ESPACIO VIVIDO: DEL ESPACIO LOCAL AL RETICULAR. NOTAS EN TORNO A LA REPRESENTACIÓN SOCIAL DEL ESPACIO VIVIDO EN LA GLOBALIZACIÓN
LIVED SPACED: FROM LOCAL TO RETICULAR SPACE. NOTES ON THE SOCIAL REPRESENTATION OF LIVED SPACE WITHIN GLOBALIZATION
RESUMEN:
En este artículo argumento la necesidad de repensar el espacio vivido. Propongo complejizar el análisis, consensado teóricamente, del espacio local, integrando el enfoque del espacio reticular. Busco incluir el margen de espacialidad que los grupos sociales construyen fuera de sus lugares cotidianos para explicar las representaciones sociales del espacio vivido, producto de las posibilidades de movilidad social hacia otros lugares.
PALABRAS CLAVE:
espacio vivido, espacio local, espacio reticular, movilidad social, representaciones sociales.
ABSTRACT:
In this article, I defend the need to rethink lived space. I propose increasing the complexity of the analysis of local space, based on theoretical consensus, by integrating a reticular approach to space. I seek to include the margin of spatiality that social groups construct outside their every day places in order to thus explain the social representations of lived space resulting from the possibilities of social mobility toward other places.
KEY WORDS:
lived space, local space, reticular space, social mobility, social representations.
Este artículo buscar dar continuidad a la discusión sobre el estudio del
espacio vivido, misma que se ha generado a partir de las reflexiones de Paul Ricouer (Gómez
2001),
Merleau-Ponty (Riera 210), Ernest Cassirer (Ortega 2000), Yi Fu Tuan (2007), entre otros. Dicho enfoque
se centra en analizar la forma en que la gente conoce, percibe, significa, se apropia y reproduce, su
propio espacio. Al debate han contribuido geógrafos, filósofos, sicólogos, y
urbanistas, quienes desde sus disciplinas han profundizado en diferentes aspectos: el espacio
físico, la existencialidad, la semiótica del espacio y los usos ideológicos de la
arquitectura. Sin embargo, la trascendencia de la movilidad social y su efecto en las representaciones
sociales del espacio cotidiano es algo que falta integrar al tema. Se ha mantenido una noción
implícitamente estática y cerrada de los lugares, pues no se toma en cuenta la importancia
que cobran las redes físicas y simbólicas que relacionan a una localidad con otras, ni
considera la movilidad de las personas como factor que trasforma las representaciones sociales del
espacio. En este artículo propongo incluir en el análisis del espacio vivido procesos que
permiten entender a las localidades como instancias que forman parte de un espacio complejo,
interrelacionado y en trasformación; procesos tales como la migración, las
diásporas, el exilio, las territorializaciones y las ocupaciones de tierras, mismos que
trasforman la conceptualización del espacio local y la manera en que las personas se relacionan
con su entorno inmediato. Para exponer estas ideas en primera instancia hago una rápida
revisión de cómo ha sido estudiado el espacio vivido, después me centro en mi
aporte a la discusión: explicar por qué el espacio vivido involucra lugares que
están más allá de la localidad y por qué la movilidad social complejiza las
representaciones sociales del espacio cotidiano.
Los estudios acerca del espacio vivido se interesan por la relación directa
entre las personas y su espacio próximo. Por ello incluye trabajos en diferentes niveles, desde
la construcción cultural de la proxémica (Hall 2002), hasta aquellos que abordan el
espacio vivido a una escala regional (Barabas 2003). El objetivo de este enfoque es dar cuenta de
cómo la gente, fuera de la teorización, vive el espacio con el cuerpo, cómo lo
siente, lo nombra, lo significa, se lo apropia. Como señala Gualteros (2006), en el estudio del
espacio vivido se toma en cuenta cómo «la gente reconoce y significa». Lo que supone
la creación de espacios a través de los cuales las personas despliegan sus intereses, sus
pasiones y sus deseos. Sánchez (1991: 214) también lo define como espacio de convivencia
al ser la instancia en que se desarrollan las interacciones sociales diarias; se centra en las
coordenadas del aquí y del ahora, con base en las relaciones que hombres y mujeres mantienen con
su espacio inmediato.
Algunos antecedentes se encuentran en los trabajos pioneros de Henry Lefebvre (Lindón 2004),
quien sin hablar aún de espacio vivido, lo aborda en su análisis de la vida cotidiana. El
autor lo concibe como una producción, resultado de aspectos objetivos y subjetivos, generados por
los actores sociales en su vida diaria y en relación con la historia. Alicia
Lindón (2004: 42) señala al respecto:
Es importante destacar que el espacio de la vida que nos presenta el autor es el de las prácticas
de los actores, está cargado de significados y también es delimitado. En este espacio se
incorpora la idea de «límite» como una forma de recortar no sólo
desplazamientos cotidianos de los actores, sino también ámbitos de significación
asociados a la experiencia que los actores tienen de diferentes porciones del espacio. Esta forma de
espacialidad de la vida cotidiana es muy cercana a lo que las geografías existencialistas y el
humanismo geográfico, desde los años setenta, estudian a partir del concepto de
«lugar» o bien el de «espacio de vida».
Para Lefebvre es importante observar la pluralidad de sentidos y de significados que guarda un mismo
lugar para diferentes actores. Asimismo propone el concepto de espacios de
representación para señalar las formas de conocimientos locales, opuestas a las
ideologías dominantes del espacio. Estos espacios se conciben con menos formalidad, son
dinámicos, simbolizados por sus habitantes y sus significados se construyen y modifican en el
trascurso del tiempo por los actores sociales. «Se desarrollan constantemente en una
relación dialéctica con las representaciones dominantes del espacio que intervienen,
penetran y tienden a colonizar el mundo-vida del espacio de representación» (Lan y
Migueltorena 2011: 112). El autor concibe que el espacio de representación, aunque es sujeto de
dominación, es también fuente de resistencia.
En los aspectos señalados el interés de Lefebvre coincide con la geografía
humanística, donde propiamente se originaron los estudios acerca del espacio vivido
(Estébanez 1982,
Gómez 2006). Dicha tendencia tomó distancia del método usado en las escuelas
previas —incluyendo la propuesta marxista de Lefebvre— que partía de
grandes marcos teóricos de referencia. Pasó del método deductivo al inductivo,
dando predominio a la mirada fenomenológica, caracterizada por rescatar las nociones del sentido
común, llamadas también conceptualizaciones de primer grado construidas en la vida
cotidiana (Berger y Luckmann 2006). Con esta propuesta cobró importancia la manera en que los
habitantes nombran su localidad y sus lugares, trazan y recorren los caminos, describen sus paisajes,
institucionalizan sus espacios, por lo que fue necesario tomar en cuenta los lugares de residencia, las
vivencias, los recuerdos, las ocupaciones, así como las actitudes negativas o positivas sobre los
sitios cotidianos.
No son vastos los trabajos con este enfoque, por lo mismo los interesados recurren generalmente a una
misma raíz teórica que permite abordar la subjetividad individual o grupal y su
relación con el medio. A Merleau Ponty se le adjudica el haber sentado las bases del espacio
vivido, ya que destacó la experiencia como fundamento del conocimiento y la conformación
de la internalidad y la externalidad humanas, mismas que moldean nuestra percepción.
(Gómez 2001). Con base en estos principios se sentaron las bases para afirmar que el espacio no
es percibido nunca del mismo modo por dos individuos y cuenta con múltiples significaciones en
distintas culturas: «No hay dos personas que perciban de forma precisamente igual la misma
realidad ni dos grupos que hagan exactamente igual la valoración de su medio» (Tuan 2007:
15). La geografía se benefició con esta visión al romper la dicotomía entre
espacio universal y personal; dio preponderancia a la escala local o regional, que permite analizar la
experiencia cultural del espacio.
Alicia Lindón y Daniel Hiernaux señalan que el concepto de espacio vivido fue propuesto
por Armand Frémont en 1974 y definido por Jaques Chevalier en el mismo año de la siguiente
manera:
La propuesta del espacio vivido no se limita a reconocer lugares frecuentados, definir itinerarios,
situar al hombre-habitante en su lugar en su cuadro familiar de existencia […] sino focalizar la
mirada en la relación con las representaciones […] es decir superar el espacio
extensión (o espacio-soporte) para abordar la noción de representación (imagen) del
espacio, planteando una nueva pregunta: ¿cómo ven los hombres el espacio?
(Chevalier, en Lindón y Hiernaux 2006: 382).
Yi Fu Tuan contribuyó de manera significativa al señalar varios aspectos involucrados en
la conceptualización social del espacio vivido: la importancia de la percepción sensorial,
la influencia de las actitudes, el papel de la cultura y el peso de los valores. Con Tuan la
geografía inauguró un nuevo campo de estudio, más cercano a la antropología
y con una mirada acotada hacia lo local. Tuan argumentó que el etnocetrismo espacial
—ponerse uno mismo, su país o su planeta en el centro del universo— «es un
atributo humano genérico» (2007: 50). En ese sentido la representación social del
espacio para cada cultura es concéntrica, una mirada que se construye desde el lugar propio y que
mira hacía otros más lejanos: la región, la frontera, la otredad. Del
«aquí» a lo que «ya no conozco» y que por su distancia
no alude más a mi sensibilidad. Por eso Tuan denomina como topofilia a la relación que hay
entre los sentimientos y el lugar de pertenencia. La delimitación analítica del espacio
vivido, por tanto, es restringida; una idea compartida por Anne Buttimer y E. C. Relph, geógrafos
humanísticos, para quienes es importante destacar el vínculo que une al hombre y al
lugar, «estos lazos se consideran que, cuando son sólidos y afectivos, confieren
una cierta estabilidad al individuo y al grupo» (Estébanez 1982: 23).
El estudio del espacio vivido puede puntualizarse de la siguiente manera:
Además de estos principios, no está de más señalar su distinción con
el «espacio de vida», que aunque relacionado, se centra en otros aspectos: «Para Di
Meo el espacio de vida se confunde, para cada individuo, con área de sus prácticas
espaciales. Es el espacio frecuentado por cada uno de nosotros, con sus lugares atractivos, sus nodos en
torno a los cuales se construye la existencia individual: la morada, la casa, los lugares de trabajo de
y ocio» (Lindón y Hiernaux 2006: 382).
Algunos historiadores y antropólogos consideran que el estudio del espacio
vivido debe abordarse a escala regional y no local (Viqueria 1994, Barabas 2003). La Geografía
Cultural prefirió como instancia espacial de análisis el paisaje (Claval 1999).
Esta escuela también renunció a la conformación de grandes teorías generales
para interesarse por temáticas más específicas y tratar de comprender las
particularidades culturales impresas en el espacio. Coincide con los estudios del espacio vivido en su
interés por interpretar la relación directa hombre-medio: «Ahora se sistematiza el
estudio de una persona que pertenece a un pequeño grupo de un barrio marginal en una ciudad y se
aspira, a lo más, a verificar la manera en que esta persona, y las que le son culturalmente
afines, producen sus paisajes, o producen sus espacios» (Fernández Christlieb 2006: 227).
Como parte de su método de observación la Geografía Cultural señala que al
analizar un paisaje se debe poner acento en cinco aspectos: la forma en que sus habitantes
reconocen el lugar; la manera como se orientan; las marcas territoriales que
indican —mojoneras, intersecciones, caminos, límites, etcétera—; en
cómo se nombran los lugares, así como en las explicaciones que sustentan dicha
toponimia; y las formas institucionalizadas de los lugares significativos (Fernández
Christlieb 2006: 232). No obstante, el interés exclusivo de la geografía cultural por las
representaciones de los grupos subalternos contrasta con el estudio del espacio vivido que
también se interesa por las representaciones de las clases dominantes (López 2006).
No puede decirse que los estudios sociológicos y antropológicos han estado al margen de
esta discusión. Por distintas vertientes la relación espacio-sociedad ha sido abordada.
Entre los temas tradicionales de la antropología —cosmovisión, organización
social, identidad, parentesco, etcétera— se incluyen definiciones, descripción y
análisis de territorios, localidades o lugares, aun así no se les ha identificado como
resultado de un enfoque interesado en el espacio vivido. Entre las propuestas antropológicas
destaca el concepto de «lugar antropológico» de Marc Augé (2000); definido
como un espacio construido por los antepasados, marcado de signos posibles de ser leídos por
quienes viven esa cultura, inscrito de historia, compuesto por itinerarios, intersecciones, centros y
monumentos; es simbolizado, puede ser recorrido y se sostiene por discursos y por lenguajes
específicos. Sin embargo, Augé señala la proliferación cada vez más
exhaustiva de «no lugares»: espacios carentes de identidad, generados en la sobremodernidad
y que han ganado terreno en la sociedad actual. No coincido del todo con esta idea, pues asumo que los
espacios calificados como «no lugares»: aeropuertos, caminos, supermercados,
etcétera, son resignificados en diferentes culturas, asimismo las relaciones sociales que se
producen en su interior son siempre diferentes, están cargadas de significado y cuentan con
valoraciones individuales.
En la antropología mexicana, por su parte, se han comenzado a generar estudios interesados en la
forma como las personas representan su propio espacio a una escala regional. Una de estas propuestas es
la del análisis del etnoterritorio, cuyo objeto de estudio son las formas simbólicas
en que los pueblos indios actuales construyen territorialidad (Barabas 2003: 15). Dicho enfoque
comparte con el espacio vivido el interés por explicar la manera en que los grupos significan,
reconocen y habitan el espacio que identifican como propio. Aun así la fractura entre ambas
perspectivas es considerable, pues mientras el espacio vivido aboga por rescatar las conceptualizaciones
de la vida cotidiana, el análisis etnoterritorial «supone cierto nivel de
abstracción, ya que no se trata de territorios de lo cotidiano» (Barabas 2003: 22). De este
modo mientras el espacio vivido usa como herramienta la fenomenología, que le conduce al estudio
del «aquí» y del «ahora», el etnoterritorio buscaría las
permanencias del núcleo duro (López Austin 2001: 147-165)1 que permiten la
continuidad de las significaciones culturales de un grupo sobre el espacio.
Encuentro los estudios etnoterritoriales muy cercanos a la geografía cultural, sólo que
los primeros omiten el paisaje como escala de análisis y en su lugar toman como referencia lo que
señalan como territorio cultural: el «ocupado por los grupos
entolingüísticos que lo habitan y que mantienen una relación histórica con
él» (Barabas 2003: 23). Aun así, ambas escuelas coinciden en retomar la
cosmovisión de los grupos nativos, la forma de nombrar, apropiarse e institucionalizar los
lugares, de dotarlos de singularidad e historia, pero se distinguen en cuanto a la instancia espacial
que analizan: región cultural y paisaje, respectivamente.
Como se observa, el etnoterritorio, la geografía cultural y el espacio vivido confluyen en las
representaciones sociales del espacio en una escala humana. Otro aspecto en común es el
predominio de una visión concéntrica del espacio.
Otros estudios hechos desde la antropología mexicana son los realizados y compilados por Ana
María Portal (2011a; 2001b), quien se ha interesado por analizar las representaciones sociales de
algunas localidades urbanas en México.
Yi Fu Tuan considera que los seres humanos poseemos otros modos de percibir el mundo,
éstos no se limitan a nuestros cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto, tacto.
«La dimensión de los objetos percibidos varía enormemente de una cultura a otra,
pero esas dimensiones se sitúan dentro de un rango dado» (2007: 29). Para interpretar el
modo en que cada cultura comprende el espacio Tuan propone analizar aspectos comunes en todas las
sociedades: las formas de segmentación; las oposiciones binarias; los elementos básicos
que componen los objetos; los esquemas cosmológicos y su significado; la sicología del
color y la sicología espacial; así como la propensión a ordenar el mundo desde el
etnocentrismo (2007: 27-67).
Por otro lado, invita, entre muchos otros aspectos, a observar las siguientes distinciones culturales:
la construcción de la individualidad y de los mundos personales; las particularidades de la
percepción por rango de edad y por género; las actitudes hacia el entorno
geográfico a partir de la cosmovisión; la clasificación cultural entre entornos
naturales y arquitectónicos; las modalidades de respuesta al entorno de los seres humanos, desde
la apreciación visual y estética hasta el contacto físico; las relaciones entre
topofilia y factores como salud, parentesco y conciencia del pasado; el impacto de la
urbanización en la apreciación del campo y de las tierras vírgenes; entre muchos
otros. Con estos indicadores Tuan realizó un trabajo exhaustivo, capaz de marcar directrices para
nuevos trabajos.
Una de las metodologías más recurrentes para conocer las representaciones sociales del
espacio vivido ha sido a través del análisis de mapas mentales, elaborados por
informantes. Fue difundida, desde la arquitectura, por Kevin Lynch en su obra La imagen de la Ciudad
(1959). El autor propone observar qué objetos son identificados por los
participantes, cómo los relacionan entre sí en una idea estructurada y qué
significado se les atribuye. Plantea también poner atención en la recurrencia de
algunos elementos: sendas —calles, caminos, vías, senderos, canales—, bordes
—límites, rupturas de continuidad, muros—, barrios —o distritos—, nodos
—cruces, confluencias, intersecciones— y mojones —elementos que sobresalen, tales como
tiendas, iglesias, monumentos, etcétera, que son representativos del lugar o que sirven de
indicadores en el mapa—. Con posterioridad, Lynch y su equipo de trabajo hicieron entrevistas a
los informantes, a los que acompañaron en recorridos por la ciudad para escuchar sus puntos de
vista acerca de los lugares que les fueran significativos. La investigación de Lynch dejó
marcada influencia, tal como señala Martha de Alba (2010); pero también recibió
críticas por el acento que puso en el espacio físico y la infraestructura.
Desde la sicología social sobresale el trabajo de Stanley Milgram y Denise Jodelet: Las
representaciones sociales de París. Aquí los autores ofrecen un análisis
de mapas mentales con base en la propuesta de las representaciones sociales de Serge Moscovici. Martha
de Alba (2010) explica que un primer paso en la aplicación de esta teoría es identificar
el objeto de representación y los individuos o grupos que construyen las representaciones de ese
objeto (2010: 6). Más tarde se analiza lo que Moscovici identificaría como mecanismos de
pensamiento: la objetivación y el anclaje. El primero convierte una representación
abstracta en algo concreto, permitiendo a los individuos y grupos expresar ideas o imágenes que
toman forma y cuerpo a través del lenguaje, de prácticas o de esquemas comunicables
socialmente. El segundo «asimila un objeto nuevo de representación a algo ya conocido, lo
que nos permite comprenderlo e incorporarlo a nuestra realidad cotidiana». En el anclaje la
memoria social es importante, dado que activa el bagaje sociocultural para la representación de
un nuevo objeto (2010: 6-7). Alba explica que este marco teórico, llevado al campo de las
representaciones sociales del espacio, permite comprender los significados de los lugares, en
función de la identidad de los sujetos sociales. Con base en un espacio delimitado y la
selección de un grupo específico, «los objetos de representación
socioespacial pueden relacionarse con la memoria social al seleccionar lugares que tienen un significado
especial o trágico debido a los sucesos que ocurrieron en ellos. Por ejemplo, podemos estudiar
las representaciones de los espacios de represión política, aquéllos que fueron
escenario de guerras, revoluciones, o de actos de poder» (2010: 8). La teoría de Moscovici,
aunada a la investigación de Milgram y Jodelet, inspiraron trabajos posteriores (Alba 2004a,
2006, 2010; Arruda y Alba 2007; Giménez 2007; Palacios 2010), en éstos el énfasis
se coloca en la subjetividad social por encima de la estructura física de los espacios.
Otro procedimiento es el método ALCESTE (Análisis Lexical de Coocurrencias de Enunciados
Simples de un Texto), que profundiza, de manera estadística, en ciertos indicadores recurrentes y
en elementos dominantes del contexto, plasmados en los mapas mentales (Alba 2004b).
El espacio vivido también ha sido analizado con base en la teoría de los imaginarios
sociales, inaugurada por Cornelius Castoriadis, filósofo que señala la imposibilidad de
separar el imaginario y la realidad en los objetos sociales. La realidad es siempre indeterminada,
prestándose así a la plasticidad, al dinamismo y a la trasformación (Tello 2003).
Sin embargo, cuando es instituida, se establece como discurso y orden natural de la sociedad, muchas
veces sustentado más en imaginarios que en funciones reales. La contradicción se muestra
en las prácticas que realizan los actores sociales al margen del poder, a las que Castoriadis
llama instituyentes. El objetivo de esta perspectiva ha sido conocer cómo se ha construido la
«realidad» institucionalizada y a partir de qué mecanismos (Pintos 2000, Baeza 2003),
y trata de desentrañar las partes que conforman la «realidad», analizando los
imaginarios que subyacen a cada objeto. Amalia Campos (2010) relaciona los imaginarios sociales y el
espacio del siguiente modo:
Los imaginarios sociales refieren también a la apropiación simbólica del espacio,
es decir, se construyen por las interacciones entre los sujetos y el colectivo en un territorio. De
manera que el grupo construye y valida redes de significados imbricadas en el espacio y constituye
«geosímbolos», a través de los cuales el individuo se adscribe como miembro de
un colectivo, ya que corresponden a un contexto socio-cultural específico y refieren a la forma
colectiva de concebir las realidades y sentires sociales (2010: 47).
Bajo este enfoque destaca el trabajo de Daniel Hiernaux, quien ha realizado investigación sobre
localidades urbanas y centros turísticos en la posmodernidad (2006a, 2006b, 2009a,
2009b).
Aun sin proponérselo el estudio del espacio vivido implica una noción
estática y concéntrica. Se considera cómo se relacionan las personas con su medio
próximo, centro deíctico del mundo, pero no integra la influencia de otros lugares en la
conformación de la localidad. Por tratarse de la percepción del espacio a escala humana se
deduce que el lugar por analizar comprende únicamente las percepciones construidas en la
espacialidad que se abarca en la vida cotidiana. Dicha idea, que no es ajena en otros estudios,
considera que las relaciones socioespaciales parten de un lugar propio —el centro— hacia la
periferia. Por tanto la manera como se aborda el espacio es definiendo por escalas que van en
dirección concéntrica ascendente: lugar, localidad, región, territorio nacional,
región continental, mundo. Sin embargo, ninguna sociedad es cerrada ni estática: todas se
encuentran en contacto y en constante circulación con otras de manera diferenciada. La movilidad
de sus miembros no se presenta con la misma importancia de un centro hacia distintos puntos de una misma
circunferencia, ni con la misma intensidad hacia diferentes direcciones, así que el espacio no se
experimenta concéntricamente. Se produce con fuerte influencia de lugares cercanos, pero
ésta no necesariamente se desvanece con la lejanía. El espacio se produce con la movilidad
y el contacto social con lugares colindantes y discontinuos. No hablo de regiones nodales, pues
éstas se caracterizan por un lugar central en rededor del cual se organizan otras regiones o
localidades (Haggett 1976: 27).
El espacio vivido ciertamente debe tomar en cuenta como principio el análisis
del espacio local, pero en el contexto actual de globalización y con flujos de migración
constante, éste sólo es comprensible en relación con un espacio reticular. Es a
través de rutas, caminos, medios de comunicación y migraciones que los lugares se
encuentran relacionados. No necesariamente es a escala humana, local y caminable. Hay circulación
de personas y de objetos que a pesar de estar en lugares alejados y muchas veces trasnacionales forman
parte de una misma red que permite la proximidad social entre los espacios (López 2005). Como
señalara Luis Cayón en el caso de los yanomami, su espacio está «constituido
por un complejo de caminos y conexiones entre diferentes sitios o puntos, los cuales están
marcados por toponimias, y líneas o rutas», su conocimiento etnogeográfico «se
sustenta en una rica toponimia compuesta por un conjunto de sitios relacionados por una compleja red de
caminos interconectados» (2008: 144). Pensar el espacio de esta manera permite entender las
representaciones del espacio vivido no solo en el lugar próximo sino en relación con otros
lugares espacializados por un grupo social.
Pienso, por ejemplo, en el caso de los inmigrantes guatemaltecos asentados en el ejido La Gloria,
ubicado en el municipio de La Trinitaria, Chiapas. Se trata de una comunidad indígena cuyos
miembros mayoritariamente migraron a México en la década de 1980, huyendo de la guerra en
Guatemala. Aunque de inicio pretendieron volver a su país, un gran número
permaneció buscando la nacionalidad mexicana. Actualmente, igual que otros ex refugiados, han
sido naturalizados como mexicanos. Los habitantes de La Gloria, quienes hoy en día se asumen como
acatecos, han comenzado a desterritorializar su comunidad actual debido a una fuerte migración
hacia Estados Unidos. Migración provocada por la crisis económica, la falta de acceso a la
tierra, relaciones asimétricas negativas como ciudadanos mexicanos, carencia de empleo y ausencia
de reconocimiento como grupo étnico nacional.
En una prueba piloto que apliqué a los jóvenes estudiantes de secundaria y bachillerato de
esta comunidad encontré que más de 90% considera que vivirá fuera de su localidad
en un periodo de diez años. Ellos suponen que para entonces radicarán en Playa del Carmen,
Quintana Roo o en Estados Unidos de Norte América, destinos en los que cuentan con redes sociales
fuertes. De manera inversa la posibilidad de regresar a Guatemala, donde también cuentan con
familia, es nula, ningún estudiante mostró interés por radicar en el país
centroamericano y algunos manifestaron abiertamente que no irían ni de visita. Si se considera
que los padres de un gran porcentaje de estos jóvenes ya radican en territorio estadounidense, y
se asume que siguen llegando a La Gloria ciudadanos guatemaltecos con destino a país del norte,
surge la siguiente pregunta: ¿Cómo podríamos interpretar esta variable en el caso
de los estudiantes? Por ahora se me ocurre una hipótesis que trabajaré en estudios
posteriores: Los jóvenes acatecos, estudiantes de secundaria y bachillerato del ejido La Gloria
en el municipio de La Trinitaria, Chiapas, representan su espacio vivido como un lugar de liminaridad,
transitorio y de flujos, como un nodo más del espacio reticular que comprende la movilidad
unidireccional Guatemala-México-Estados Unidos. ¿Y cómo se vive la cotidianidad en
un espacio así? Con estas reflexiones, quiero mostrar que el análisis del espacio vivido
debe abarcar no solo la historia del espacio local, sino también los procesos de
trasformación del espacio in situ, generados por las posibilidades de movilidad que ofrece
objetivamente el margen de espacialidad de un grupo. Dicha movilidad debe ser tomada como una variable
significativa, pues ha sido internalizada por el grupo social que la pone en práctica.
Bajo este entendido el espacio vivido también debe tomar en cuenta el factor tiempo, ya que el
espacio es representado de diversos modos en diferentes contextos sociohistóricos. Las actitudes
positivas o negativas que puede mantener un grupo sobre su espacio actual pueden trasformarse al paso de
los años como resultado de coyunturas que impliquen cambios drásticos.
Hipotéticamente podría señalarse que las representaciones del espacio vivido
construidas por los acatecos mexicanos han variado en diferentes etapas de su historia reciente. Los
municipios mexicanos ubicados en la frontera con Guatemala de lado mexicano, en general, fueron
representados durante el periodo de refugio como espacios de resguardo y en los que era necesario
mantener el tejido social de la organización comunitaria para la subsistencia de sus miembros
(Kauffer 1988). Pasada la etapa de refugio atravesaron por un periodo de conflictualidad, generada por
la necesidad de ganar espacios propios, ya que se requería adquirir tierras propias para
legalizar los asentamientos en un contexto de apatía por parte del gobierno mexicano para
dotarlos de tierra (Ruiz
2007). Actualmente, como señalé arriba, siguiendo el caso de La Gloria, es posible que los
asentamientos sean representados como espacios intermedios entre Guatemala y otros destinos.
Ahora bien, el espacio es reticular tomando en cuenta la espacialidad que domina un
grupo, entendida ésta como la capacidad objetiva de desplazamiento sobre un determinado espacio:
«La espacialización es movimiento concreto de las acciones y su reproducción en el
espacio geográfico y en el territorio. La espacialización no es expansión, son
flujos y reflujos de la multidimensionalidad de los espacios. Por lo tanto no existe la
“desespacialización”. Una vez realizada en movimiento, la espacialización se
torna un hecho consumado, imposible de ser destruido» (Mançano 2006: 6).
Dado que ningún lugar es igual, y que todos se distinguen entre sí por ocupar distinta
ubicación, las espacialidades de los diversos grupos se construyen por diferentes vías y
con intersecciones en diferentes nodos espaciales, dependiendo de sus intereses, rutas y flujos
migratorios. El resultado es la conformación de espacios reticulares diferentes.
No sobra decir que todo proceso de territorialización lo es también de
espacialización, pero no a la inversa. La territorialización, como señala
Mançano (2006, 2008), se interesa en el reconocimiento legal o legítimo sobre la
posesión del espacio. La espacialización, en cambio, ya que hace referencia a la capacidad
de desplazamiento, incluye las rutas de los flujos migratorios, las cuales, aunque pueden estar bajo el
dominio de algunos grupos, no necesariamente buscan la oficialización. Un ejemplo de este
fenómeno puede ser la ruta férrea que cruza el territorio mexicano, y que conecta la
frontera sur México-Guatemala con la norte México-Estados Unidos, ruta usada de manera
ilegal por migrantes indocumentados (Martínez 2011). El traslado se realiza en un tren llamado
coloquialmente «La Bestia», el cual ha significado un serio y grave peligro para los
centroamericanos que lo usan. La ruta se encuentra bajo el control de los maras
—agrupaciones salvadoreñas— y otras organizaciones delictivas, quienes ejercen su
dominio, sembrando muerte, pánico y desapariciones físicas entre los migrantes (Ultreras
2012). Sólo a través de un puntual conocimiento del recorrido, algunas veces vivido en
carne propia y otras trasmitido en forma oral, algunos migrantes han podido sobrevivir y llegar a su
destino. Visto desde los estudios tradicionales dicha ruta apenas podría ser catalogada como un
«no lugar», sin embargo, la relevancia que ha cobrado en el imaginario migrante como medio
para alcanzar «el sueño americano», y los discursos que ha generado para comunicar
los peligros que implica su recorrido, han configurado fuertes representaciones sociales en su derredor
y han promovido el establecimiento de una serie de instituciones que la acompañan.
El ejemplo de «La Bestia» muestra múltiples formas de vivir la espacialidad. Los
migrantes han consolidado la espacialización de la ruta con el apoyo de organizaciones sociales
que prestan albergue, orientación, seguridad, servicios médicos y que suministran
alimentos. Las agrupaciones de ayuda, por su parte, ya producen en sí mismas otra forma de
espacialidad, territorializándose a lo largo de la ruta férrea con infraestructura:
cocinas comunitarias, casas de seguridad, albergues, centros de orientación, etcétera. Por
otro lado se encuentra la espacialización de las agrupaciones delictivas y de las autoridades
corruptas, quienes de manera informal o con acciones ilícitas mantienen el control sobre este
espacio de flujos.
Pienso también en los efectos de otros procesos de espacialización como las
diásporas étnicas forzadas. Una vez que se ha retornado o al momento de territorializarse
los individuos han modificado la forma de construir su espacio y las representaciones sociales que
mantenían sobre éste. Algunas de estas trasformaciones pueden leerse en los
topónimos y en la forma de ordenar los asentamientos. Es el caso de la Tribu Yaqui, etina del
noroeste mexicano que padeció el exterminio y el traslado forzado hacia otras regiones del sur
del país a finales del siglo XIX y principios del XX. Al momento del retorno, en algunos pueblos
yaquis como Pótam, los habitantes fundaron el Barrio Mérida y el Barrio Veracruz,
indicando con esos nombres los lugares a los que habían sido consignados durante el destierro. En
Pótam se adoptó el trazado de las calles cuadriculado, tipo urbano, dejando de lado el
caserío disperso, forma original de los asentamientos yaquis (Spicer 1994: 340).
Otras formas de espacialización son a nivel micro o de lugar. Por ejemplo el 14 de enero de 2008
Telemadrid dio a conocer la noticia de que algunos trabajadores de limpieza hacían llegar a
indocumentados instrucciones precisas de cómo salir del aeropuerto sin pasar por la aduana. El
recorrido estaba milimétricamente descrito en hojas de papel, lo que mostraba
espacialización precisa en el dominio de la ruta migratoria (2008). Esto es importante: el
dominio de un grupo sobre una ruta hace posible la ampliación del margen de espacialidad, creando
imaginarios y permitiendo arribar a nuevos lugares. Asimismo brinda certeza en las posibilidades reales
de movilidad social hacia destinos cada vez más lejanos, conformando un espacio reticular cada
vez más complejo.
Volviendo al caso de los guatemaltecos que solicitaron refugio a México en la década de
1980, destaco el caso de los kanjobales. Han sido comerciantes regionales desde tiempos ancestrales, su
movilidad se ha caracterizado por ser constante, pero en los últimos treinta años han
creado asentamientos en México y han migrado hacia Florida, Estados Unidos; actualmente viven
también en Canadá y han ampliado su espacio reticular, a través de la solicitud de
refugio, hasta continentes tan lejanos de Centroamérica como Australia
(Aguayo 1987, Hernández 1988: 4).
El espacio vivido por tanto no se representa con una frontera del «aquí propio» y el
«allá ajeno», es decir, permite incorporar el espacio discontinuo. A esto se suma el
espacio de tránsito entre un lugar y otro. El camino es importante pues tiene sus propias
dinámicas, normas, interacciones sociales, modos de uso y significaciones. Un análisis en
sentido lo ofrece Neyra Alvarado (2008), para quien las peregrinaciones en el desierto noreste y
noroeste mexicano no son únicamente un recorrido para trasladarse del lugar de residencia hasta
el destino sagrado. Para la autora la peregrinación es necesaria pues permite el contacto con los
ancestros. La ruta es tan importante como el lugar de llegada. De hecho cobra significación el
arribo al lugar sagrado porque se ha librado con salud el laberinto que supone cruzar el desierto:
El laberinto es una noción que permite analizar el desierto, el espacio peregrino como una forma
de comprender la circulación de las peregrinaciones. Esta noción hace posible identificar
los diferentes caminos, las diferentes formas de organización religiosa, y cómo los
peregrinos en su recorrido viajan hacia el lugar que los une a sus muertos, a sus ancestros. Hemos visto
que en el caso pápago, la noción es acorde con diferentes formas de representación
del espacio, ahora corresponde observar cómo la idea del laberinto y un lugar que une al
peregrino con su pasado, con sus muertos y con sus ancestros, está presente en las
peregrinaciones estudiadas (2008: 43).
La importancia del recorrido radica en que en este trayecto se construyen lealtades y lazos de
solidaridad que posibilitan nuevas formas de organización social. En algunos casos, incluso, se
forman nuevas identidades o se adecuan las previas para integrar nuevos elementos. Estas nuevas formas
que se construyen en la experiencia del espacio reticular repercuten directamente en la
reorganización del espacio vivido o en la expansión del margen de espacialidad.
Por otro lado es de tomar en cuenta que el espacio reticular, en específico el del camino, se
vive de manera diferente dependiendo del sentido de la acción que motive su recorrido. En el caso
que describe Alvarado, tiene un sentido numinoso, sin embargo, este mismo camino y recorrido puede ser
usado por la misma comunidad como espacio de migración económica, dotándolo, por
tanto, de otro significado.
Los estudios del espacio vivido se inauguraron desde la geografía
humanística, pero pueden enriquecerse si se incluye la perspectiva cultural de la
antropología. La sugerencia es viable toda vez que ésta cuenta, como ya se mostró,
con estudios similares, mismos que coinciden con muchos de los postulados del espacio vivido.
El espacio vivido, analizado tradicionalmente en una escala local, sólo puede ser entendido en el
contexto global. Sin embargo no todos los aspectos de la globalización inciden del mismo modo en
todas las localidades, ni en la representación que las personas construyen de sus lugares
propios. Cada localidad forma parte de una específica red de lugares que parecieran discontinuos,
pero que están relacionados por caminos, rutas, flujos migratorios e intercambios materiales que
la insertan en un espacio reticular. Siendo así es de considerar que el análisis de las
representaciones sociales del espacio vivido tiene que ser analizado bajo esta perspectiva: como
producto de la representación del espacio reticular y con base en el margen de movilidad de los
grupos sociales, por lo que al espacio local puede ser considerado deícticamente como un lugar:
«cercano de…», «lejano de…», «más pobre o más
rico que…», «de refugio y seguridad», «de acumulación
económica», «de retroceso», «de esperanza», etcétera.
El presente artículo es una invitación a continuar el diálogo en los temas que
atañen al análisis del espacio vivido. Una de las críticas que se ha hecho a esta
perspectiva es «que no implica ningún marco metodológico ni epistemológico
explícito» (Staszak, en Lindón y Hiernaux 2006: 382), por ello, en cuanto a la
metodología, se requiere trabajar con mayor profundidad, sobre todo si, como sugiero en estas
páginas, se está de acuerdo en estudiar el espacio local en el contexto de la sociedad
global.
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1 Alfredo López Austin señala «Esa estructura o matriz de pensamiento y el conjunto de reguladores de las concepciones son lo que constituye el núcleo duro de la cosmovisión. Puede descubrirse, precisamente, entre las similitudes […] En Mesoamérica la similitud profunda radicaba en un complejo articulado de elementos culturales, sumamente resistentes al cambio, que actuaban como estructurantes del acervo tradicional y permitían que los nuevos elementos se incorporaran a dicho acervo con un sentido congruente en el contexto cultural. Este complejo era el núcleo duro» (2001: 147-165).