PRESENTACIÓN
La lectura del libro Identidad y migración en la
formación y revalorización de los territorios rurales me hizo
rememorar la fábula de los cinco ciegos del Indostán que encontraron su
camino bloqueado por un enorme elefante. La referencia me permitirá realizar, al
final de esta reseña, comentarios sobre dos aspectos, por un lado sobre los
problemas metodológicos irresueltos sobre los que bien vale la pena reflexionar
luego de revisar el contenido de la obra y, por el otro, sobre las influencias que las
políticas públicas tienen sobre el quehacer de las organizaciones dedicadas
a la educación superior.
La obra en cuestión se encuentra conformada por tres capítulos que abordan
desde estudios de caso las estrategias de los actores sociales frente a las
trasformaciones del campo mexicano. En ese contexto de cambio las unidades
domésticas recurren a la multiactividad y a la migración como parte de sus
estrategias de reproducción social. Los coordinadores del libro destacan tres
aspectos en relación con los trabajos que ahí se presentan: 1. La frescura
de los resultados presentados que son producto de investigación de campo, 2. Que se
encuentran marcados por el compromiso de las y el autor con los actores sociales
investigados, y 3. Constatan que «la nueva ruralidad adquiere rasgos, matices y
dinámicas específicas que los actores le imprimen» (p. 12).
Por otra parte, el texto fue publicado con financiamiento del Programa Integral de
Fortalecimiento Institucional (PIFI) destinado al cuerpo académico consolidado
«Economía agraria, desarrollo rural y campesinado» de la Unidad
Xochimilco, Universidad Autónoma Metropolitana. Como bien destacan los
coordinadores, los capítulos del libro corresponden a síntesis de trabajos
para obtener el grado de maestría que se defendieron entre diciembre de 2009 y
julio de 2010.
El capítulo de Víctor Hugo Sánchez Reséndiz,
«Jiutepec: de la caña de azúcar a la urbanización salvaje. La
emergencia de nuevos actores sociales», analiza el especio rural de Jiutepec, desde
los actores que se identifican en la dicotomía «nativos-avecindados»;
dicotomía que permite estructurar un campo de relaciones sociales en el que
encuentra sustratos de la identidad y la historia local. Es por ello que el autor remonta
la historia al periodo colonial y al establecimiento de haciendas azucareras en la
región para después ahondar en el relato de las disputas por tierra y agua
entre los pueblos originarios y las haciendas; aunque esa relación
asimétrica se caracterizaría por el despojo.
El autor da cuenta de la manera en que durante el periodo cardenista aparentemente esa
relación se invierte, ya que los habitantes ganaron seguridad jurídica en la
tenencia de la tierra, pero en realidad perdieron el control sobre el proceso productivo
al declararse, para 1942, la «zona cañera al servicio del ingenio Emiliano
Zapata» (p. 22) de Zacatepec; convirtiéndose así en el principal
producto en la región –junto con el arroz–, que mantuvo en las
décadas de los cincuenta y sesenta una productividad por encima de la media
nacional. Situación que se trastoca en los setenta con la construcción de la
Ciudad Industrial Valle de Cuernavaca, cuando inició el proceso de
conurbación.
Dichas trasformaciones llevan una identificación negativa del campesinado. La
unidad doméstica pierde progresivamente los ingresos seguros provenientes de los
cultivos comerciales, la autosuficiencia alimentaria, crecen las expectativas y las
necesidades asociadas al progreso, y los miembros de las familias rurales tendrán
que emplearse en trabajos poco valorados. Por otra parte, en el discurso hegemónico
se idealiza al progreso y todas sus ventajas –sobretodo– por el acceso a
bienes y dinero. Con la mercantilización, afirma el autor, «desaparece la
reciprocidad», y con ello «las instituciones comunitarias se debilitan y se
pierde el control social del territorio» (p. 43). Aunado a ello, el acceso a la
educación y al trabajo asalariado conllevó cambios en las relaciones de
género, pues «El deseo y las ganas de amar corrieron en muchas ocasiones de
la mano de quien se atrevió a salir a la calle a gritar en defensa de sus derechos
laborales» (p. 47).
El proceso de conurbación no siguió patrones homogéneos ni fue del
todo planificado, lo que aumentó la presión sobre tierra y agua. Se crearon
casas de campo de grupos pudientes, unidades habitacionales para obreros, así como
colonias populares producto de invasiones. Estos últimos son los «migrantes
pobres pero violentos» (p. 35), y así afirma el autor, «La ciudad
llegó a las pueblos invadiendo e inutilizando las tierras ejidales […] Los
hijos y los nietos estudiaron y se volvieron obreros, licenciados, taxistas, maestros
[…] La tierra se empezó a vender» (p. 61). No obstante, de ese sector
es de donde surgen los que integrarán el grupo que reivindica la «nueva
ruralidad» de Jiutepec: los neo-rurales; aquellos quienes llegaron
«buscando la paz de la región rural, el campo, y ante los procesos de
urbanización salvaje están dispuestos a defender ―su estilo de
vida‖» y de aquellos para los que «el campo es una referencia de sus
padres o abuelos, una nostalgia en ocasiones ajena o un lejano recuerdo de la
niñez» (p. 66).
Es de destacar el hecho de que a lo largo del texto se recupera la categoría
«comunidad», esta es una construcción propia del autor, pues, sus
entrevistas dan cuenta del «ejido» o del «pueblo». El uso que se
hace de dicha categoría adquiere por momentos tintes de romanticismo, tanto en las
interpretaciones que hacen los actores sociales que reinventan un Jiutepec idílico,
como por parte del autor, por ejemplo cuando afirma que «no es tan fácil
desarraigar relaciones sociales que se fueron creando durante siglos en torno a las
fiestas, la identidad» (p. 32); o cuando habla de la autonomía como una
capacidad de autogobernarse de las comunidades que «perdió sentido al no
controlar ni las tierras ni sus sitios sagrados y, en ocasiones, ni el mismo pueblo»
(p. 61), cuando no se han abordado esos tópicos en el texto.
La que a mi parecer es la aportación más importante del documento de
Víctor Hugo Sánchez Reséndiz se encuentra poco destacada. Justo se
trata del identificar los sustratos culturales que explican la acción social de lo
que él llama neo-rurales. Si bien documenta que comparten objetivos de
carácter medioambientalista, se plantean acciones para preservar el entorno
ecológico y mantienen un patrón de «sus pequeñas y
efímeras organizaciones» (p. 68); cabría preguntarse por qué
ocurre esto y se mantiene, en la mirada que nos proporciona, la división entre
acciones y organizaciones de oriundos e inmigrados. Sus referentes teoréticos
más relevantes, Gilles Lipovetsky y Ulrich Beck, podrían ser utilizados
aquí de manera más provechosa para explicarnos las lógicas de
individuación en la modernidad y la sociedad del riesgo, para explicarnos que las
lógicas de los actores locales se encuentran marcadas por las trayectorias
migrantes. Así entender que las imágenes, símbolos y valores a los
que apelan son diferentes.
Por su parte, el capítulo «Generaciones migrando esperanzas. Dinámicas
migratorias desde la perspectiva generacional. La Esperanza, Guerrero» de Liliana
Garay Cartas, parte del reconocimiento de que la migración se presenta hoy
día de manera muy acelerada, de tal manera que se presenta e interpreta de manera
diferente de una generación a otra. Plantea la tesis que las dinámicas
migratorias «son parte sustancial de la dimensión cultural y, por tanto, son
un referente identitario que determina las relaciones comunitarias» (p. 91);
determinación que es importante para los intereses reales de su
investigación: cómo esos factores —económicos, recursos
naturales y educación— dependientes de la etapa del ciclo de vida de la
persona influyen en las «estrategias de desarrollo locales: su existencia, su
ausencia, sus características o elementos potenciales» (p. 92).
Al igual que Sánchez, Garay señala que una categoría central para el
estudio que realiza es el de «unidad doméstica»; pero a diferencia del
texto de Sánchez, donde nos enteramos por referencias secundarias de dónde
son algunos de los migrantes a Jiutepec, Garay es mucho más clara al especificar
que el fenómeno migratorio en La Esperanza empezó aproximadamente hace
veinte años y la mayor parte se dirige a «zonas receptoras de mano de obra
internas como el noroeste de México, otras zonas de Guerrero, Morelos o centros
urbanos» (p. 90).
El artículo aborda cuatro aspectos de la influencia de la migración en La
Esperanza: las trasformaciones en las formas de producir, cómo la migración
impacta en el sentido de pertenencia y la identidad de distintas generaciones, y la
modificación del vínculo entre cultura y naturaleza, que implica cambios en
el uso de los recursos y cambios en la educación.
Respecto al primer punto, señala que no se podría entender la
situación de las unidades domésticas si no es por la multiactividad; es
decir, determinada por la combinación de diferentes actividades a lo largo del
ciclo agrícola, la producción de mezcal y las artesanías de palma.
Ahí señala que los ancianos y adultos conservan una lógica de
subsistencia, mientras que los jóvenes que han migrado cambian su lógica a
la de producir excedentes en función de una mejora económica; aunque observa
que «la ganancia económica es ahora uno de los principales sentidos de la
migración» (p. 96), ya sea para arrancar un negocio, construir una casa,
iniciar una familia; o incluso ser mayordomo o padrino o para dedicarlo al consumo
suntuario que otorga estatus social e incide en las relaciones de poder y prestigio de la
comunidad.
Respecto al segundo aspecto, observa que el «proceso migratorio implica un cambio en
los referentes territoriales» (p. 103) y, a través de las categorías
de multilocalidad y redes migrantes, da cuenta de la diversidad de lugares que se
construyen a partir de la movilidad. Entonces se genera una
desterritorialización de la identidad comunitaria que se encuentra en una
compleja relación con «el territorio cultural [que] permanece pero de forma
multilocal» (p. 105). Afirma entonces que los significados sobre el territorio y la
comunidad son diversos generacionalmente, pero se encuentran condensados por los
principios de reciprocidad y apoyo que se exigen desde la localidad tanto para el trabajo
como para los ciclos rituales; cuyo aspecto positivo para los propósitos de la
autora es que son espacios de socialización, construcción de sentidos e
identidad. Dicho en otros términos: comunidades dispersas territorialmente, pero
que se mantienen unidas porque comparten símbolos comunes.
Así, echa mano de la propuesta de Edgar Morín y señala que los
constructos culturales sobre el medio natural se ven influidos por las estrategias
sociales de supervivencia que han desarrollado. La migración, entonces, pone en
contacto a los sujetos con otras concepciones culturales sobre la naturaleza,
particularmente, con la mercantilización de ella, propia del sistema capitalista
que en el documento se asocia a las prácticas agroindustriales y el deseo de
riqueza de la juventud. Sin embargo, en lugar de seguir esta línea de
reflexión, regresa al argumento de la identidad en relación con la
naturaleza que socialmente les pertenece: el ejido y el ciclo festivo coincidente con el
ciclo pluvial.
En cuanto a la educación observa que se subvaloriza la «educación
informal» y la existencia de un «discurso educativo muy arraigado en el que la
cultura dominante es la única verdaderamente válida» (p. 133).
Generacionalmente los ancianos tuvieron menos opciones que la juventud, y entre los
adultos hay una fuerte valoración de la educación formal que se asocia con
mejores oportunidades para modificar sus condiciones de vida; particularmente es
útil para una migración exitosa. Así la autora abunda en las
problemáticas compartidas de la educación ofrecida por el Estado y los
modelos supuestamente adaptados a las necesidades de la población migrante; con lo
cual da cuenta de las deficiencias que dichos modelos conllevan.
Liliana Garay Cartas realiza una aguda observación en su trabajo «Al hablar
de comunidad no nos referimos a un colectivo homogéneo, sino con heterogeneidades
de diversas índoles pero principalmente con procesos de estratificación
social con distribución desigual de bienes» (p. 109). Así, cuando
aborda los temas de los ciclos rituales y la migración para continuar estudios
afirma que se liga a esa estratificación y al sistema de poder; pero estos aspectos
son aquellos sobre los cuales no se profundiza. Y sobre el que declaró sería
el objetivo del trabajo, apenas dedica una líneas finales para afirmar que
«la relación entre las dinámicas migratorias y los procesos de
desarrollo local de La Esperanza es ambigua» (p. 149), y se reduce a una mirada
idealizada cuando afirma que «dar voz a personas de todas de las edades
–principalmente a niños y jóvenes, quienes muchas veces son olvidados
en la construcción de alternativas de desarrollo– permite abrir oportunidades
de aproximación al futuro imaginado» (p. 150).
El capítulo de Kelly Giovanna Muñoz Balcázar, «Las caras de la
migración de los expoliados, encrucijadas rur-urbanas», aborda la llegada de
migrantes pobres al pueblo de Santa Cruz Acalpixca de Xochimilco para incorporarse como
mano de obra no calificada en el Distrito Federal. La autora describe el escenario de
trasformaciones que inicia en la década de los ochenta
–descapitalización, nula asistencia técnica, infraestructura e
instituciones de crédito desmanteladas, entrada en vigor del Tratado de Libre
Comercio– que genera las condiciones para que el campesino se dedique a otras
actividades y, en su estudio de caso, se integre a las dinámicas rur-urbanas;
proceso que fue acelerado al final de los ochenta con la ampliación del
periférico y otras obras viales para conectar a Chalco. Así, la
población que buscaba mejores oportunidades en el DF provenientes de Puebla,
Oaxaca, Michoacán y Veracruz, encontraron en Xochimilco una posibilidad de
asentarse, aunque lo hicieron –la mayoría de las veces– de manera
irregular.
La autora señala que la migración se presenta de una manera bidireccional;
los oriundos ante nuevas oportunidades y aumento en la escolaridad salen de la localidad;
mientras que otros llegan al punto que la población inmigrante sobrepasa a la
nativa «lo que provoca una serie de situaciones novedosas y problemas no sólo
económicos y de infraestructura urbana, sino también sociales y
culturales» (p. 162). Comenta la autora que desde la perspectiva de la nueva
ruralidad lo que se observa es una tercerización de lo rural; aunque en esos
procesos migratorios se han producido también situaciones de marginalidad,
exclusión y pobreza extrema.
Aborda, entonces, las historias de las migraciones a Xochimilco con algunas citas a
testimonios que dan cuenta de las restricciones en las localidades de origen para
continuar con las actividades agrícolas, la búsqueda de nuevas formas de
ganarse la vida, las condiciones materiales y sociales para establecerse en Xochimilco,
gracias a la existencia de una red de relaciones familiares que les facilitan el proceso
migratorio y la combinación de prácticas que llevan a la multiactividad.
En efecto, se argumenta que la migración y la pobreza van de la mano, siendo
ésta la principal razón para decidir migrar; aunque el ascenso
socioeconómico es limitado y difícil para los más pobres, quienes
entran en una feroz competencia por un espacio para su asentamiento, con la consecuente
segregación residencial, y para el trabajo, ya que muchos de ellos se insertan en
los circuitos de la economía informal en el ambulantaje. Desde luego, esto ha
derivado a que los nuevos asentamientos «urbanos» carezcan de los servicios
públicos; pero posibilita la reproducción de prácticas de las
comunidades «rurales», al poder sembrar huertos de traspatio.
El capítulo de Kelly Giovanna Muñoz Balcázar, al igual que el de
Sánchez, carecen de una orientación hacia el lector respecto a cuál
es el objetivo del capítulo; aunque ella presenta de manera mucho más clara
el perfil de los otrora migrantes a la localidad rural. No obstante, habrá que
señalar que ese perfil se extrae de un diagnóstico participativo que realiza
una organización civil. Es decir, el que quizá podría catalogarse
como el aporte del capítulo no es parte de esa «mirada fresca» del
trabajo de campo para el trabajo de grado que ensalzan los coordinadores.
La fábula de los cinco ciegos y el enorme elefante, tiene al menos las
siguientes enseñanzas metodológicas:
El libro Identidad y migración en la formación y revalorización de los
territorios rurales, nos hace reflexionar, desde sus diferentes aristas, en este tipo
de problemas.
En primer lugar, destaco la influencia de las políticas, en particular el llamado PIFI,
cuyo objetivo es elevar la calidad de la educación en las instituciones de
educación superior. Con dichos fondos, las universidades han incrementado sus
publicaciones. Sin embargo, cabría preguntarse si publicar resultados de
investigación de los egresados del programa de posgrado puede considerarse como una
acción estratégica para alcanzar el objetivo planteado. Con estas acciones, las
organizaciones educativas están teniendo un comportamiento de tercer tipo: resuelven
problemas no planteados.
Por su parte, los coordinadores del libro nos invitan a seguir un comportamiento aproximado al
tipo uno; cuando suscriben que los capítulos constatan que: «la nueva ruralidad
adquiere rasgos, matices y dinámicas específicas que los actores le
imprimen» (p. 12). Podríamos, entonces, reificar una verdad de Perogrullo o asignar
a los científicos sociales la tarea de documentar y confirmar la enorme variabilidad de
la experiencia humana; sin buscar explicaciones a la misma.
Por su parte, los autores de los capítulos aparentemente parten de un «acuerdo
intersubjetivo», pero en realidad se parte de un conjunto de presuposiciones, es decir,
declaraciones teóricas que –tal como afirma Jeffrey Alexander– se consideran
como verdades autoevidentes que no requieren de mayor explicación o sobre las cuales no
es necesario aportar más evidencias empíricas. Identifico al menos tres de ellas:
1. Que la mercantilización propia del sistema capitalista es la explicación
teleológica a la emergencia de las nuevas dinámicas rurales —entre ellas la
migración—; 2. Que la migración tiene un impacto sobre los proyectos de
desarrollo local; y 3. Que eso se debe al «cemento de la sociedad» —me permito
el uso del famoso título del libro de Jon Elster— de las sociedades rurales y
campesinas que permiten prever —a pesar de las dinámicas de
desterritorialización— una conducta cooperativa. Sin embargo, sus fuentes
teóricas para interpretar estos tópicos son diversas en cada una de las
colaboradoras del libro y no encontramos una evaluación final que ubique al lector acerca
de las limitaciones y potencialidades de esos diversos marcos interpretativos.
No obstante, este material, sin duda alguna, será de utilidad a los interesados en los
tópicos que anuncia el título del libro –identidad y migración–
y que resulta necesario revisar toda vez que esos temas de añoso trillado en las ciencias
sociales se ponen nuevamente en el centro de la discusión ante los debates
políticos y de política internacional vigentes en el contexto actual. Los lectores
encontrarán que cada capítulo cuenta, desde luego, con sus propias fortalezas y
debilidades y podrán ponderar los aportes que hacen a la discusión.