido modificó la organización del Estado al dar nacimiento a
una nueva Constitución, que profundizó el autogobierno indígena local. Desde 2009
Bolivia se reconoce como un Estado plurinacional,8 estableciendo un régimen de autonomía
multinivel. La conversión de distritos municipales indígenas a rango de municipio
autónomo es una de las tareas que actualmente ocupa a los actores sociales indígenas de
ese país. En Bolivia se viven actualmente procesos de municipalización del gobierno
indígena —al dar nacimiento a los municipios autónomos—, y a la
indianización del municipio, al ser reconocido el gobierno indígena como autoridad legal
de los nuevos municipios del Estado plurinacional (Albo 2010).
Como ocurrió en Chile, en Bolivia el neoliberalismo exigió la reestructuración en
la territorialidad del Estado, lo que trajo consecuencias diversas a los pueblos indígenas, con
oportunidades y amenazas. Una vez más la institución municipal es un actor relevante. En
Bolivia el nuevo municipio va más allá del municipio neoliberal, dando nacimiento a la
figura del municipio autónomo y a la reindianización de sus instituciones. Como ocurre en
otros países, la reindianización no supone la vuelta al pasado, sino la adecuación
de esa institución a las realidades indígenas, así como a los ajustes que sufre el
mismo Estado; toda vez que al final de cuentas, ahora como antes, el municipio forma parte de la
organización estatal. Y mediante esta institución los pueblos indígenas suelen ser
incorporados —o asimilados, según el caso— a la organización del Estado. Pero
también, como Bolivia lo demuestra, es un espacio a través del cual los pueblos
indígenas toman en sus manos el autogobierno local, obligando a la pluralización cultural
del Estado. Los retos están de nuevo presentes.
NEOMUNICIPALIZACIÓN EN VENEZUELA
En Venezuela se produjeron procesos semejantes. En 1958, cuando cayó la dictadura de Marcos
Pérez Jiménez (1952-1958), había 89 municipios, mientras que para el año
2004 su número se multiplicó hasta 336. Como en el resto de los países de
América Latina, este proceso se produjo en la década de los ochenta y primeros años
de los noventa. La Ley Orgánica de Régimen Municipal, LORM (1989), estableció el
ayuntamiento como punto importante para la articulación entre el gobierno y sus ciudadanos,
comunidades y grupos. El municipio se trasformó en portador y receptor de las ideologías
de descentralización y reforma, tales como la reinvención del gobierno incorporando
el principio de proximidad, la responsabilidad implícita y explícita de la visibilidad del
gobierno, entre otros. La Ley preveía la creación de nuevos municipios al sumar un
número de firmas ciudadanas que lo demandaran. Hubo tendencias de fragmentación de los
grandes municipios, por lo que el área metropolitana de Caracas pasó de tres a seis
municipios en el lapso de tres años (1989-1992).
En otro contexto, las políticas de descentralización, que incluye la reorganización
político territorial y la creación de nuevos municipios en el territorio nacional,
respondían a la otra cara de la moneda, que es la dimensión económica; en concreto,
la expansión del capital trasnacional, el nuevo rol asignado a los Estados nacionales por la
reforma del Estado, y más recientemente en esta nueva fase del capitalismo de
reprimarización de la economía de América Latina. Para cumplir esos nuevos roles,
el Estado se interesa por ampliar su presencia tanto institucional como regulatoria hacia nuevas
regiones que antes no le eran prioritarias. Esto es particularmente relevante en zonas de interés
para la inversión extranjera, como son las regiones selváticas repletas de biodiversidad,
agua y, eventualmente, petróleo.
Esto es particularmente visible en el proceso de reorganización político territorial
realizado por el Estado venezolano. En una estrategia de la reforma del Estado, en 1988 se emitieron dos
leyes: la Ley de Descentralización y la Ley de Municipios. Estas leyes reforzaron el sistema
político nacional para que los gobernadores y alcaldes fueran elegidos por elecciones populares
(Lauer 2005). En el año 1992, se llevaba a cabo en el país un proceso de
reorganización territorial en el marco de Ley de Ordenamiento Político Territorial; en esa
ocasión, el ahora estado Amazonas, situado al sur de Venezuela, fue constituido en el
número veintidós del territorio federal. Al nacer como nueva entidad federativa se
planeó desde el Congreso nacional la creación de siete nuevos municipios. Su
demarcación inició en 1994. Antes, había un único municipio que era la
capital en el Puerto de Ayacucho. Los siete nuevos municipios propuestos se expandían
principalmente sobre regiones históricamente ocupadas por población indígena en la
zona amazónica.
La historia de estos nuevos municipios hubiera sido semejante a las descritas para el caso boliviano
arriba narrado; pero tres situaciones hicieron que adquiriera algunos matices: a) una fuerte lucha de
los diecinueve pueblos indígenas de la amazonía venezolana que se opusieron a la
demarcación municipal aprobada por el Congreso; b) la existencia previa de un articulado
constitucional que establece que en Venezuela pueden funcionar y coexistir diferentes regímenes
municipales —tipos de municipios—; c) y una exitosa estrategia jurídica de la
Organización Regional de Pueblos Indígenas de Amazonas, ORPIA, ante la Corte Suprema de
Justicia, que después de dos años reconoció el derecho de esos pueblos a participar
en la división territorial de su entidad y anuló lo establecido en la Ley de
División Político Territorial, con el argumento de que se realizó a espaldas de los
interesados (Quispe 2005: 21). Sobre esa base se llevó a cabo una nueva propuesta de
reorganización territorial, y se conformaron nuevos cuerpos de autoridad local. Una nota
informativa resumió el desenlace de las controversias constitucionales de la siguiente manera:
La [nueva] propuesta establece la creación de siete nuevos municipios, uno más de los
decididos en la ley anulada, y se acogió el pedido de uno especial para los yanomamis, uno de los
pueblos más antiguos del mundo y que vive entre Brasil y Venezuela. También se
determinó promover una forma de gobierno colectivo, donde el alcalde es sustituido por un
coordinador, «que actuara como un servidor que propicie la actividad y defienda los derechos de la
comunidad», precisó Guevara... «Queremos tener un gobierno de las comunidades, con
circuitos indígenas y consejos interétnicos, donde todos los pueblos tendrán sus
representantes y que sustituirán a los ediles tradicionales...», abundó...
(Gutiérrez 1997: 2).
En febrero de 1995, ORPIA y sus aliados introdujeron en la Sala Plena de la entonces Corte Suprema de
Justicia un recurso de nulidad, por inconstitucionalidad e ilegalidad, en contra de la Ley de
División Político Territorial. En diciembre de 1996, casi dos años después,
la Corte Suprema de Justicia dictó sentencia definitiva, la cual anulaba la ley promulgada y
ordenaba la elaboración de una nueva ley que respetase los derechos de los pueblos
indígenas. En noviembre de 1997, y tras la celebración del Primer Congreso Extraordinario
de los Pueblos Indígenas en el que se legitimó el proceso de consulta en las comunidades
indígenas, ORPIA entregó a la Asamblea Legislativa del estado de Amazonas un nuevo
proyecto de ley.
En el alegato jurídico se denunció que la forma de municipalización que se
había impuesto desde el Congreso nacional era de «municipios artificiales» que
«separaban algunas etnias y forzaban a otras a convivir con rivales seculares», al tiempo
que se violaban varios artículos de la Constitución nacional y la del propio Amazonas, que
reconocen la existencia de la diversidad en los regímenes municipales en el país;
así era legal que los amazónicos tenían derecho a decidir y a optar por un
régimen municipal que les fuera culturalmente adecuado, proponiendo para ello la figura del
«municipio ancestral». Entonces se definió que un municipio ancestral es aquel
«respetuoso de los límites ambientales, la cosmovisión de cada pueblo, sus lugares
sagrados y la gobernabilidad propia» (Gutiérrez 1997: 3).
Sin embargo, la Asamblea Legislativa insistió en que la propuesta de ORPIA era apartada de la
legalidad. Finalmente, en diciembre de ese mismo año aprobó la Ley de Reforma Parcial de
Ley de División Político Territorial sin volver a tomar en cuenta el proyecto alternativo
elaborado por las organizaciones amazónicas. No obstante, ordenó a la Asamblea Legislativa
del estado de Amazonas abstenerse de cualquier actuación tendiente a aprobar una Ley de
División Político Territorial que no se adecuara a los términos señalados en
el proyecto de los pueblos y comunidades indígenas. Pero tal decisión no modificó
de fondo la propuesta gubernamental, sino que condujo únicamente a cambios menores,
manteniéndose las jurisdicciones ya establecidas. En la mayoría de los casos, la
población indígena dispersa en una amplia zona, en poblados pequeños, quedó
subordinada a municipios con cabeceras en donde predomina la población no indígena; lo que
ha impedido el autogobierno municipal indígena. Excepto el caso de los ke’kwana, en el Alto
Orinoco (Lauer 2005).
Con esa decisión, el Estado venezolano ignoró las instituciones comunales de gobierno
indígena, y tampoco aceptó sus formas de nombramiento y elección de autoridades,
estableciendo los procedimientos electorales del sistema de partidos políticos. Ni siquiera
reconoció la organización político territorial indígena tradicional de
ocupación de la Selva, entre otros. El resultado fue la nulificación de la
institucionalidad indígena previamente existente, siendo desplazada por la demarcación
estatal (Quispe 2005).
Es importante mencionar que la Corte recibió la protesta de ORPIA porque la Ley Orgánica
Municipal de 1989 establecía en sus artículos 26 y 27 el reconocimiento a la diversidad
municipal, y preveía la posibilidad de que se pudieran establecer diferentes tipos de municipios,
atendiendo a las condiciones de población, desarrollo económico, situación
geográfica y otros factores de importancia. Dentro de la diversidad municipal se incluía
aceptar la figura de «municipios con población indígena». Sin embargo, acotaba
que independientemente del tipo de municipio todos ellos debían dejar a salvo los principios
liberales, que establece que en todo caso será democrática y «responderá a la
naturaleza propia del gobierno local» (Colmenares 2002: 201). Por este «candado» el
reconocimiento de la diversidad no alcanzaba, sin embargo, ir más allá del perfil del
municipio republicano, lo que en los hechos coartaba cualquier reconocimiento de la institucionalidad
del gobierno local indígena.
Al final del proceso jurídico y político, los siete nuevos municipios fueron establecidos
tal y como estaba legalmente previsto, y respondieron al perfil definido por la institución
municipal nacional. En la opinión de Quispe (2005: 23), el problema principal residía en
que el reconocimiento de un «municipio con población mayoritariamente
indígena» no significaba la aceptación de la figura del «municipio
indígena». En los hechos se trataba de la misma figura municipal, pero constituida encima
de territorialidades que eran mayoritariamente indígenas, sin que tal elemento cuantitativo se
tradujera en rasgos cualitativos.
Así las cosas, presionado por las políticas de la reforma del Estado, el viejo municipio
se reconfigura, por lo que es posible hablar de una «neomunicipalización» en los
territorios indígenas, toda vez que es hijo de los tiempos del neoindigenismo, multiculturalismo,
neoinstitucionalismo y neoliberalismo. Los casos de Chile, Bolivia y Venezuela nos ilustran que la
reforma municipal, como parte de la reforma del Estado, es un espacio de disputa en donde se dirimen los
derechos de los pueblos indígenas, y existe ahí una posibilidad nada despreciable para el
autogobierno. Pero también se encuentran los riesgos para la fragmentación y la
profundización de la intervención de la normatividad estatal, ansiosa por tomar decisiones
en campos que tienen que ver con los recursos naturales y los territorios indígenas. El municipio
es una institución útil para esta intervención.
LA MUNICIPALIZACIÓN DEL GOBIERNO INDÍGENA EN TIEMPOS DEL ESTADO NEOLIBERAL: LOS RETOS
Históricamente, el municipio ha sido una institución a la que el Estado
—colonial, republicano nacional-popular, neoliberal o plurinacional— ha recurrido para
instalar en los territorios indígenas su propia institucionalidad. Ya fuera como República
de Indios, como municipio gaditano, como municipio libre o como municipio reformado
—neomunicipalismo o municipio autónomo—, el municipio es una institución
conocida por los pueblos indígenas. Institucionalidad que no es, regularmente, una calca exacta
de lo que la norma estatal establece, sino que con cada nueva institución estatal establecida
sobre territorio indígena, suele darse el inicio de una lucha desde los colectivos
indígenas para intentar, otra vez, (re)significar, etnizar, las instituciones del Estado; y
así convertir dicha institución «ajena» en «apropiada». Lucha
histórica que nos ayuda a comprender la persistencia de los pueblos indígenas, siempre
reinventados, hasta nuestros días (Burguete 2008).
Aunque el municipio ha sido una institución universal de gobierno local, en los hechos siempre es
una configuración particular que da cuenta de las formas culturales de cómo se instala el
Estado (García-Ruiz y García 2003); como resultado de las aperturas de campos de
interlegalidad, en donde esos colectivos luchan por lograr que el municipio sea una institución
culturalmente adecuada. Por ello mismo, como he intentado mostrar aquí, los pueblos
indígenas de América Latina han realizado, en la larga duración, esfuerzos diversos
y consistentes por lograr que el gobierno local legalmente reconocido sea pertinente con sus
intereses.
En el paradigma del indigenismo asimilacionista que buscaba la integración de los
indígenas a la nación, las «formas de gobierno indígena» se
concebían como «remanentes» o residuos de instituciones propias del pasado
indígena, que en un contínuum evolucionista deberían desaparecer una vez que
quedaran incorporadas a la modernidad; es decir, a la institucionalidad del Estado moderno (Aguirre
1991). Pero, como la realidad se ha encargado de demostrarlo, la desaparición a la que
habían sido condenados los gobiernos indígenas por las políticas integracionistas
no se concretó plenamente; y hoy permanecen vigentes, insertos en una puja por su fortalecimiento
creciente.
La clave de este cambio radica en que en nuestros días el Estado neoliberal con democracia
electoral acepta que el gobierno local quede en manos de los ciudadanos de las entidades locales, sin
que la identidad étnica sea una objeción. El incorporar al discurso del Estado el recurso
de la diferencia cultural, que significa un matiz importante en la estrategia del Estado nación
para la homogenización cultural y política —sin que suponga la renuncia a su
hegemonía—, coloca a los gobiernos locales indígenas en otra coyuntura. Los cruces
que se producen entre democracia local y diversidad cultural, ambos principios caros al Estado
neoliberal, han hecho posible la emergencia de gobiernos locales que se asumen como «gobiernos
indígenas», que gozan de la legitimidad que les da el haber ascendido al poder mediante un
procedimiento electoral democrático.
Tal cosa es un tenso equilibrio. Con el reconocimiento de la diversidad, el Estado busca y encuentra
nuevos mecanismos para rearticular su hegemonía, y trata de penetrar los intersticios
autonómicos, como sucede hoy día con los gobiernos locales indígenas,
incorporándolos a la lógica estatal mediante los procedimientos democrático
electorales. Así se produce una interrelación tensa. Por un lado favorece la
ampliación del Estado y su intervención dentro de los espacios étnicos
indígenas, al mismo tiempo que se produce el reconociendo de derechos indígenas, y la
configuración de una suerte de autogobierno indígena que puja por el reconocimiento
expreso de la diversidad.
Como arena de significación, el municipio es también motivo de disputa dentro de los
mismos actores indígenas; en un campo de posicionamientos político ideológico.
Algunos de esos actores cuestionan sobre si el gobierno municipal debe ser entendido como
sinónimo de «gobierno indígena», en el ejercicio del derecho a la
autodeterminación y autonomía. Incluso, se interrogan sobre si es legítimo que
indígenas que han ascendido al gobierno local mediante procedimientos electorales pueden
«representar» a la comunidad de miembros. O aún cuestionan sobre si en municipios
pluriétnicos —indígenas-mestizos— las autoridades municipales indígenas
pueden asumirse como «gobierno indígena», toda vez que en su gestión
incorporan perspectivas de interculturalidad y no como gobierno comunal.
Todos estos, y más, son los retos que enfrenta el gobierno indígena en tiempos de
multiculturalismo. En la medida en que los indígenas asumen el reto de disputar el poder local en
municipios pluriétnicos, tienen el reto de gobernar a una población de composición
étnicamente diversa. Es decir, deben gobernar dando respuesta al Otro étnico. Esto es
visto como oportunidad para la innovación política, como construir estrategias para ambos
grupos étnicos, combinando discursos, prácticas, recursos e instituciones propias de un
«gobierno indígena», con otros que respondan a los reclamos de ciudadanía y
sean aceptados como adecuados por la población no indígena que vive en la
jurisdicción. Por ejemplo, estos son los desafíos que asumieron los gobiernos de la
prefectura de la provincia de Cotopaxi y del municipio de Saquisilí de Ecuador, que gobiernan en
contextos pluriétnicos (Tibán y García 2008), y de la comuna de Tirúa en
Chile (Mariman y Alwin 2008). En esos escenarios, uno de los principales retos del gobierno
indígena fue demostrar que podían ser «un buen gobierno» y, aún
más, un «mejor gobierno». Por esta presión, introdujeron innovaciones en el
diseño institucional y construyeron nuevas formas de gobierno que incluyeron la
reinvención de instituciones indígenas, como la asamblea, las reuniones amplias, los
consensos y los acuerdos; mismas que quedaron incorporadas como prácticas en el ejercicio del
gobierno local, aunque resignificadas (Burguete 2008).
Pero, en otros casos, el «gobierno indígena» en el municipio también es
cuestionado. Algunos autores mencionan que los indígenas gobernantes en municipios no siempre se
diferencian del resto de sus pares no indígenas. Durston (2007) observa que la
«subcultura» política del clientelismo es frecuente en las relaciones que establecen
las autoridades locales con sus representados en regiones indígenas de Chile, y no se logran
distinguir diferencias significativas entre los políticos indígenas y quienes no lo son.
De tal manera que los indígenas hacen política incorporándose a grupos
políticos, en donde las lealtades étnicas no son siempre el factor que las articula, en
donde relaciones de prebendalismo son criterios para la adhesión política.
Esta perspectiva es compartida por Norero (2007) al estudiar el gobierno mapuche de BioBio, pues observa
que la nueva participación de los indígenas en la disputa política con reglas
electorales ha tenido claroscuros. La autora afirma que no advierte diferencias significativas en la
gestión de ese gobierno municipal. Lo que conduce a interrogarse sobre si acaso la etnicidad no
es únicamente un recurso que usan algunos liderazgos indígenas en el ascenso al poder, sin
implicaciones significativas para los colectivos indígenas.
Esta pregunta suelen hacerla diversos actores del movimiento indígena que no se sienten
satisfechos con la neomunicipalización, ni por ser el municipio el espacio que el Estado ofrece
como único lugar para el autogobierno indígena. Por el contrario, lo advierten como un
peligro, toda vez que las instituciones (neo)municipales suelen desplazar la institucionalidad que es
percibida como propia.
Tampoco dan cuenta de cambios sustanciales en la presunta nueva relación entre el Estado y los
pueblos indígenas, que se supone debía de resultar después de las reformas
constitucionales que dieron lugar a las políticas de reconocimiento. Desafortunadamente, el
multiculturalismo como política de Estado no tuvo como propósito básico empoderar a
los pueblos indígenas, sino favorecer a las instituciones del Estado, para la
reconstrucción de su hegemonía, fuertemente cuestionada por las luchas indígenas
que rechazaron las políticas asimilacionaistas. Frente al neomunicipalismo como respuesta
limitada, una respuesta autonómica desde las organizaciones indígenas, ha estado el
«giro hacia adentro», de retrotraimiento, que intenta romper todo contacto con el Estado,
maximizando la diferencia, para marcar de forma radical las fronteras étnicas y definir de esta
manera su propio camino, alentando procesos de microetnicidad y microgobierno, rechazando la figura
municipal.
El retrotraimiento es también la estrategia que ha usado el movimiento maya de Guatemala, que ha
sacralizado la política para distanciarse de los partidos y otros actores convencionales (Bastos,
Hernández y Méndez 2008). Es la misma estrategia que han usado algunos pueblos de las
zonas bajas amazónicas en países como Colombia, Ecuador y Bolivia. En este mismo orden se
inscriben las acciones de estos pueblos indígenas de las zonas amazónicas, que han
decidido declararse en «aislamiento voluntario» para alejarse de la relación con el
Estado, sus instituciones y sus proyectos modernizadores. Todas estas iniciativas, al declarar su
intención de romper su contacto con el Estado y con el «mundo occidental»,
implícita y explícitamente rechazan el proyecto de vida que ofrece occidente
—incluyendo la figura municipal—, y demandan el derecho a pensar el mundo desde
múltiples perspectivas civilizatorias (Parellada 2006).
Esa estrategia es, al mismo tiempo, la forma de rechazar la presencia de las petroleras, mineras y
empresas forestales que penetran en sus territorios, gracias a las concesiones dadas por los Estados. El
entorno global contribuye a alentar las tendencias del «giro hacia adentro». Siendo la
globalización un fenómeno promovido por el capitalismo, éste se manifiesta, entre
otros modos, en la expansión de la economía de libre mercado y en la apertura de
fronteras, que llegan hoy día hasta las regiones más recónditas. Frente al poder de
los grandes capitales —petroleras, mineras, empresas forestales, de ecoturismo, de
privatización del agua—, al despliegue de los acuerdos comerciales y a un escenario de
renuncia del Estado por la defensa de la soberanía nacional, agudizado por la creciente
importancia que adquieren las materias primas en el subcontinente latinoamericano; los pueblos
indígenas se sienten amenazados y recurren al reclamo de su propia soberanía, mediante la
autonomía, y de su cosmovisión para retrotraerse. Con ello buscan asumir la defensa de sus
recursos estratégicos, sus saberes y conocimientos, disputando al Estado y al capital su control
para convertirlos en intersticios autonómicos.
Para ratificar esa voluntad, los pueblos indígenas proceden a la primordialización o
esencialización de prácticas y discursos, con los que tratan de dar nuevos sentidos a la
diferencia y mostrarse como un proyecto alternativo a la crisis que vive el modelo capitalista y la
sociedad occidental, creando nuevos conceptos como el de Buen Vivir (Choquehuanca 2010). Principios
incorporados a la nueva Constitución de Ecuador y Bolivia. Investirse de inconmensurabilidad para
distanciarse radicalmente de occidente, y con ello del Estado —y sus instituciones, incluyendo el
municipio— y el capitalismo neoliberal; es una estrategia política a la que con mayor
frecuencia los pueblos indígenas recurren para reforzar su propia institucionalidad. Apelar a la
cosmovisión, la espiritualidad, la filosofía comunal, al cosmos, al ser, a la
sabiduría de los antepasados y la armonía con la naturaleza y con la madre tierra, son
estrategias, prácticas y discursos que se representan como saberes de las comunidades, pueblos,
organizaciones y actores indígenas para construir sobre su base la legitimidad de su
retrotraimiento.
Esas nociones son (re)elaboradas por sus liderazgos para posicionarse políticamente, desafiar el
estado de cosas existente y rechazar luego el actual modelo capitalista calificado de depredador, con
vistas a formular su propia alternativa, misma que interpela a occidente, al Estado y al capital. Estos
planteamientos, que en algún momento consideramos como «etnicistas»,
«esencialistas», «milenaristas», «culturalistas»,
«pasatistas» y hasta «ingenuos» o «románticos», parecen
adquirir hoy día nuevos sentidos y filo trasformador. En esta nueva significación los
discursos de resistencia indígena buscan movilizar a los actores en la elaboración de
prácticas y discursos para construir una suerte de «coraza» que impermeabilice
sus territorios, jurisdicciones e instituciones, y ejercer de esta forma un mayor control, a partir de
la creación de nuevos intersticios autonómicos.
Negarse a aceptar la institucionalidad del Estado fue la estrategia que también desplegó
el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, EZLN, cuando el gobierno federal les
ofreció reconocer sus municipios autónomos de facto, bajo la figura de la
«remunicipalización». Aunque los zapatistas rechazaron las políticas
gubernamentales para dar nacimiento a nuevos municipios en su área de influencia, la demanda de
creación de nuevos municipios en el estado —entre 1998 y 1999— llegó casi a un
centenar (Leyva y Burguete 2007, Burguete 2009). Importa recordar que la formación de nuevos
municipios y la remunicipalización fueron una de las demandas más consistentes que
movilizó diversas luchas indígenas —y de mestizos indianizados— a la largo del
territorio nacional, y demanda constante dentro de las luchas indígenas autonómicas en
México, en el último lustro del siglo XX (Martínez 2007).
El municipio es en la actualidad una arena en donde se disputa el gobierno
indígena y la autonomía. Su apropiación contiene una contradicción; por un
lado contiene un propósito integracionista y asimilacionista, por el otro es también
oportunidad. Los pueblos, comunidades y organizaciones indígenas, dentro de los movimientos
indígenas, debaten entre sí, a veces de manera ríspida y confrontada, sus
posicionamientos frente al Estado y al nuevo municipio reformado: si se acepta o se rechaza. No hay
respuestas únicas, y todos los días se práctica el juego político de la
aceptación, pero luego apropiación, para proceder a su «indianización».
El camino es, sin embargo, riesgoso. Es una operación política largamente aprendida
durante más de quinientos años, en donde se gana y se pierde. Lo importante es que al
mismo tiempo contiene la oportunidad de la resistencia. Las amenazas de la neomunicipalización
son ciertas y los peligros del despojo territorial inminentes; sin embargo, es una realidad
difícil de evadir, aunque sí es posible resistir.
En tiempos de multiculturalismo, los pueblos indígenas pujan por significar culturalmente la
democracia y las instituciones del Estado, lo que plantea desafíos. Regularmente los actores
indígenas se posicionan frente a este dilema de dos maneras: o lo abandonan como espacio de lucha
y dejan abierto el camino para que este opere mediante las prácticas propias del
multiculturalismo en su diseño neoliberal puro y duro. O lo toman como un campo de disputa y
asumen el reto de intentar (re)significarlo, y con ello abrir la oportunidad e impulsar desde
allí procesos de construcción de instituciones propias, en un proceso de
apropiación.
En este marco general de globalización neoliberalismo y multiculturalismo, el gobierno
indígena se reconfigura, vuelve a mutar, como antes lo había hecho en sus distintas formas
de constitución municipal y de relación con el Estado, ya fuera colonial, republicano,
nacional popular o neoliberal. Como he intentado demostrar en esta colaboración, el municipio es
un riesgo pero también una oportunidad. Lo deseable es lograr un tipo de municipio culturalmente
adecuado a cada realidad sociocultural; lo que haría posible lograrlo, instituyendo
regímenes con un enfoque multimunicipal.
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