ETNOGRAFÍA Y COMUNICACIÓN: EL PROYECTO ARCHIVO
ETNOGRÁFICO
AUDIOVISUAL DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE
RESUMEN:
Considerando la etnografía audiovisual en tanto proceso comunicativo, se analiza el caso del Archivo Etnográfico Audiovisual de la Universidad de Chile y sus experiencias en el desarrollo de etnografías audiovisuales durante los últimos ocho años. Más allá de su uso como técnica de registro de datos, la construcción y difusión de mensajes de contenido social a partir de dichos registros van conformando una praxis compleja de producción de comunicación que nos lleva a revisar críticamente la conceptualización tradicional del concepto de comunicación. En este trabajo nos proponemos discutir estos modelos, planteando alternativas desde una perspectiva aplicada en un sentido ético-político en contextos locales de desarrollo.
PALABRAS CLAVE:
etnografía, comunicación, medios, desarrollo.
ABSTRACT:
This article considers audiovisual ethnography as a communication process, and takes the Audiovisual Ethnographic Archive of Universidad de Chile and its experience in the development of audiovisual ethnographies during the past eight years as a case of analysis. Beyond its use as a data recording technique, the construction and dissemination of messages with social content based on the aforementioned data records constitute a complex praxis of communication production that leads us to critically review the traditional conceptualization of the concept of communication. This work discusses these models, setting forth alternatives from an applied ethno-political perspective in local development contexts.
KEY WORDS:
ethnography, communication, media, development.
La incorporación de nuevas tecnologías de registro de imagen en
movimiento por parte de antropólogos y antropólogas, especialmente en las últimas
tres décadas con la masificación y el acelerado desarrollo del video, ha permitido a los
investigadores utilizar la cámara como una herramienta de reflexión.
A fines de 2006 me trasladé a San Pedro de Atacama, en la región chilena de Antofagasta,
contratado por la Asociación Indígena Valle de la Luna, que representa a seis de los
ayllus —comunidades— de etnia lickan antai que componen el poblado, para
participar como antropólogo audiovisual en un proyecto de rescate de memoria oral en torno a las
faenas mineras de extracción de sal que los sanpedrinos desarrollaron en Las Salinas, hoy
convertidas en reserva nacional y rebautizadas como Valle de la Luna, transformándose en uno de
los principales atractivos turísticos de la zona. No tardé en notar una fuerte reticencia
por parte de los locales para participar en el proyecto: «No señor, gracias, ya han venido
del trece —UCTV—, del TVN, del Discovery, de todos los canales a grabarnos. Siempre
prometen mandar lo que graban y nunca cumplen»; «No caballero, después muestran las
cosas a su pinta, nada que ver con cómo son las cosas de aquí».
Este tipo de percepciones se han generado a partir de la exposición previa de los pobladores a
experiencias en las cuales han sentido injusta la forma de intercambio con el
investigador/documentalista. Huelga decir que el trabajo fue infructuoso, no obstante llegó a
feliz término en gran medida gracias a la constante gestión e intermediación de la
Asociación Indígena Valle de la Luna. También cabe destacar que el equipo de
investigación tenía algún conocimiento de los códigos culturales locales, lo
cual nos permitió entablar comunicación con cierto grado de fluidez con la
población. Esto se debe en gran medida a que, como señala Cardoso de Oliveira (1994), en
Latinoamérica no estudiamos pueblos distantes, sino que estudiamos a «otros
próximos» (Tilkin Gallois 2006: 306); y en nuestro país, tanto en lo espacial como
en lo cultural, la gran mayoría de los chilenos desciende de los pueblos originarios y comparte
con ellos una serie de elementos culturales que se trasuntan en un sinnúmero de prácticas
cotidianas. Al año siguiente, junto al musicólogo Miguel Ibarra, gestioné recursos
para realizar una etnografía audiovisual sobre los bailes religiosos que se practican en la
fiesta patronal de San Pedro, encontrándonos con la misma reacción inicial, la cual
superamos gracias al constante respaldo de la Asociación Indígena y al antecedente de
nuestro anterior trabajo, cuyo producto en DVD se exhibió repetidamente y el cual distribuimos a
cada interlocutor de nuestro nuevo proyecto en forma previa a las entrevistas a manera de carta de
presentación.
Si bien el trabajo realizado fue exitoso y sus resultados muy bien recibidos por las comunidades
participantes, es necesario resaltar que algunos grupos se negaron terminantemente a colaborar
esgrimiendo argumentos similares a los expuestos más arriba, lo que, más allá de
las particularidades de los proyectos señalados, nos lleva a reflexionar sobre las circunstancias
que originan ese malestar en nuestros interlocutores respecto a la praxis de la investigación
etnográfica y de la producción audiovisual.
El Archivo Etnográfico Audiovisual de la Universidad de Chile fue fundado por un grupo de
antropólogos en 2002 con el objeto de incorporar el uso de nuevas tecnologías a la
investigación etnográfica y capacitar a investigadores en su utilización.
Después de seis años de recorrido se ha realizado una veintena de etnografías
audiovisuales, la mayor parte de ellas financiadas con fondos públicos destinados a la
investigación, conservación, promoción y difusión de patrimonio inmaterial.
Esto es posible debido a que en Chile, a diferencia de los proyectos o programas destinados a la
conservación de patrimonio material, el cual se encuentra reconocido, normado y regulado con
anterioridad por instituciones como el Consejo de Monumentos Nacionales. La complejidad y diversidad
cultural de los modernos Estados latinoamericanos, donde los procesos de democratización han dado
lugar a espacios de diferenciación y cierta autonomía cultural con múltiples
expresiones y prácticas que progresivamente devienen en identitarias, el Estado pierde la
capacidad de controlar el campo cultural «debiendo limitarse a asegurar la libertad de sus actores
y las oportunidades de acceso a los diversos grupos sociales, dejándole al mercado la
coordinación y dinamización de ese campo» (Martín-Barbero y Rey 1999:
33).
En el caso de Chile, frente a la creciente complejidad de la diversidad identitaria y cultural, se ha
implantado un modelo intermedio bajo el cual la activación y la gestión de patrimonio
inmaterial corresponde a agentes particulares que son habilitados mayoritariamente a través del
financiamiento público, mediante fondos concursables, y en algunos casos privados, gracias a los
beneficios tributarios que animan a las empresas a donar recursos para fines culturales y educativos.
Asumir la producción audiovisual desde la etnografía implica no sólo el aprendizaje
de las técnicas y el lenguaje audiovisual desarrollado por el cine, la televisión y el
video, sino que es necesario replantearse y reformular todas las interrogantes asociadas a los usos, los
objetivos y los potenciales de la producción de mensajes audiovisuales desde nuestra disciplina.
En este sentido, un primer paso fundamental es analizar qué entendemos por comunicación y
cuáles son los medios para realizarla.
Utilizaremos la expresión «etnografía audiovisual» para referirnos a las
producciones realizadas desde la praxis de los etnógrafos, diferenciándola del
«documental etnográfico», entendido como las producciones cinematográficas o
televisivas sobre determinados grupos o identidades. Como veremos más adelante, esta
diferenciación no es gratuita, si no que deriva de diferentes modelos y prácticas
comunicativas.
Bastante se han señalado ya los problemas que han significado para el desarrollo de la
antropología las limitaciones de nuestras formas habituales de comunicación, en tanto
autoreferenciada y autocentrada, ignorando siempre las condiciones de recepción de nuestros
mensajes fuera del círculo académico (Tilkin Gallois 2006: 307). Cabe señalar
que tales tendencias elitistas son un resabio de los orígenes coloniales de la disciplina, donde,
en la relación que establece la academia entre investigador-investigado, se trasuntan las
relaciones históricas de dominador-dominado, es decir, se trata de relaciones signadas por una
desigualdad de poder —recordemos que el investigado pasó en tiempos recientes de ser objeto
a sujeto de estudio, lo que es un avance aunque continúe dependiendo de nosotros—. Esa
concepción vertical que caracterizará una buena parte de la historia de la
antropología es la que progresivamente va hartando a las comunidades que estudiamos. En
relación a los investigadores, Jean Rouch señala: «Cuando la investigación se
completa, los antropólogos vuelven a su universidad, redactan su informe y posiblemente obtienen
distinciones. ¿Cuál es el resultado para aquellos que fueron investigados? Ninguno; la
irrupción del antropólogo no les arroja beneficios. La gente no lee el informe»
(Rouch en Georgakas et al. 2005: 101).
En San Pedro de Atacama, los primeros antecedentes de intervención académica se remontan a
la década de los cincuenta, con la llegada al pueblo de Gustavo Le Paige, sacerdote belga con
conocimientos e intereses arqueológicos, quien da a conocer al mundo la riqueza
arqueológica de la zona. Avalado por la posición de poder que le inviste su cargo
eclesiástico, y respaldado por distintas universidades, exhumó cadáveres,
confiscó bienes culturales y los exhibió en el museo que creó para tal fin.
El particular estilo arquitectónico y la buena conservación del mismo llevaron a las
autoridades a patrimonializar el poblado durante los años ochenta, lo que fomentó su
explotación turística generando que diversos agentes públicos y privados se
apropiaran del poblado y causando un desplazamiento de los pobladores hacia los ayllus
–comunidades– circundantes. Los dueños de negocios relacionados con el turismo
tienden a contratar músicos de Santiago o de Bolivia en lugar de sanpedrinos porque consideran
que «éstos se asemejan más a la imagen andina que esperan encontrar los
turistas». En medio de este proceso, el museo del sacerdote Le Paige pasó a ser
administrado por la Universidad Católica del Norte y los sanpedrinos se convirtieron en sujetos
tácitos de investigaciones antropológicas y arqueológicas en las cuales tienden a
reproducirse las relaciones viciosas que señalamos más arriba.
En la medida que los procesos de investigación son conceptualizados en términos de una
relación desigual con resabios de dominación, que resultan en una percepción de
expropiación de la producción cultural sobre la que se construyen las identidades locales,
surge la necesidad de reformular la praxis etnográfica. La etnografía ha sido fruto de
interesantes reflexiones por parte de antropólogos y antropólogas en Latinoamérica,
superando sus funciones decimonónicas de cronista y portavoz de otros, y abandonando las
perspectivas del relativismo cultural que impedían la comunicación y las posibilidades de
traducción intercultural (Tilkin Gallois 2006: 306) para asumir que, en tanto construcción
dialéctica producto del encuentro con otros y de un diálogo intercultural, implica una
mutua comprensión a partir del reconocimiento de las diferencias.
El trabajo etnográfico puede entonces «contribuir a ese reconocimiento igualitario de la
diferencia» (Bartolomé 2003: 208). Tal reconocimiento implica aceptar al otro dentro de una
relación horizontal de construcción dialéctica de sentidos y mutuo desarrollo. El
otro pasa, en esta perspectiva, de ser un informante a ser un interlocutor. El término no es
gratuito y nos lleva a repensar la etnografía como una relación vincular fundada en
procesos de comunicación.
Cabe señalar que la etnografía audiovisual se trata de una especialización de la
etnografía, compartiendo sus fundamentos epistemológicos y aplicándolos a la
construcción de documentos audiovisuales que constituyen a la vez una
técnica/método de investigación y una forma de expresión resultante de la
experiencia intercultural. El proceso de construcción de la etnografía y el de un
documento audiovisual etnográfico tiene momentos análogos:
cuando el cineasta registra en una película los gestos o los hechos que le rodean se comporta
como un etnólogo que registra en su cuadernillo de apuntes las observaciones; cuando a
continuación los monta es como el etnólogo que redacta su informe; cuando lo difunde hace
como el etnólogo que entrega su libro para ser publicado y difundido. En todo ello aparecen unas
técnicas muy similares, y en dichas técnicas ha encontrado realmente su camino el film
etnográfico (Rouch 2005: 68).
La selección de determinados elementos o prácticas del grupo y la producción de
documentos sobre ellos genera un impacto que saca dichos elementos de su naturalidad cotidiana por el
sólo hecho de hacernos reflexionar sobre ellos, sin mencionar el recelo que produce el hecho de
que a un estudioso/que viene de la universidad/un señor de afuera/etc., le pareció
destacable/importante/digna de hacer una investigación —e incluso una
película— sobre eso. En este sentido, la «etnografía audiovisual» genera
indudablemente impactos reflexivos en las identidades locales, así como también en el
investigador.
En términos académicos, la investigación en antropología se ve enriquecida
no sólo por la capacidad de reproducir indefinidamente lo observado, sino por la posibilidad de
proyectar el documento a las personas observadas y estudiar con ellas a partir de las imágenes de
su comportamiento (Rouch 2005: 68). De esta forma, la etnografía audiovisual opera
dialécticamente sobre la realidad creando conciencia de lo que se está viviendo (Colombres
2005a: 195).
Por otra parte, la praxis etnográfica, en tanto intervención institucional y
académica sobre las culturas e identidades locales, constituye una fuente de reflexividad y de
legitimación de la producción cultural que opera desde el mismo momento en que el
investigador selecciona determinados elementos de la totalidad cultural (Cruces 1997: 82-83). La
reflexividad que opera en el otro frente a esa legitimación puede a su vez activar procesos de
reformulación simbólica de dichos elementos en función de sus construcciones
identitarias. Dicho proceso de reflexividad y legitimación «constituye espacios donde
pueden existir prácticas de resistencia e impugnación frente a la dominación, junto
a la reproducción de hábitos y relaciones sociales instaurados por el sistema
hegemónico y útiles para su reproducción» (Pérez-Ruiz 1998: 107). Esto
implica que las etnografías audiovisuales pueden ser reapropiadas contrahegemónicamente
por las identidades locales, transformándose en lo que Feldman-Bianco considera un instrumento de
intervención político-cultural (Feldman-Bianco 2005: 293).
La ineludible responsabilidad social hacia el grupo local que conlleva la praxis de la etnografía
audiovisual implica necesariamente asumir un compromiso ético y político con nuestros
interlocutores (Contreras et al. 2005: 45).
En este sentido, algunos autores acentúan la necesidad de empezar a hablar de
«coproducción entre los realizadores y la propia gente del conflicto, generar un
vínculo que permita la confianza y el trabajo compartido, posibilitar la toma de conciencia de lo
que significa un medio audiovisual puesto al servicio de los que hoy están excluidos,
desamparados, o nuevos desaparecidos en la inserción laboral. Realizar la construcción del
guión a partir de sus necesidades concretas, hacer del documental una herramienta para la
liberación, una suerte de devolución: cultura y arte restituyendo la dignidad
perdida» (Mirra y Buen Abad 2005: 75-77).
En este sentido, y frente a la constatación de las asimetrías comunicacionales entre
poderes hegemónicos y comunidades locales en nuestros estados, numerosas ONGs y agencias
estatales comenzaron a desarrollar diversos programas y proyectos de transferencia tecnológica
audiovisual a comunidades indígenas en distintos países de Latinoamérica a partir
de la década de los ochenta. En el caso de México, emblemático tanto por la
cantidad de experiencias como por el alcance y la sostenibilidad en el tiempo de éstas, destaca
el Proyecto de Transferencia de Medios Audiovisuales a Comunidades y Organizaciones Indígenas
impulsado por el Instituto Nacional Indigenista a partir de 1990 (Flores 2005: 11). Esta iniciativa
cristalizó en los Centros de Vídeo Indígena (CVI), presentes en varios estados de
ese país, cuyas metas consisten en la difusión del trabajo creativo de los grupos
indígenas mediante productos de divulgación; el fomento a la creación y
reproducción de formas de expresión propias que respondan a sus necesidades y visiones
actuales; y la conformación de un acervo audiovisual de sus manifestaciones culturales. Sin
desmerecer en lo absoluto tan encomiable tarea, cabe señalar que, como su nombre lo indica, se
trata de transferencia de tecnología audiovisual, contando generalmente con procesos de
capacitación en su uso a cargo de cineastas y audiovisualistas. De esta manera, si bien se ha
encarado una parte del problema, esto es, la capacidad técnica y tecnológica de
producción audiovisual, no se ha dado, en términos generales, una crítica al modelo
de comunicación, por lo que en muchos casos, si bien se han adaptado los contenidos a las
necesidades de la comunidad, la producción audiovisual de estos centros tiende a imitar
formalmente a la producción audiovisual de la televisión. Carlos Flores ilustra esta
problemática en su investigación con los q’eqchi’ de Guatemala: «los
jóvenes estaban expuestos permanentemente a la influencia de la televisión comercial, en
donde miraban películas norteamericanas o telenovelas mexicanas, de las cuales tomaban ideas para
sus producciones» (Flores 2005: 12-13). Al no haber información sobre otros modelos de
comunicación que orienten la producción audiovisual, naturalmente se tiende a reproducir
el que se conoce. No basta con poner un medio de comunicación en manos de la comunidad.
Además se hace necesario dotarles de modelos alternativos de comunicación que permitan
adaptar sus contenidos y necesidades informativas.
Resulta importante cuestionar nuestros conceptos sobre la comunicación. Se trata de un
término de uso cotidiano y naturalizado, que en términos de crítica conceptual ha
sido escasamente analizado desde las ciencias sociales. Jay Ruby plantea la existencia de un
«conjunto de relaciones complejas y causales entre nuestro sistema ideológico cultural, los
paradigmas de la ciencia y nuestras actitudes, en general y en la ciencia, sobre las distintas formas de
comunicación visual». Y continúa sosteniendo que «nuestros valores
culturales, así como nuestros conceptos científicos sobre estas formas deberán
transformarse antes de que pueda emerger una antropología visual o un cine antropológico
verdaderamente significativo» (Ruby 1995: 196).
La deconstrucción del modelo de comunicación imperante, así como el desarrollo de
un modelo alternativo, es obra del comunicólogo y pedagogo Manuel Calvelo Ríos (2003 y
2006), cuya producción académica se encuentra inédita prácticamente en su
totalidad. Como veremos, se trata de un concepto que en su seno oculta mecanismos de reproducción
hegemónica.
EL MODELO DE COMUNICACIÓN DE LASSWELL
El modelo de comunicación que se enseña en la mayor parte de las escuelas de periodismo y
comunicación tiene sus antecedentes en los estudios de propaganda cinematográfica, que
cobran gran importancia a partir de la Primera Guerra Mundial.
Fue desarrollado principalmente por Harold Lasswell, experto en la influencia de la comunicación
masiva en procesos de estabilización social. Se le llamó también modelo de la aguja
hipodérmica, en el sentido de que la comunicación y la propaganda deberían
funcionar como una inyección poco perceptible en el cuerpo social que contribuiría a
estabilizar la vida social. Este modelo fue esquematizado por los matemáticos Claude Shannon y
Warren Weaver durante la Segunda Guerra Mundial como E → M → R —
emisor-medio-receptor—. Para entenderlo mejor es necesario remitirnos a su desarrollo
histórico: este esquema fue formulado a partir del modelo de Lasswell en los bunkers de los altos
mandos aliados durante la Segunda Guerra Mundial como respuesta a la problemática de bombardear
aéreamente objetivos situados en el Atlántico norte, en condiciones climáticamente
adversas y con mínima visibilidad, para lo que se recurrió a la radioemisión, que
por entonces contaba con cierto desarrollo técnico.
La estrategia básica consistía en enviar la información de los objetivos al piloto
en forma de un mensaje que se repetía en iteraciones del mismo a fin de evitar la
distorsión por interferencias. Una vez que el piloto lograba captarlo en su totalidad, confirmaba
la recepción reiterándolo a los emisores, proceso que en este modelo se conoce como
«retroalimentación». Como vemos, se trata de un modelo unidireccional y
vertical — propio del orbe militar— que busca que el receptor realice las acciones
requeridas por el emisor. Es en esencia un «modelo de manipulación». La
retroalimentación consiste en la confirmación de la información recibida por parte
del receptor o destinatario.
Este modelo fue central en la considerable producción de los investigadores de la Mass
Communication Research sobre propaganda y las conexiones entre comportamientos y
persuasión (Martín-Barbero y Rey 1999: 65), que constituyen el cuerpo central de la
autodenominada teoría de la comunicación.
Sin contar con alternativas por ese entonces, este modelo fue incorporado desde sus inicios al
desarrollo conceptual y tecnológico de la televisión, por entonces incipiente, llegando a
transformarse en el medio más masivo de transmisión de información. A partir de ese
momento tendrá un impacto cada vez mayor en la sociedad en la medida en que influye sobre los
actores sociales que intervienen activamente en la realidad social (Martín-Barbero y Rey 1999:
57). Se tiende a estandarizar la opinión homogenizándola a partir de los énfasis
mayoritarios que fabrica (Martín-Barbero y Rey 1999: 71) y se convierte «en el
árbitro del acceso a la vida social y política» (Bourdieu 1997: 28)
transformándose así en «un colosal instrumento de mantenimiento del orden
simbólico» (Bourdieu 1997: 20).
Dadas las investigaciones sobre propaganda cinematográfica y su uso potencial como factor de
estabilización social, que constituyen los antecedentes teóricos del uso social de la
televisión, podríamos decir que se trata de un medio que nació pensado para la
masividad y la masificación de la población.
En el contexto latinoamericano, los medios masivos como el cine y la radio cobrarán gran
importancia en el proceso de modernización de los Estados durante la primera mitad del siglo XX;
«La idea de modernidad que sostiene el proyecto de construcción de naciones modernas en
esos años articula un movimiento económico —entrada de las economías
nacionales a formar parte del mercado internacional— a un proyecto político: constituirlas
en naciones mediante la creación de una cultura y una identidad nacional».
(Martín-Barbero y Rey 1999: 31). A partir de fines de la década de los sesenta y
durante los setenta del siglo pasado, la televisión fue también utilizada en forma
propagandística por los gobiernos en turno con fines de concientización política a
fin de implantar modelos económicos.
Particularmente durante los años ochenta se experimentará en nuestro continente, en
materia de televisión, un notorio afianzamiento de lo privado junto a un debilitamiento de lo
público (Martín-Barbero y Rey 1999: 51). En el caso de Chile, los canales de
televisión nacieron al amparo del quehacer universitario, siendo financiados desde el Estado con
fondos destinados a la entonces educación superior pública. Posteriormente, la ley de
televisión de 1969 contempló que los canales de recepción abierta se financiaran
con fondos privados por concepto de publicidad, decantando así los actuales estándares de
contenido de la parrilla programática, como ocurre en la mayor cantidad de los medios televisivos
latinoamericanos, «siendo más sometida que cualquier otro universo de producción
cultural a la presión comercial, a través de los índices de audiencia»
(Bourdieu 1997: 51).
Esta presión implica sacrificar la profundidad y calidad de los contenidos en función de
la amplitud de la audiencia, generando una forma de comunicación vacía de contenidos, o de
contenidos banales compartidos previamente por los interlocutores, que no aporta desarrollo a ninguna de
las partes involucradas.
Por otra parte, la televisión, a partir del modelo de «comunicación» en que se
funda, consiste en un medio de transmisión de información en un solo sentido, es decir, de
emisor a receptores, siendo por tanto irrebatible. Manuel Calvelo (2006: 67) nos recuerda que alguien
dijo una vez que, tal como la radio comercial podría considerarse «el sordo que habla a los
mudos», la televisión a su vez deviene en «el gran tuerto que mira
paralíticos», dando por sentado que el espectador es un ente pasivo que sólo recibe
la información y actúa en consecuencia. El medio televisivo inspirado en este modelo
contempla la retroalimentación en base a esporádicas encuestas de preferencias sobre los
canales o programas emitidos, las que hoy son progresivamente reemplazadas por los people
meter: modernos aparatos que registran la recepción. No obstante, poco sabemos de los
parámetros utilizados para medir la representatividad de la audiencia.
En el caso de Chile, se trata de 400 aparatos cuya distribución depende de los target de
las empresas de publicidad. Es decir, que si la empresa auspiciadora de determinado programa vende
camionetas, los people meter se reubicarán conforme al público que potencialmente
compraría la camioneta. Es decir, la representatividad de las preferencias del público,
argumento que esgrimen los profesionales del medio cada vez que se pone en tela de juicio la calidad de
los contenidos que se emiten es, cuando menos, bastante cuestionable.
Calvelo plantea que, si consideramos los orígenes etimológicos del término
comunicación, debemos remitirnos entonces al communisfacere, es decir, al «hacer
en conjunto», aludiendo a una acción colectiva que requiere de un elemento fundamental: la
interlocución (Calvelo 2006).
La interlocución supone sujetos activos en el proceso de intercambio de mensajes, donde estos
mensajes generan un efecto de interacción dialéctica que modifica progresivamente las
percepciones de ambas partes. La ausencia de interlocución en el modelo de Lasswell nos indica lo
que es: un modelo de transmisión vertical de información cuyo objetivo consiste en
modificar la conducta del destinatario. Los medios que se desarrollan bajo este modelo no pueden
sustraerse de las condiciones básicas del mismo, esto es, un receptor pasivo y la ausencia de
interlocución —condición que consideramos básica en todo proceso
comunicativo—. En base a estas formulaciones, Calvelo afirma que la televisión no puede
considerarse un medio de comunicación, sino cuando más un medio de transmisión de
información o, dicho más correctamente, un medio de manipulación. Por otra parte,
el problema fundamental de la producción televisiva tiene que ver con su financiación a
través de la publicidad de las empresas privadas, quienes presionan, a través de las
restricciones de auspicio, en pos de la espectacularidad y en detrimento de la calidad de la
información. En este sentido, el discurso audiovisual, la imagen masiva de esos
«otros» que construye la televisión, está condicionado por los auspiciadores,
quienes buscan la espectacularidad de la imagen mediante la explotación de fantasías
exotistas que, al descontextualizar los elementos y prácticas culturales expuestos, distorsiona
el sentido que tienen en el seno de su comunidad de origen al tiempo que masifican dicha
distorsión.
Son esas descontextualizaciones, esas distorsiones de la imagen, las que explican el malestar de las
comunidades al someterse al registro audiovisual desde una posición dominada, en relaciones de
«comunicación» signadas por la verticalidad y la imposición de imágenes
distorsionadas que escapan a su control. De este modo, cobran mayor sentido las palabras de Adolfo
Colombres: «Así como los indígenas han rechazado a la antropología
«pura» por su connivencia con el colonialismo, por servir a los fines del opresor y no a los
suyos, se opondrán también al cineasta que pretenda filmarlos contra su voluntad y
participación y sin explicar sus propósitos, conscientes de que eso sólo puede
conducir a la distorsión de su imagen» (Colombres 2005b: 43).
Así conceptualizado, este modelo no nos sirve para abordar la praxis de una etnografía
audiovisual. Ruby señala que existe un conjunto de relaciones complejas y causales entre nuestro
sistema ideológico cultural, los paradigmas de la ciencia y nuestras actitudes, en general y en
la ciencia, sobre las distintas formas de comunicación visual. De ahí la necesidad de
construir una nueva teoría de la comunicación a través de la imagen que se adapte a
las necesidades de la antropología (Ruby 1995: 196-197).
Existe otro modelo de comunicación mucho más desconocido por cuanto está
prácticamente ausente tanto en medios masivos como en centros de formación
académica. Se trata del modelo de interlocución, caracterizado por la relación
interlocutor-mediointerlocutor, esquematizada como I→M→I —de aquí en adelante
IMI— que implica a dos —o más— sujetos activos en el proceso de intercambio de
mensajes.
Este modelo supone un cambio cualitativo en el sujeto al recibir e incorporar el mensaje, que se
manifiesta en la reformulación y enriquecimiento del mismo al serle incorporados nuevos elementos
por parte del interlocutor. Es decir, la interlocución genera un desarrollo en los sujetos del
proceso comunicativo.
En este modelo, el productor de mensajes se desplaza de la posición del emisor —en el
modelo anterior— al del medio, cumpliendo así el rol de comunicador entre interlocutores
diversos. En el caso que nos interesa, uno de los interlocutores es la comunidad o el grupo local, y el
otro son los grupos hegemónicos o decisores políticos o económicos
—léase el Estado— u otras comunidades o grupos locales. En este modelo sólo
hay comunicación en la medida en que los mensajes que intercambian los interlocutores son
producto de un trabajo conjunto (Calvelo 2006: 14), es decir, se trata de un modelo participativo que
fomenta la reflexión y el desarrollo de los interlocutores. Alejandro Barranquero señala
que «el diálogo y la comunicación horizontal son procesos privilegiados para
promover la capacidad crítica y el progreso del individuo y la sociedad hacia una existencia
más digna y humana» (Barranquero 2007: 117). También señala que este modelo
«vendría a resolver las contradicciones entre conocimiento/reflexión/teoría y
acontecer/acción/praxis, generando «concientización» en el doble sentido
político-pedagógico freireano, como conocimiento — o descubrimiento de la
razón de las cosas— y como conciencia —de sí, del otro, de la realidad—,
siempre acompañada de acción transformadora y política» (Barranquero
2007: 117). Este autor también señala que a partir de los años ochenta, con el
cuestionamiento que ha sufrido el concepto de desarrollo, algunos autores prefieren hablar de
comunicación para el cambio social.
Así visto, se trata de un modelo que se nos presenta como idóneo para abordar la
construcción de discursos audiovisuales sobre el encuentro intercultural que supone la
etnografía, evitando la distorsión y descontextualización de los elementos
representados, y ocasiona su expropiación por parte de proyectos identitarios hegemónicos
en detrimento de su potencial uso como referente de las identidades locales. Estamos así en
condiciones de abordar la etnografía como praxis comunicacional, atendiendo a la recepción
de dicha etnografía, contribuyendo así a concebirla como un verdadero diálogo
intercultural con otros, un canal concreto de comunicación entre dos mundos, el del observador y
el del observado (Guarini 2005: 162).
Este modelo ha resultado de gran eficacia para la capacitación en diferentes áreas
geográficas y ámbitos tales como el desarrollo rural y agrícola, la salud y
nutrición, los derechos civiles y culturales, el medioambiente, la población, el
género, la paz, la infancia, las catástrofes, etc. (Barranquero 2007: 118).
Los investigadores que conformamos el Archivo Etnográfico Audiovisual del Departamento de
Antropología de la Universidad de Chile adoptamos este modelo ya en nuestros primeros trabajos,
dado que sus modos de producción audiovisual se adaptan con facilidad a los requerimientos
particulares del trabajo de campo propio del etnógrafo, constituyendo cada una de las
etnografías audiovisuales el producto del encuentro, el reconocimiento y el compromiso con
nuestros interlocutores. Así se produce lo que Miguel Alberto Bartolomé describe como
«un intercambio de conocimientos y no de mercancías, una relación social igualitaria
y no una extracción de información. [...] Para lograr una interlocución equilibrada
son necesarias una actitud ética y una conducta personal orientadas por el respeto mutuo y por el
reconocimiento del valor del diálogo, que sólo resultan factibles de ser construidas a
partir de la amistad y la confianza». (Bartolomé 2003:
209-210).
De esta manera, compartiendo abiertamente nuestro trabajo como etnógrafos audiovisuales con las
comunidades y personas con las que trabajamos, hemos logrado nuestros objetivos de construcción
mutua de conocimientos. Al cabo de estos siete años, la experiencia se ha traducido en más
de una veintena de etnografías audiovisuales sobre temáticas diversas como fiestas
religiosas, música tradicional, memoria obrera, arqueología, cultura indígena,
educación intercultural, artesanía, etc. Cada una de ellas ha tenido un impacto
enriquecedor en las comunidades donde se trabajó y en nosotros mismos.
En términos de metodología de trabajo, en primer lugar se abandonó la noción
tradicional del etnógrafo como «observador» u «observador participante» y
se remplazó por la de un «participante activo», esto es, asumir plenamente que el
investigador modifica las condiciones en que se desenvuelven sus interlocutores, transformándose
así en un activo interventor de la cultura. Si bien esto puede escandalizar a algunos, cabe decir
que las comunidades locales se encuentran expuestas a todo tipo de intervenciones: del Estado, las
empresas forestales, las mineras, las petroleras, etc., quienes persiguen un beneficio propio. En
cambio, se nos pide a los investigadores sociales, quienes tenemos algún conocimiento de las
dinámicas de los grupos y su valor social y cultural, que nos mantengamos al margen de la
intervención. Dicha abstención sólo beneficia a los poderes hegemónicos en
detrimento de los intereses de la comunidad. Por otra parte, dicha intervención se fundamenta en
el hecho de que, como señalamos más arriba, en América Latina no estudiamos a
otros, sino a nosotros mismos. La otredad no es sino una distorsión que origina el colonialismo a
nivel metodológico en la disciplina antropológica, dado su origen en la Europa
colonialista. En mi caso, como chileno, provengo de un país con una inmensa mayoría
indígena ya que casi todos descendemos de los pueblos originarios, si bien las autoridades, en la
Ley Indígena, sólo consideran minorías étnicas a quienes cumplen exigencias
formales como la lengua, apellidos, etc.. Así, como «indio», no tengo problema alguno
en entrometerme en asuntos «de indios» e intervenir cuándo y cómo me parezca,
ya que con o sin reconocimiento legal de mi estatuto indígena, mi accionar se encuentra en la
lógica del beneficio de un «nosotros». Un nosotros que se origina en una historia
compartida y en una situación común de ser ambos, investigadores y comunidad, sujetos de
la crisis del sistema político-económico neoliberal, donde el nosotros se construye en la
praxis comunicativa de la interlocución.
Una vez asumida nuestra intervención en las comunidades, debemos aceptar que la
información obtenida para el diseño del trabajo de una investigación o
investigación audiovisual o proyecto documental, se enmarca en un intercambio mucho más
amplio y complejo, signado por los intereses de nuestros interlocutores. Es decir, la información
correspondiente a la investigación formal se encuentra contextualizada en conversaciones que van
de lo humano a lo divino, dentro de las cuales surgen múltiples ideas, iniciativas y nuevos
proyectos. Mi primera etnografía audiovisual, Lora: el baile de los negros,
surgió de mi investigación de tesis de grado sobre la fiesta de la Virgen del Rosario en
la localidad de Lora, la cual no contemplaba el uso de audiovisual. No obstante, a pedido de la
población, realizamos el registro en video de la fiesta y posteriormente, también en base
a la solicitud de la comunidad, reconstruimos la historia reciente de estas expresiones.
«¿Por qué no entrevista a los más viejos? No ve que después se mueren
y se pierde la historia», fueron las principales inquietudes que manifestó la comunidad.
Estos registros, ordenados y editados en formato documental, fueron presentados a la comunidad para su
discusión, comentarios, correcciones y aprobación, resultando en nuestra primera obra de
etnografía audiovisual. Sin embargo, lo interesante son los procesos que continúan
desarrollándose después del estreno de la misma y su devolución a la comunidad. Uno
de los primeros impactos, de carácter reflexivo, consiste en la discusión que
llevará a un proceso de reetnificación de los lorinos, asumiendo y reformulando
identidades étnicas latentes por un siglo debido a la discriminación. La vergüenza y
el silencio han dado paso al orgullo y a la autovaloración y la reivindicación de sus
orígenes, integrándose varios miembros a las asociaciones indígenas que se
comenzaron a formar en la zona. La transmisión de Lora: el baile de los negros por la
televisión regional generó un incremento considerable en la asistencia a la festividad, lo
que se consideró como una fuente de orgullo y satisfacción para la comunidad. Incluso, y
como fenómeno a considerar, los documentalistas y sus cámaras pasaron a convertirse en un
indicador del éxito de la fiesta: «Este año —la fiesta— estuvo
más o menos. ¿Se fijó que andaban menos cámaras que el año
pasado?» Por mi parte, esta experiencia me permitió ir redescubriendo mis propios
orígenes, ya que tanto los lorinos como los isleños —de Isla de Maipo, de donde mi
familia es originaria—, descendemos del mismo grupo étnico —los promaucaes de Chile
central, convenientemente considerados extintos hace siglos por la historia oficial cuyo fin es
justificar el Estado nacional republicano—, comenzando así un desarrollo conjunto de
nuestro conocimiento histórico. Además he sido aceptado en la comunidad al punto de pasar
a formar parte del baile desde 2010 y ser considerado como werkén–mensajero de la
Asociación Indígena Pikum Mapu de Licantén.
A nivel local, el éxito que supuso este proyecto y su exhibición en colegios y liceos de
la comuna generó interés en realizar nuevos proyectos. Don Hernán Calquín,
entonces director del liceo de Licantén —cabecera de la comuna donde se emplaza Lora—
y director de la Asociación Indígena Pikum Mapu de Licantén, se contactó con
nuestro equipo a comienzos de 2005 para comenzar a desarrollar conjuntamente un proyecto para rescatar
elementos de la memoria indígena de la zona. Dicha iniciativa cristalizó en la miniserie
Nuestras huellas: cultura y memoria indígena en Licantén, que continuaba con el
proceso de reconocimiento y valoración social de las identidades indígenas y donde
además participó activamente el realizador indígena Matías Calquín.
Esta relación de interlocución con la comunidad dio origen a varios proyectos
etnográficos-audiovisuales, como Vichuquén: mitos ancestrales (2006) y
Nuestras huellas: tradiciones productivas indígenas en Vichuquén (2007), donde
también participó Matías Calquín antes de partir a trabajar en
televisión.
El trabajo y la relación con los habitantes de Vichuquén —comuna y pueblo vecino a
Licantén— generó dinámicas similares, dando origen a nuevas
etnografías audiovisuales: «Aquí habría que hacer algo respecto a las
cantoras; son viejas y quedan re pocas» — inquietud que acabaría
materializándose en Cantoras de Vichuquén (2006)—; «¿Por
qué no hacen videos sobre la gente de los telares? Ya casi se están acabando»
—así emprendimos en 2008 el proyecto Hebras de nuestra cultura: el arte textil en
Vichuquén—. En todos los casos, los proyectos surgieron de las necesidades
expresadas por la comunidad e invariablemente la recepción fue positiva. En términos
generales, una de las claves para asegurar que como investigadores fuéramos bien recibidos,
consistió en dejar claro que el trabajo no era ni para la televisión ni para la
universidad, sino para la misma comunidad y para otras similares. En este sentido, una de las
preocupaciones que se manifestó en todas las ocasiones tenía que ver con los derechos
asociados a la producción. Dados los vacíos legales, que en Chile expresamente no protegen
las expresiones tradicionales y dejan todos los derechos en manos del productor (Pineda 2010: 17), se
optó por dar a la comunidad libre albedrío sobre el destino de las copias. He comprobado
con gran satisfacción que en varias localidades se venden copias piratas a los turistas.
Es en esta dinámica cuando inicia nuestro contacto con las comunidades de San Pedro de Atacama.
Quien nos contactó con la Asociación Indígena Valle de la Luna fue el
arqueólogo Ulises Cárdenas, viejo compañero de la universidad perteneciente a la
etnia lickan antai como se autodenominan a pesar de que la Ley Indígena los instituye
legalmente como atacameños— y miembro activo de dicha organización.
Los vínculos necesarios para la realización se construyeron participando activamente en
diversas instancias: asistiendo e interviniendo con nuestras experiencias en las reuniones de la
comunidad con los empresarios del sector turístico; acudiendo y participando en diversas
instancias festivas y rituales como el carnaval, día de todos los santos, pagos a la pachamama y
a los abuelos, etc.; prestando ayuda en múltiples situaciones —cargar sacos de arena para
la parroquia del ayllu de Séquitor, por ejemplo—; grabando un disco para un viejo cantor de
coplas, etc. Es decir, se estableció un compromiso ético, político y concreto con
la comunidad, que trasciende largamente los estrictos objetivos científicos del quehacer
investigativo antropológico. Las críticas académicas que hemos recibido a lo largo
de nuestro recorrido, en el sentido de que el científico antropólogo se debe a la academia
y no a las comunidades, es un resabio de esa ciencia que estudiaba a los otros, precisamente porque para
el europeo y su academia los «indios» constituíamos una otredad. En nuestro contexto,
donde mayoritariamente hay un «nosotros», más bien cabría criticar a la
academia por su profunda desconexión con nuestra realidad social y cultural. ¿Para
quién se está generando el conocimiento? ¿Qué tipo de conocimiento estamos
generando? El reconocido etnocineasta argentino Jorge Prelorán señala que
«Generalmente somos «nosotros» los que vamos a observar «otras» culturas
desde un pináculo etnocéntrico de autoridad y supremacía tecnológica»
(Prelorán 1995: 132).
El modelo de comunicación para el desarrollo considera la comunicación como la
condición fundante de todo desarrollo humano —económico, ecológico, social,
afectivo, intelectual, etc.—, e implica reconocer a nuestros interlocutores —grupos locales,
habitantes rurales o indígenas— como sujetos de desarrollo. La academia no debería
perder de vista que el desarrollo, entendido en los términos que hemos planteado con
anterioridad, es su fin último. Prelorán planteaba que «la meta final de un
antropólogo debería ser obtener los conocimientos necesarios para poder mejorar la
humanidad, en lugar de estériles ejercicios académicos» (Prelorán 1995: 134),
y criticaba duramente a aquellos antropólogos de países del primer mundo que
conseguían sumas considerables para realizar tales ejercicios intelectuales en zonas del tercer
mundo donde la gente estaba padeciendo de hambre o enfermedades a causa de la pobreza, señalando
que «tal estudio debe considerarse no sólo estúpido, sino escandaloso»
(Prelorán 1995: 134).
Quisiera en este punto volver al tema de cómo la incorporación del modelo de
comunicación para el desarrollo en la conceptualización de la praxis etnográfica
puede generar beneficios tanto para el investigador como para las comunidades.
En octubre de 2010 presencié los trabajos de limpia de canales en la localidad de Socaire,
ubicada a 100 km al sudeste de San Pedro de Atacama. La actividad es uno de los últimos trabajos
comunitarios y colectivos que realiza la comunidad, e incluye complejos rituales de agradecimiento y
ofrenda a las aguas y la vertiente. Dado que en ese entonces comenzaba a planificar mi
investigación doctoral sobre patrimonio e identidades indígenas, centrándome en el
patrimonio inmaterial y sus efectos en la comunidad, y observando que los socaireños
tenían una actitud bastante reticente hacia los procesos de patrimonialización, me
pareció interesante evaluar la posibilidad de realizar mi investigación en ese lugar y de
poner a prueba nuestro planteamiento teórico-metodológico sobre el modelo de
comunicación para el desarrollo en la praxis etnográfica audiovisual. Yo sabía que
los socaireños eran extremadamente reticentes al registro de sus prácticas tradicionales y
más aún a las de carácter ritual. Pensé que la cámara me daría
la oportunidad de entablar relaciones con la comunidad. Así, me dispuse a grabar las faenas con
el aval de uno de los miembros, que aceptó que grabáramos a su familia durante los
trabajos; «si alguien le dice algo, dígale que yo le di permiso». Así
transcurrió la jornada sin novedad hasta que, al terminar los trabajos, todos se sentaron en una
ladera del cerro que formaba un anfiteatro natural y se dispusieron a celebrar consumiendo vino, cerveza
y aloja —fermentado de semillas de algarrobo— mientras los maestros de ceremonias
realizaban el ritual correspondiente. Un miembro de la comunidad reparó en mi cámara y me
solicitó que lo grabara cuando fuese su turno de entregar su ofrenda para el ritual. Sin embargo,
al realizar el registro fui interpelado por el jefe de trabajos comunitarios, quien señaló
que debía ser el conjunto de la comunidad quien diese la autorización para la
grabación, por lo que me dirigí a la población. Apenas alcancé a
presentarme, ya que cuando mencioné que era antropólogo una mujer se puso a vociferar:
«¡fuera!, ¡fuera!, ¡que se vaya!». La mujer argumentó que con ese
registro yo me iba a hacer rico y que después ni siquiera iba a dejarles una copia.
Intenté rebatir alegando que mi compromiso era entregarles una copia de todo lo que registrara.
Su respuesta fue tajante: «¡Los antropólogos nunca cumplen lo que prometen!».
No me quedó de otra que prometer que ya no seguiría grabando. No obstante, le
entregué la cámara al amigo que nos había permitido grabar a su familia y le
pedí que continuara con el registro. Al finalizar la jornada me devolvió la cámara
y vacié la totalidad del contenido en un DVD que fui a entregar al día siguiente al
presidente de la comunidad para que se la mostrara a los demás, según me había
comprometido. Con él tuvimos una interesante conversación sobre el destino de los
registros de los antropólogos, la relación entre los investigadores y la comunidad, la
utilidad que tales registros tendrían si la comunidad tuviese algún control sobre su
producción y uso, etc. Me preguntó por nuestra institución —el Archivo
Etnográfico Audiovisual—, a qué nos dedicábamos y cómo
funcionábamos, cómo nos financiábamos, etc. Aproveché para señalarle
que ellos mismos como asociación indígena podían solicitar estudiantes en
práctica de antropología para realizar investigaciones de interés de la comunidad.
Le conté que en otros lugares, como en el altiplano boliviano y en las comunidades de migrantes
aymaras en Buenos Aires, había surgido la figura del «padrino de cámara»,
persona designada por la comunidad para realizar registros para la misma, lo que pareció
interesarle bastante, dado lo cual me ofrecí para ser padrino de cámara en la limpia de
canales del año siguiente.
Al otro día recibí una llamada telefónica del presidente de la comunidad, quien me
señaló que lo que yo había grabado «estaba bastante bien» y que
«ojalá lo hubiese grabado todo usted», ya que mi amigo, que no tenía
entrenamiento en cámara, iba haciendo comentarios que quedaban grabados en la pista de audio y
que en algunos casos denostaban a algunos de los miembros que participaban. Por este motivo me
pidió, si era posible, que editara el registro y le enviara un nuevo DVD, ya que el material les
interesaba. Así lo hice, eliminando los comentarios y algo de metraje redundante.
Intencionalmente dejé una toma en que mi amigo grabó uno de los discursos del
capitán gritando: «¡apaga la cámara!, ¡apágala!, ¡no se
puede grabar!», mientras azotaba la cámara con una varilla. El camarógrafo
incidental le respondía enfocando al resto de la comunidad: «¡pero mírelos!,
¡si están todos con cámaras!, ¡o la cosa corre para todos o para
ninguno!».
Dos días después recibí una nueva llamada del presidente de la comunidad. Me
señalaba que habían quedado muy conformes con el registro editado y me preguntaron por mi
disponibilidad de tiempo y tarifas, ya que necesitaban realizar varios registros para difundir y
promocionar diversos elementos que les interesaba explotar como recurso turístico.
Esta experiencia, por demás sencilla, ilustra cómo el plantearse el trabajo de
investigación en terreno en términos de una interlocución con los miembros de una
comunidad, esto es, asumiendo nuestra intervención en la realidad que estudiamos como parte de
una relación dialéctica, en que la modificación de ambas realidades es progresiva a
medida que se desarrolla la comunicación entre ambos, resulta enriquecedora para ambas partes. En
este caso, la comunidad pudo comenzar a cambiar su percepción del quehacer de los
antropólogos —hay algunos antropólogos que sí cumplen lo prometido y
éstos no sólo trabajan para la empresa privada o el Estado, sino que también pueden
ser las comunidades quienes soliciten las investigaciones—. Mi intervención también
les sirvió para darse cuenta de que la cámara no sólo puede «robarles»
su patrimonio, sino que también puede ser una herramienta al servicio de la comunidad,
útil para promover y valorar su patrimonio, así como también para facilitar su
explotación como recurso de desarrollo. Por mi parte, en tanto investigador, este modelo de
comunicación aplicado al trabajo etnográfico me permitió generar las instancias de
interlocución necesarias para poder facilitar mi acercamiento inicial a una comunidad
particularmente reticente a la realización de estudios e investigaciones en su interior, dando
los primeros pasos para establecer una relación de comunicación audiovisual verdaderamente
intercultural.
Barranquero, Alejandro, 2007, «Concepto, instrumentos y desafíos de la
edu-comunicación para el cambio social», en Comunicar, v. XV, n. 29, pp. 115-120.
Bartolomé, Miguel Alberto, 2003, «En defensa de la etnografía. El papel
contemporáneo de la investigación intercultural», en Revista de
Antropología Social, n. 12, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, pp.199-222.
Bourdieu, Pierre, 1997, Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona.
Calvelo, Manuel, 2006, Manual de producción pedagógica audiovisual. Santiago de
Chile, Instituto de Comunicación e Imagen, Universidad de Chile. Documento
inédito.
——, 2003, Comunicación para el cambio social. Organización de las Naciones
Unidas para la Agricultura y la Alimentación, Oficina Regional FAO para América
Latina y el Caribe.
Cardoso de Oliveira, Roberto, 1994, «O movimento dos conceitos na antropologia», en
Revista de Antropología, n. 36, FELCH, Universidade de Sao Paulo, pp. 13-31.
Colombres, Adolfo, 2005a, «El cine y los medios audiovisuales como soporte de una nueva oralidad
de los pueblos indígenas», en Cine, antropología y colonialismo, compilado
por Colombres, Adolfo, Del Sol, Buenos Aires, pp. 191-203.
——, 2005b, «Prólogo», en Cine, antropología y
colonialismo, compilado por Colombres, Adolfo, Del Sol, Buenos Aires, pp. 15-48.
Contreras, Rafael, Juan Pablo Donoso y Mauricio Pineda, 2005, «El video antropológico como
herramienta para el endodesarrollo», en Revista Werken. Antropología,
Arqueología e Historia, n. 6, Universidad Internacional Seek, Santiago de Chile,
pp. 39-48.
Cruces, Fernando, 1998, «Problemas en torno a la restitución del patrimonio. Una
visión desde la antropología», en Revista Alteridades, año
8 n. 16, julio-diciembre, UAM Iztapalapa, México. D. F., pp. 75-84.
Feldman Bianco, Bela, 2006, «(Re)Construindo a saudade portuguesa em vídeo:
histórias orais, artefatos visuais e a traduçao de códigos culturais na pesquisa
etnográfica», en Desafios da imagem: fotografía, iconografía e
vídeo nas ciencias sociais, compilado por Feldman Bianco, Bela y Miriam Moreira Leite,
Papirus, Sao Paulo, pp. 289-303.
Flores, Carlos, 2005, «Video indígena y antropología compartida: una experiencia
colaborativa con videastas Maya-Q’eqchi’ de Guatemala», en Liminar. Estudios
sociales y humanísticos, v. III n. 2, CESMECA, UNICACH, Tuxtla Gutiérrez,
pp. 7-20.
Georgakas, Dan, UdayanGupta y JudyJanda, 2005, «Antropología visual. Entrevista a Jean
Rouch», en Cine, antropología y colonialismo, compilado por Colombres, Adolfo, Del
Sol, Buenos Aires, pp. 89-106.
Guarini, Carmen, 2005, «Cine antropológico: algunas reflexiones
metodológicas», en Cine, antropología y colonialismo, compilado por
Colombres, Adolfo, Del Sol, Buenos Aires, pp. 161-167.
Martin Barbero, Jesús y Germán Rey, 1999, Los ejercicios del ver. Hegemonía
audiovisual y ficción televisiva, Gedisa, Barcelona.
Mirra, Miguel y Fernando Buen Abad, 2005, «Fundamentos éticos y políticos del
documental social», en Cine, antropología y colonialismo, compilado por Colombres,
Adolfo, Del Sol, Buenos Aires, pp. 73-86.
Pérez Ruiz, Maya, 1998, «Construcción e investigación del patrimonio
cultural. Retos en los museos contemporáneos», en Revista Alteridades,
año 8 n. 16, julio-diciembre, UAM Iztapalapa, México. D. F., pp. 95-113.
Pineda, Mauricio, 2010, «Gestión de patrimonio inmaterial y derechos de autor en
Chile», en
URL:http://es.scribd.com/doc/44354712/Gestion-de-Patrimonio-Inmaterial-y-Derechosde-Autor-en-Chile
[consulta: 20 de mayo de 2011].
Prelorán, Jorge, 1995, «Conceptos éticos y estéticos en el cine
etnográfico», en Imagen y cultura. Perspectivas del cine
etnográfico, compilado por Ardévol, Elisenda y Luís Pérez
Tolón, Diputación Provincial de Granada, pp. 123-159.
Rouch, Jean, 2005, «¿El cine del futuro?» en Cine, antropología y
colonialismo, compilado por Colombres, Adolfo, Del Sol, Buenos Aires, pp. 63-72.
Ruby, Jay, 1995, «Revelarse a sí mismo: reflexividad, antropología y cine», en
Imagen y cultura. Perspectivas del cine etnográfico, compilado por Ardévol,
Elisenda y Luís Pérez Tolón, Diputación Provincial de Granada, pp.
161-201.
Tilkin Gallois, Dominique, 2006, «Antropólogos namídia: comentários acerca de
algunas experiencias de comunicaçao intercultural», en Desafios da imagem:
Fotografía, iconografíaa e vídeo nas ciencias sociais, compilado por
Feldman Bianco, Bela y Miriam Moreira Leite, Papirus, Sao Paulo, pp. 305-319.