Etnografía de una territorialidad sagrada. La apropiación del espacio por exrefugiados guatemaltecos en Trinitaria, Chiapas

Ethnography of a Sacred Territory: Space Appropriation by Former Guatemalan Refugees in Trinitaria, Chiapas

Enriqueta Lerma Rodríguez
Centro de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Chiapas y la Frontera Sur-UNAM
Recepción: 30/03/2017 Aprobación: 11/08/2017 Publicado: 01/12/2017

RESUMEN:A partir del registro etnográfico, se aborda la construcción de la territorialidad sagrada en un asentamiento fundado durante el refugio de guatemaltecos en Chiapas, México. El objetivo es describir la ritualidad que actualmente realiza la población acateca de La Gloria, en el municipio de Trinitaria, para reivindicar su lugar de origen: San Miguel Acatán, en Huehuetenango, y sedimentar su apropiación territorial en Chiapas. Se analiza la importancia de la fiesta a San Miguel Arcángel, como continuidad de la identidad acateca, y la fiesta a la Virgen de la Candelaria, como forma de construir nuevas territorialidades sagradas. Con este análisis se muestra el proceso de hierofanización del territorio en contextos de movilidad.

PALABRAS CLAVE: hierofanización espacial, pueblos indígenas, migración guatemalteca, fiesta patronal, ritualidad.

ABSTRACT: Based on ethnographic records, this article addresses the construction of sacred territoriality in a settlement founded by Guatemalan refugees in Chiapas State, Mexico. It aims to describe the rituals currently carried out by the Acatecan population from La Gloria, in the municipality of Trinitaria, in order to vindicate their place of origin: San Miguel Acatán, in Huehuetenango, and consolidate the territory they have appropriated in Chiapas State. This paper analyzes the importance of the celebration of the feast of Saint Michael Archangel, expressing continuity of Acatecan identity, as well as the feast devoted to the Virgin of Candlemass (Virgen de la Candelaria), as a way of constructing new sacred territoriality. This analysis shows the hierophanization process of territory in the context of mobility.

KEY WORDS: spatial hierophanization, indigenous peoples, Guatemalan migration, patron saint feast, rituality.

 

Introducción


Un tema abordado en los últimos años en la antropología mexicana es la significación cultural del territorio. Algunas veces a partir del análisis de las cosmovisiones (Broda y Báez-Jorge, 2001; Albores y Broda, 2003) y otras con base en el enfoque etnoterritorial (Barabas, 2003). En ambas miradas me interesa interpretar las relaciones entre rito, espacio, comunidad y ciclos productivos, considerando que las ritualidades indígenas representan la continuidad de prácticas ancestrales, que ordenan el tiempo y consagran el territorio originario. El territorio ancestral es visto así como el eje de la reproducción material, social y cultural del grupo.

Aunque en general coincido con estas corrientes, considero necesario integrar al análisis la resignificación del espacio en procesos de territorialización, señalando la importancia que tiene, para los grupos migrantes, desplazados o reterritorializados, hierofanizar lugares específicos en sus nuevos asentamientos.1 No solo como parte del proceso de apropiación simbólica de los lugares, sino también como una estrategia que fortalece la identidad comunitaria y la posibilidad de expandirse. Con este fin analizo aquí la construcción simbólica del espacio por los acatecos, grupo de origen guatemalteco que ingresó a México en busca de refugio durante la guerra interna en su país natal y que fundó el ejido La Gloria, en el municipio de La Trinitaria, Chiapas.

Treinta años después un gran número de esta población ha diversificado su estatus migratorio, han pasando de refugiados a naturalizados y han nacido nuevos mexicanos con padres de origen guatemalteco (Lerma, 2016). Además, han moldeado su identidad como acateco-mexicanos o migueleños, reivindicando su origen común, el arraigo al nuevo territorio y la solidaridad que construyeron entre ellos durante el refugio, lo que les permite identificarse como una comunidad de exrefugiados que decidió incorporarse a la nación mexicana sin olvidar su raíz acateca. En este artículo narraré brevemente los antecedentes de esta población y me centraré posteriormente en dos objetivos: a) describir las innovaciones de la ritualidad acateca, vinculadas a la apropiación y sacralización del espacio y b) interpretar las posibilidades de significación que abre la hierofanización de lugares estratégicos en los procesos de territorialización. Estas posibilidades las identifico en dos niveles. En el simbólico, que incluye la resignificación de la identidad acateco-mexicana a partir de la permanencia y territorialización en Chiapas, refrendada en la ritualidad. En el segundo observo las posibilidades que abren la hierofanización y la apropiación material del territorio para, desde ahí, construir nuevas territorialidades simbólicas y materiales.

Las reflexiones aquí ofrecidas se apoyan en un detallado registro etnográfico realizado entre 2012 y 2015. Destaco de manera particular la observación participante en dos momentos de la ritualidad en La Gloria: la fiesta de San Miguel Arcángel (26 a 29 de septiembre) y la fiesta de La Candelaria (2 de febrero). Asimismo, me baso en las narrativas de personas que colaboraron con testimonios relativos al proceso de territorialización. En esta fase fueron muy importantes las entrevistas a profundidad con líderes espirituales comunitarios.

Territorialidad sagrada: la apropiación hierofánica del espacio

Se conciben como territorialidad simbólica las representaciones culturales elaboradas por los pueblos acerca de su espacio. Destaca la distinción entre lugares sagrados y profanos que permite regular la reproducción de prácticas heterogéneas según la significación y utilidad que les es otorgada. En sociedades tradicionales se trata de territorios conceptualizados culturalmente, con propia identidad y originados en un tiempo que antecedió la existencia de sus habitantes. Dado su pasado inmemorial, su toponimia remite a un tiempo mítico en el que se produjeron los elementos físicos y las formas que componen el espacio geográfico. Con base en esas nociones fueron nombrados los lugares y se ordenaron las clasificaciones taxonómicas. Por tanto, el espacio solo cobra sentido en relación dialéctica con el grupo social que lo significa, que preserva la continuidad del orden a través de la renovación cíclica del pacto entre la colectividad y los númenes.2 Sus moradores poseen conocimientos puntuales de los cambios meteorológicos, de los signos extraordinarios en la naturaleza y pueden anticiparse a los cambios cíclicos. Por lo general, la comunidad siente arraigo a ese espacio, llamado por algunos autores lugar antropológico (Augé, 2000), etnoterritorio (Barabas, 2003: 23), paisaje cultural (Fernández, 2006) o espacio topofílico (Tuan, 2007).

En México destacan dos vertientes que analizan este tipo de espacialidades. Una de ellas, desde el estudio de la cosmovisión, es expuesta por Johanna Broda y Félix Báez-Jorge (2001), definida como el sistema estructurado con el que una comunidad liga de manera coherente las nociones acerca del medio ambiente en que vive. Desde esta perspectiva se explica que tras la conquista, la ritualidad agrícola encontró continuidad en la clandestinidad y en la resignificación del credo católico, a través del culto a los cerros, los manantiales y otros elementos del paisaje. La otra vertiente es propuesta por Alicia Barabas, quien invita a estudiar las formas simbólicas mediante las cuales los grupos indígenas construyen actualmente territorialidad. Para ello, define los etnoterritorios como aquellos habitados por los grupos etnolingüísticos y que “pueden comenzar a entenderse a partir de la singular conjunción de las estrategias de tiempo, espacio y sociedad que se concretan en la historia de un pueblo en un lugar (2003: 23).

Desde estas miradas, el territorio es constitutivo de la cultura por su continuidad en un espacio determinado, donde ciertos lugares son proclives para el contacto entre seres humanos y númenes. En ellos se establece la reciprocidad entre el espacio terrenal y el cosmos a través del ritual (Eliade, 1985). Algunos pueblos se consideran, incluso, responsables de la continuidad del mundo y procuran estar en comunión con los númenes (Marion, 2000), ofrendado y celebrando rituales en sitios muy puntales.

La ritualidad tiene una función importante para distinguir entre lugares sagrados y profanos. En las culturas indígenas, los primeros son santuarios naturales: cuevas, manantiales y cerros. Sacralizados por su hierofanía, es decir, “por manifestar algo completamente diferente de una realidad que no pertenece a nuestro mundo” (Eliade, 1967: 19). Desde mi punto de vista, la hierofanización de un territorio o un espacio es posible en dos formas: por la marca o energía que deja la teofanía en un lugar, es decir, la impronta, palabra sagrada, mandato o reliquia, manifestación de lo divino en forma humana o sígnica (apariciones de santos o la revelación, por ejemplo), o por medio del ritual que lo sacraliza.

A diferencia de las teofanías patronales, comunes en la fundación de los pueblos mexicanos (Ruz, 2006), en los procesos de territorialización —como es el caso de La Gloria—, la ritualidad ha sido el medio para hierofanizar el territorio. Esta no se limita a la renovación del pacto en determinados santuarios naturales, sino que se concretiza con la construcción de iglesias, templos, panteones y con la imposta de marcas sagradas en algunos lugares significativos como los pozos de agua.

El lente que aquí propongo para abordar la sacralización del espacio en procesos de territorialización se nutre de los dos enfoques señalados, perfectamente compatibles; además, agrego que la territorialidad sagrada no se reproduce solo en los territorios ancestrales, sino que los nuevos pobladores resignifican los paisajes a que se allegan. Lo cual supone una disputa entre dos códigos significantes: el del grupo que territorializa y el del “oriundo” que recibe la ocupación. En este proceso, como se verá, algunos elementos son incorporados, otros desplazados o reconfigurados y se busca que los más representativos, o sagrados, sufran la menor relaboración posible, pues se asume que poseen en sí el núcleo duro de la identidad grupal.

Para comprender la fundación de La Gloria3

Los refugiados guatemaltecos que cruzaron la frontera con Chiapas a principios de la década de 1980 provenían de tres departamentos de Guatemala: Huehuetenango, Quiché y Petén (Aguayo et al., 1987: 29). Huían de una violencia brutal, ejecutada por el ejército guatemalteco, que dejó como saldo 440 aldeas destruidas por las acciones del operativo “Tierra Arrasada”,4 entre 50 000 y 60 000 personas asesinadas o desaparecidas (Kauffer, 1998: 285), y generó desplazamientos forzados al interior de Guatemala y hacia otros países. Entre los destinos sobresale la llegada masiva a México. Entre 1981 y 1982 se contaron 45 000 refugiados registrados por la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados solo en la frontera Chiapas-Guatemala (Garaiz, 1992: 38).

Las causas que originaron la represión contra el pueblo guatemalteco formaron parte de la ofensiva para eliminar a las supuestas bases de apoyo de la guerrilla (el Ejército Guerrillero del Pueblo, la Organización del Pueblo en Armas y las Fuerzas Armadas Rebeldes) que, junto con el Partido Guatemalteco del Trabajo, fundaron en 1982 la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. El movimiento armado insurgente tenía por objetivo eliminar las secuelas contrarrevolucionarias provocadas por la intervención en 1954 de los Estados Unidos. Tal hecho inauguró una sucesión de gobiernos militares (Hernández, 1993). Otros aspectos de este contexto fueron: la inconformidad histórica por el acaparamiento de la tierra en unas cuantas familias y la represión de movimientos campesinos, obreros y estudiantiles, que criticaban la ausencia de participación democrática. No sobra mencionar el intento por eliminar los proyectos productivos que, organizados en cooperativas, comenzaban a cobrar fuerza en la zona del Ixcán. Los primeros desplazamientos forzados de guatemaltecos a Chiapas fueron hacia destinos conocidos antes del conflicto armado, creando asentamientos en Tziscao, Frontera Comalapa, Trinitaria y en la Selva Lacandona (Hernández, 1992: 94; 1993: 52).

Entre 1982 y 1984 esta población se incrementó aproximadamente a 46 000 refugiados, solo en Chiapas, organizados en 88 campamentos (González, 1992: 43). El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados fueron las instancias encargadas de cubrir las necesidades básicas de los desplazados, así como de analizar, normar y gestionar su situación jurídica. Sin embargo, la insuficiencia de estos apoyos condujo a los refugiados a solventar de diversos modos su estancia en México, contratándose como empelados en ranchos o ejidos regionales. Debieron entablar relaciones laborales desfavorables y cubrir muchas necesidades por sus propios medios. Las problemáticas específicas de cada campamento generaron formas diversas de organización social para sortear la vida cotidiana; entre estas, aprender a gestionar recursos con organizaciones no gubernamentales nacionales y extranjeras.

Uno de los conflictos más fuertes en ese contexto fue la intromisión del ejército guatemalteco en territorio chiapaneco y el ataque de algunos campamentos de refugiados, señalados como bases de la guerrilla. El gobierno mexicano, promovió, planeó y ejecutó, entre julio y diciembre de 1984, la reubicación de los refugiados en cuatro campamentos situados en Campeche y Quintana Roo, para “proteger a la población” y al mismo tiempo para disminuir el impacto demográfico y sociopolítico que generaban en una misma zona. Sergio Aguayo señala que alrededor de 17 000 guatemaltecos fueron trasladados a los nuevos asentamientos, muchos de ellos bajo coerción (Aguayo et al., 1987). Los habitantes actuales de La Gloria formaron parte de los refugiados que se opusieron a la reubicación y que posteriormente, cuando se firmaron los Acuerdos de Paz en 1996, se rehusaron a volver a Guatemala.

Los acatecos de La Gloria partieron de Guatemala a finales de 1980 y formaron “en enero del siguiente año los campamentos de refugio conocidos como Las Hamacas y El Chupadero (a dos y cuatro km, respectivamente, de la frontera) que en su conjunto reunían una población de entre 5 000 y 8 000 refugiados” (Ruiz, 2007: 72). Tras un ataque del ejército guatemalteco en esos asentamientos, huyeron para formar otro campamento: Las Delicias, de donde partieron para fundar lo que hoy es La Gloria.

Como señala Ruiz, La Gloria se formó por habitantes principalmente de origen indígena, provenientes de las aldeas de Nentón, Jacaltenango y San Miguel Acatán, departamento de Huehuetenango (2007: 73). La obtención del terreno fue posible gracias a la intervención del Comité Cristiano de Solidaridad, formado en 1979 por la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas, a cargo del obispo Samuel Ruiz García, con el fin de brindar ayuda espiritual y material a los desplazados en Chiapas. Entre las tareas del Comité estuvo proporcionar alimentos y vestido; organizar trabajos de saneamiento ambiental e impulsar programas de salud y de educación. En total pusieron en marcha 562 proyectos que abarcaban desarrollo económico, talleres productivos, cajas de ahorro, cooperativas de consumo, entre muchos otros (Tapia, 2008).

El sacerdote Javier Ruiz Velasco, de la misma diócesis, fue quien gestionó la compra del terreno donde se fundó La Gloria, una división de 72 hectáreas, solicitada ante la Reforma Agraria como ampliación del ejido Rodolfo Figueroa. Por el terreno se pagó una compensación económica y se registró a nombre de los primeros 21 niños nacidos en México y que contaron con papeles de registro nacional mexicano (Ruiz, 2007: 106).

Las 72 hectáreas que constituyen el área total de La Gloria se parcelaron en terrenos de 20 x 20 m2 y se distribuyeron equitativamente en una dotación de dos lotes por familia. Al paso de los años algunas familias han heredado un lote a algún hijo o lo han vendido. Ciertos migrantes transnacionales mantienen ambos terrenos sin fincar, en espera de volver algún día de los Estados Unidos. Desean ocupar uno como vivienda y al otro darle uso comercial.5 Los menos han fincado un terreno y el otro lo han aprovechado para actividades productivas, como siembra o cría de animales.

Pormenores actuales del ejido La Gloria

La Gloria se ubica en el municipio de Trinitaria; su clima es caluroso y húmedo, con lluvias en verano y fuertes vientos en la primera mitad del año. Se ubica a siete km de la carretera Panamericana. Tras dejar atrás algunas decenas de hectáreas de cultivo —propiedad del ejido Rodulfo Figueroa y de un rancho llamado San Caralampio— desde el km 213 de la carretera, el paisaje rural contrasta con el de La Gloria, que muestra una perfecta alineación urbana, resultado del deslinde cuadricular de los solares y la planificación de estrechas calles (de máximo tres metros) para economizar espacio. Solo la calle principal, eje central de la localidad, tiene mayor amplitud. Generalmente los solares están divididos entre sí con malla ciclónica o hexagonal triple torzón, comúnmente usada para fabricar corrales. La sensación que imprime a primera vista la localidad es de fuerte hacinamiento, con poca privacidad, dada la estrecha continuidad de las casas. A través de los alambrados es posible observar el interior de los solares, o mirar de una vivienda a otra las actividades domésticas que realiza el vecino. Del mismo modo, si se transita por las calles es común saberse observado por las familias desde sus hogares, las cuales, debido al calor, realizan gran parte de sus actividades domésticas en el patio, donde colocan mesas y sillas para trabajar o comer y hamacas en las que descansan durante el día.

La calle principal dirige de la carretera hacia “la plaza”, centro de la localidad, donde se ubica la iglesia católica, el salón de actos, la comisaría municipal, el centro de salud, la Casa de la Mujer, la cárcel y la cancha de básquetbol. Existen otros credos religiosos minoritarios, como pentecostales y otras iglesias protestantes, pero estas no influyeron en la planificación del espacio local. La Gloria carece de mercado fijo y tampoco cuenta con tianguis semanal, por lo que el abasto de productos se satisface generalmente en las pequeñas tiendas locales o a través de los vendedores ambulantes que arriban en camionetas cargadas de productos del campo. Destaca el hecho de que la población se entera de los productos en venta por medio de alguno de los seis megáfonos distribuidos en las tiendas. Los altavoces inician desde las siete de la mañana, anuncian todo tipo de productos, avisan sobre los visitantes que ofrecen mercancías o informan sobre asuntos locales. El único producto que se prohíbe vender estrictamente en La Gloria son las bebidas embriagantes, por lo que su comercio clandestino y su consumo en la vía pública ameritan multa y cárcel.

La población cuenta con todos los servicios básicos: luz, agua de pozo, sistema de salud y de trasporte, servicio de internet por medio de una antena satelital, así como educación a todos los niveles, excepto superior. Pervive una fuerte tradición organizativa, adjudicada a la experiencia adquirida durante el refugio, por lo que todas las familias (aproximadamente 400) están integradas a uno de los 10 grupos que conforman la estructura de la comunidad. Con base en este orden, y rolándose las actividades, los grupos se encargan de tareas de limpieza, de distribución de agua, de comités escolares, de comisiones para dar seguimiento a los programas estatales y de atender el funcionamiento de la clínica de salud.

Las decisiones se toman en asambleas dominicales, realizadas en el salón de actos, siempre en idioma acateco-kanjobal, en las que participan principalmente padres y madres de familia. En tiempo ordinario la reglamentación del espacio público es muy estricta, todos los habitantes tienen prohibido estar fuera de sus casas después de las nueve de la noche, en caso contrario se debe pagar multa o pernoctar en la cárcel. Algunos informantes señalan que esta rigidez es remanente de los tiempos del refugio en que estaban estrechamente vigilados por el ejército mexicano para no salir del área asignada, pero otros afirman que es parte de la normativa que les dejó la iglesia católica en ese mismo periodo. Este sistema de control, sin embargo, empieza a ser cuestionado por los jóvenes de la localidad (Ruiz, 2011). La restricción para de salir de las casas durante la noche, al igual que la prohibición del alcohol, se altera durante el tiempo festivo, por lo que esas fechas representan un espacio de permisividad para la población.

Debido a la constante emigración no se puede asegurar una cifra exacta de habitantes en la localidad, pero sus miembros aseguran que su población regular es de 3 000 personas. Originalmente la migración tenía como destino los Estados Unidos, pero en los últimos años se ha diversificado debido al endurecimiento de las políticas antimigrantes impuestas por el país del norte. La migración juvenil se ha intensificado hacia centros turísticos, principalmente a Playa del Carmen y Cancún. Asimismo, se registra un desplazamiento importante hacia la Ciudad de México. Desplazamientos motivados por la falta de empleo y la escasez de tierra. Esta última tratan de solventarla rentando algunas hectáreas para sembrar maíz.

Tomás Matías, un profesor bilingüe de la localidad, considera que han obtenido buenos logros en comparación con otras comunidades de exrefugiados y otras poblaciones indígenas de origen mexicano, ya que en poco tiempo han conseguido servicios que otros asentamientos de la región no tienen, producto de su organización comunitaria.

La composición étnica actual se conforma mayoritariamente de kanjobales, minorías de jacaltecos, chujes y mestizos (Ruiz, 2007). Sin embargo, la población kanjobal suele autodefinirse como “acateca”, en parte como resultado de la política del lenguaje en Guatemala y de las capacitaciones que recibieron algunos maestros bilingües para impartir clases durante el refugio.6 Es de señalar la importancia que tiene la autoadscripción acateca para los habitantes de La Gloria, ya que cumple un triple propósito (quizás no deliberado): anclar su origen en un espacio común: San Miguel Acatán, en donde se habla esa variante lingüística; distinguirse de otros kanjobales asentados en México; y posicionarse en la política de las identidades con ciertas particularidades ante las instituciones de gobierno.

En las fiestas, sin embargo, lo que más se destaca no es el idioma sino el reconocimiento de un origen territorial común. Muchas de las prácticas rituales realizadas durante la celebración de San Miguel Arcángel, santo patrono de San Miguel Acatán y ahora de La Gloria, están encaminadas a recrear y nutrir el imaginario del territorio ancestral.

Territorialización sagrada en el ejido La Gloria:

la fiesta de San Miguel Arcángel

Entiendo por apropiación hierofánica del espacio los procesos rituales por los cuales un lugar o territorio es significado a partir del contacto con la luminosidad. Por ese medio un grupo transforma el espacio territorializado en un lugar distinto al que era antes de ser habitado y ritualizado. Dicho proceso es una necesidad cultural para apropiarse de los lugares a nivel simbólico. Lo clasifica: distingue entre sitios naturales y humanos, sagrados y profanos, propios y ajenos. Significar un lugar es nombrarlo, producirlo y dotarlo de sentido porque es taxonomizado con la lengua vernácula y, por tanto, es conceptualizado. Visto así, apropiarse de un lugar es construirlo material y simbólicamente.

El lugar al que llegaron los acatecos, según algunos testimonios, era un espacio en disputa entre, por un lado, el dueño de un antiguo casco de finca, quien había perdido gran parte del terreno con la venta de porciones de tierra que se constituyeron a la postre en ranchos y, por el otro, ejidatarios que demandaban la ampliación del ejido Rodulfo Figueroa. El 6 de junio de 1984 los refugiados arribaron a este sitio. Según el testimonio del señor Méndez, animador de la localidad,7 unos días después de instalar el campamento se realizó una misa, oficiada por el padre Javier Ruiz Velasco, en el sitio donde hoy se ubica la iglesia. Con este hecho se definiría el espacio de conexión del mundo terrenal con los poderes numinosos. Dicho lugar se eligió porque en él se asentaron a su llegada: “se acomodaron todos juntos, como avispas alrededor del panal, para protegerse; sabían que juntos eran más fuertes y eso los mantenía unidos y los hermanaba”, dice el señor Méndez.

En la misa “inaugural” se pidió a Dios cuidar de su permanencia en el lugar y evitar el traslado a Guatemala, a Campeche o a Quintana Roo. Al parecer, la resistencia a ser reubicados respondía a varios factores: por una parte, consideraban que la lejanía les impediría tener contacto con su país, que romperían vínculos con las organizaciones que los apoyaban y que posiblemente no se acostumbrarían a las condiciones climatológicas de esos destinos, pues sus líderes habían realizado visitas a estos lugares y no pronosticaban una buena estancia.

La decisión de construir la iglesia en el lugar donde se realizó la primera misa trazó el ordenamiento general de la localidad. El templo tomó el sitio privilegiado del futuro centro poblacional, acompañado de las instalaciones comunitarias (comisaría, clínica de salud, salón de eventos). Con este esquema se trazó la lotificación de los solares en derredor de este centro y se estableció la dirección del camino principal, el cual conecta con la carretera Panamericana.

Los linderos, cuyas demarcaciones estuvieron por algunos años en conflicto con rancheros avecinados y con nuevos invasores, fueron sacralizados con rituales tradicionales según “la costumbre” indígena. El testimonio de una curandera local señala que en los dos o tres años posteriores a la fundación, se hicieron rituales durante la fiesta de la Santa Cruz (2 y 3 de mayo). Se colocaban cruces en los cuatro cerros más próximos que rodeaban la localidad, se les ofrecían ofrendas de flores y sangre de guajolotes sacrificados para que resguardaran el territorio. Algunos testimonios recogidos por Ruiz coinciden con estos datos:

Los tres rezadores originales que llegaron a La Gloria junto con la población refugiada han muerto: Andrés, Pedro y Tomás, todos migueleños. Cuando ellos vivían, mataban guajolotes y la sangre la guardaban en una ollita. La sangre la vertían en astillas de madera, y llenas de sangre las dejaban en el pozo de agua, así como en las cruces que habían colocado en los cerros cerca de la comunidad; lugares que solo ellos sabían localizar (2007: 167).

Actualmente estos rituales no se realizan comunitariamente. Algunos acatecos afirman que ciertos ancianos los hacen en la iglesia, fuera de los horarios de misa: queman copal y prenden veladoras que después envían con mensajeros jóvenes a los cuatro puntos de la localidad, a los cerros y a los manantiales. No pueden ir ellos mismos por su avanzada edad, pero procuran que las ofrendas lleguen a los “dueños” de estos lugares: entidades numinosas, propietarias de la tierra, vigilantes de los cerros y protectores de los animales. Sin embargo, algunas voces señalan que no creen en los rituales porque ya no se realizan “como son”. Se habla de falta de correspondencia entre la práctica ritual y los ciclos de la naturaleza, la cual debía anticiparse como parte del pedimento de lluvias y el inicio de la temporada de siembras.

Ruiz recoge algunos testimonios acerca de que los pocos rezadores sobrevivientes no saben dónde poner la candela (en el paisaje) y tampoco conocen el tiempo en que debe hacerse: “a veces la colocan cuando ya se pasó la temporada de lluvias […] antes lo hacían en febrero, máximo abril y mayo, y ahora quieren ponerlas en septiembre” (Ruiz, 2007: 166). Esto puede interpretarse como parte del proceso de territorialización, ya que la conceptualización del nuevo lugar, la comprensión del ecosistema y de los cambios climáticos, no se han consolidado. El desajuste entre la ritualidad y en el nuevo contexto provoca la extinción de algunos rituales.

Tampoco se puede negar lo mucho que han contribuido los catolicismos más institucionales y normativos en la abolición de “la costumbre”. El animador de la localidad, por ejemplo, incita a los pobladores a dejar las “creencias paganas”, “la brujería” y las ofrendas, por una visión más judeo-cristiana. Sin embargo, así como algunas prácticas rituales desaparecen, otras tienen continuidad (siempre con variaciones) y también se crean nuevas como parte del contacto con otras culturas.

La ritualidad acateca tradicional encuentra continuidad en México, principalmente en la celebración de la fiesta de San Miguel Arcángel. Esta cobra importancia en La Gloria al activar la construcción de una identidad comunitaria que tiene como eje simbólico la imagen del santo. Los habitantes de la Gloria, por tanto, son “migueleños”, antes que mexicanos, que guatemaltecos o que acatecos. Dicha identidad les permite distinguirse de los mestizos chiapanecos, de los indígenas mexicanos de la región y de otros indígenas guatemaltecos que también fueron refugiados y cuyo origen locativo no les es común. Sin embargo, llama la atención que durante el refugio esta población no era “protegida” por San Miguel Arcángel, sino por dos vírgenes: La Candelaria y la Guadalupana. La primera los acompañó desde su pueblo y la segunda fue adquirida por los refugiados al cruzar la frontera Chiapas-Guatemala, pues se consideró que esta, al ser la “santa patrona de México”, podría protegerlos durante su estancia en este país. Los santos también son territoriales.

Ambas vírgenes los acompañaron durante la diáspora, pero San Miguel Arcángel, según el “animador” de la iglesia, solo fue adquirido (como obsequio) cuando ya se habían establecido de manera permanente en La Gloria. A diferencia de los territorios originarios, donde el pueblo se funda por el mito de la teofanía del santo patrono, en la territorialización de La Gloria se observa la reivindicación de San Miguel Arcángel como parte del proceso de hierofanización del nuevo espacio, imagen que se instituye con fuerza en la ritualidad al ser el símbolo de la identidad acateca.

Sin embargo, la teofanía de San Miguel Arcángel en Guatemala y como continuidad del catolicismo tradicional, tiene relativamente poco (mediados del siglo XX) en la memoria colectiva de los acatecos. Tal como lo señala Ruiz (2007: 162), quien recopiló algunos testimonios al respecto, San Miguel Arcángel se cambió de la cabecera municipal, San Miguel Acatán, a Chimbam (actualmente su centro ceremonial) cuando su imagen fue destruida por representantes del catolicismo ortodoxo en detrimento de los representantes de la tradición maya. San Miguel Arcángel, en ese sentido, simboliza la continuidad de la cultura kanjobal-acateca y al mismo tiempo es un referente de resistencia al cambio. La historia también es contada en sentido opuesto: la aparición de San Miguel Arcángel después de ser destruida por los seguidores de la costumbre maya. En cualquiera de los dos casos, el significado de la imagen, según Ruiz, es que sintetiza el conflicto religioso entre el catolicismo ortodoxo, impuesto desde el poder hegemónico, y la resistencia de las creencias tradicionales.

La fiesta de San Miguel Arcángel en La Gloria

Se realiza del 26 al 29 de septiembre y cuenta con elementos simbólicos propios que la distinguen de la fiesta original en Guatemala y de las realizadas en otros espacios territorializados. Esta se reorganizó durante el refugio en el campamento El Chuapadero, donde se eligió a la primera “reina acateca” desterritorializada en 1983. Con seguridad en dicho campamento hubo un proceso de reivindicación de la cultura acateca, pues además de la fiesta de San Miguel Arcángel, se inició un taller de fabricación de marimbas (Tapia 2008: 1810). Este hecho es significativo, ya que para los acatecos una fiesta tiene mayor prestigio si los músicos de marimba provienen de su país de origen. Es común escuchar: “la fiesta va a estar buena, viene marimba de Guatemala”. Aunque cada año se presentan ciertas variaciones en la fiesta; según mi registro etnográfico, esta se realiza, generalmente, organizando el espacio central de la localidad en cuatro partes:

El espacio general del festejo, situado en la plaza o centro. Se caracteriza por la colocación de puestos de comida, juegos de feria y un templete sobre el cual toca la marimba guatemalteca. Dicho espacio es de uso familiar. En él conviven los lugareños y los familiares que visitan La Gloria, provenientes de Guatemala o que retornan de los Estados Unidos para la celebración. Se mezclan mujeres, hombres, niños y niñas, apropiándose del espacio en una gran verbena. El jolgorio en la plaza supone la puesta en acción de la permisividad que solo es posible encontrar en los días de fiesta. Esta se extiende a las calles de la localidad y a las casas, por lo que al tratarse de la ruptura del tiempo ordinario es común encontrar personas bebiendo y bailando por las calles durante toda la noche.

El espacio sagrado: la iglesia católica. Aquí se realiza la misa en honor de San Miguel Arcángel. Es oficiada por “el animador” en lengua acateca y posteriormente su síntesis traducida al español. El grueso de la población no acude generalmente al culto, asisten principalmente las mujeres (amas de casa) y los niños pequeños. Sin embargo, la hierofanía de la iglesia se extiende hasta el salón de actos en donde la imagen de San Miguel Arcángel es trasladada para que presencie la coronación de la reina acateca.

El espacio de institucionalización en el salón de actos. Es un área cerrada (con malla ciclónica) con alta significación, pues ahí se realiza la mayor parte de los rituales que distinguen la celebración acateca del festejo en otros lugares. El evento sucede por la mañana. El templete es dirigido por miembros del comité encargado de organizar la fiesta. Son tres los procesos rituales que desatacan en este espacio: la narración de las causas del desplazamiento a Chiapas; los honores a la bandera mexicana, que incluyen el Himno Nacional Mexicano, el Toque de Bandera y el Himno Estatal de Chiapas, y “la coronación de la reina acateca”. La ceremonia es presenciada por la población local y los visitantes. Sobresale el hecho de que se cuenta siempre con “invitados especiales”: funcionarios de gobierno, representes de órganos civiles y antropólogos.

El espacio de “permisividad total”, el cual defino como un lugar donde la ruptura del tiempo ordinario irrumpe en las actividades cotidianas, haciendo más flexible la normativa y abriendo posibilidades a la creatividad y a la transgresión. Dicho lugar, al ubicarse al margen del grueso del colectivo, hace de este un espacio oculto y de múltiples posibilidades de acceso al goce. En el caso de La Gloria se encuentra detrás del salón de actos. Ahí solo asisten hombres, ya que se colocan mesas para instalar una cantina provisional, atendida por ficheras que solo acuden cada año durante la fiesta.

La clasificación que hago aquí de la forma en que se organiza el espacio de la fiesta y los usos que se da a cada lugar permite observar que aun en tiempo festivo no existe homogeneidad espacial, ni significados homólogos. El espacio sacro se concentra en determinados sitios, y de ese modo da lugar a otras expresiones. Se construye así una pluralidad de significaciones que permiten ordenar las prácticas rituales en distintos lugares y separar lo santo de su antítesis: los lugares profanos de permisividad total. Pero también crea lugares propios para la institucionalidad, como lo es el salón de actos, donde se externaliza ante funcionarios de gobierno la pertenencia a México. El ingreso a la comunidad imaginada, que supone la nacionalidad mexicana, se hace evidente con los himnos oficiales y el acto cívico en general. Las características del evento, por otro lado, permiten que en este espacio conviva la esfera religiosa local y la laica estatal.

La fiesta de San Miguel Arcángel puede ser vista como una celebración que sintetiza el proceso de territorialización de los acatecos en La Trinitaria, tomando en cuenta su definición como proceso mediante el cual un grupo social se apropia material y simbólicamente de un nuevo espacio. Sin embargo, dicha apropiación se acompaña de continuidades, rupturas y resignificaciones, comprensibles en contextos específicos. Algunos testimonios indican que el origen de la coronación de la reina indígena en Guatemala tenía como objeto distinguirse de la población ladina de Huehuetenango, quienes inicialmente nombraban una reina ladina. Dado que a dicho festejo no podían acudir los indígenas, estos decidieron nombrar a su propia reina y, en el contexto del refugio, se concretizó como “reina indígena acateca y migueleña”, resultado de un proceso de reivindicación y de lealtad al lugar de origen. En la actualidad este festejo refrenda una identidad diferente a la de la mexicanidad ladina; permite diferenciarse tanto de los indígenas de Chiapas como de otros de origen guatemalteco.

Los objetivos iniciales que motivaron la elección de una reina indígena en Guatemala, según testimonios, eran preservar la lengua, la cultura, la vestimenta tradicional y sobre todo los valores comunitarios. Por ello la reina debía ser una joven virgen, que hablara la lengua acateca, de entre 15 y 20 años y, de preferencia, con el cabello largo. Ya durante el refugio en Chiapas el objetivo primordial era dar continuidad a la cultura fuera del territorio original. Sin embargo, esto solo fue posible ajustando modificaciones a la ritualidad: integrando los actos ceremoniosos cívicos, como los honores a la bandera mexicana, para evitar contradicciones con las autoridades mexicanas, quienes durante largo tiempo (y a veces en algunos contextos actuales) los observaban como extranjeros que debían volver a su país. No es gratuito entonces que la bandera mexicana aparezca con tanta fuerza al lado de San Miguel Arcángel durante la fiesta. Las palabras del maestro de ceremonias y las de la propia reina muestran un discurso en el que se reivindica el origen en San Miguel Acatán y el agradecimiento al pueblo de México por haberlos adoptado.

En la fiesta participa toda la población a través de una de las tres instancias encargadas de la organización: la comunidad, que colabora por medio del gobierno local (la agencia municipal); el comité organizador de la fiesta; y los agrupados en el comité de la iglesia. La comunidad colabora con la compra de votos y con una cuota de 50 pesos (2.63 dólares) por familia, para contratar a un grupo de marimba guatemalteco. El dinero es administrado por la agencia municipal, encargada también de instalar el templete, de rentar los espacios para los juegos de la feria y de extremar la seguridad durante esos días. La iglesia se encarga, además de la misa, de trasladar a San Miguel Arcángel al salón de actos. Por su parte, el comité organizador selecciona a las aspirantes a reina, organiza la votación, compra todo lo relacionado con la coronación y prepara los discursos.

Otros elementos aparecen actualmente en la elección de la reina: se requiere el apoyo económico de la familia extensa, pues implica un cuantioso gasto, y solo pueden aspirar al cargo quienes colaboran con una fuerte suma de dinero para el festejo. Los recursos, que a veces superan los 8 000 pesos (420 dólares) únicamente para la vestimenta, se recaudan en una red familiar y de compadrazgo que articula, casi siempre, una red transfonteriza con los migrantes en los Estados Unidos. Por ello la asistencia de estos al festejo es muy importante, ya que de algún modo son quienes hacen posible la coronación. La fiesta es entonces también espacio de encuentro y de reforzamiento de redes translocales.

Por otro lado, la territorialización acateca ha causado impacto en la microrregión. Su alto nivel de organización social les ha permitido ser la localidad que cuenta actualmente con mejores servicios; las comunidades y los ranchos aledaños acuden a satisfacer varias de sus necesidades materiales a este lugar, sobre todo de abasto, educativas y de salud. Pero también concurren a disfrutar la fiesta migueleña. La celebración representa, por tanto, la inserción de un nuevo periodo festivo en el área.

Ampliación y legitimación simbólica de nuevas apropiaciones territoriales: la fiesta de La Candelaria

Aquí cabe distinguir entre un proceso de territorialización y otro de territorialidad. Al primero lo podemos caracterizar como un movimiento socioespacial, estrechamente ligado a la migración (sea o no forzada), cuyo objetivo es la apropiación, por cuenta de un grupo, de un espacio para la reproducción material y simbólica y que tiende a la legitimación de dicha apropiación. La territorialidad, en cambio, supone las posibilidades de movilidad en un área o en espacios discontinuos a partir de un centro nodal. Esta territorialidad puede ser de tránsito, constituir una red permanente o ser eventual. Para Mançano, “mientras la territorialización es resultado de la expansión del territorio, continuo o interrumpido, la territorialidad es la manifestación de los movimientos de las relaciones sociales mantenedoras de los territorios que producen y reproducen acciones propias o apropiadas” (Mançano 2006: 5).

Es posible que un proceso de territorialidad a la larga se consolide como territorialización y el dominio del espacio se instituya en un territorio, lo que indica que la territorialización es un proceso que se conforma de varias etapas. Para los acatecos inició como refugio político, se consolidó como ocupación definitiva y tiene continuidad por la necesidad de contar con tierras para el cultivo. La Gloria se territorializó bajo la protección del santo patrono de San Miguel Acatán, pero su territorialidad no se restringió a los límites consagrados por las cruces colocadas en los cuatro puntos del asentamiento, sino que se amplió hasta espacios translocales a partir de la migración transnacional.

En la movilidad cotidiana, sin embargo, la territorialidad se construyó hacia espacios contiguos, principalmente hacia ranchos aledaños en los que fue posible trabajar y conseguir agua; uno de ellos es La Candelaria. Este rancho hasta hace poco representó para los exguatemaltecos un lugar de intensa discriminación étnica y de explotación, pues en él laboraron hombres, mujeres y niños, muchas horas de trabajo intensivo agrícola, a cambio de pagos ínfimos y de unos cuantos litros de agua, en condiciones deplorables. Apenas iniciando la primera década del siglo XXI, los acatecos decidieron apropiarse del rancho, por lo que iniciaron un movimiento social de ocupación de tierras, integrándose a la Organización Proletaria Emiliano Zapata (OPEZ). Dicha organización trabaja en coordinación con la Organización Campesina Emiliano Zapata (OCEZ), que se sumó en 2008 al Movimiento de Liberación Nacional (MLN), y la Coordinadora de Organizaciones Autónoma del Estado de Chiapas (COAECH), principalmente conformadas en la región por sectores desfavorecidos, indígenas y campesinos.

Si bien el proceso de ocupación de este nuevo espacio inició como una territorialidad laboral, esta se ha transformado en una territorialización fáctica con la invasión de poco más de 400 hectáreas. Actualmente, aunque no cuentan con la propiedad legal del rancho, han deslindado y distribuido terrenos para su cultivo entre los integrantes acatecos de la OPEZ. Han construido casas y activado una serie de rituales que permiten la apropiación simbólica del espacio. Entre ellos sobresale el festejo en honor a la Virgen de La Candelaria, la cual cobra significación trascedente no solo por ser la deidad femenina principal de La Gloria, sino también por tratarse del numen que los acompañó en su recorrido desde Huehuetenango.

El festejo se lleva a cabo los días 1 y 2 de febrero en la capilla de la casa principal de la que fue la finca agrícola. Durante estos días la Virgen es acompañada con música de marimba, se le colocan ofrendas de flores y veladoras y se le dedican rezos y cánticos. Asimismo, se realizan bailes nocturnos en su honor, se organizan juegos de futbol y carreras de caballos. En esta celebración destacan dos aspectos vinculados a la hierofanización del espacio: la peregrinación al ojo de agua que dota del líquido al rancho y la peregrinación que sacraliza el camino que conduce de la iglesia de La Gloria a la capilla de La Candelaria.

La hierofanización del ojo de agua, ahora contenido en un pozo, cobra singular importancia en el proceso de territorialización, pues se trata de un elemento del espacio cuya significación debió invertirse para poder apropiárselo. El pozo significó en el pasado un elemento de disputa entre los antiguos propietarios del rancho y los refugiados, ya que solo podían beneficiarse de él quienes cumplían ciertas horas de trabajo, muchas veces bajo amenaza de recibir azotes en caso de no cumplir con el trato. La ritualidad que se realiza actualmente el primer día de febrero permite su resignificación: de ser un lugar de agravio trasmuta en otro de congregación ritual. Con su hierofanización es culturalmente integrado a la representación social acateca. En esta, los manantiales, los ojos de agua y los pozos están estrechamente ligados a los númenes femeninos. La relación simbólica se construye a través de la peregrinación que une el nicho de la Virgen de la Candelaria con el pozo. De este modo las flores que se ofrendan a la Virgen en la misa matutina son conducidas a medio día al ojo de agua, donde una cruz protege el lugar.

Por otro lado, recién se ha realizado por segundo año consecutivo la peregrinación de “la antorcha”; la cual recorren el 2 de febrero miembros del Grupo Juvenil Católico local, saliendo de la iglesia de La Gloria con destino a la capilla de la Virgen de La Candelaria. Originalmente el grupo tiene como objetivo organizar, previo al 12 de diciembre, el recorrido anual de la Antorcha Guadalupana, la cual se programa con anticipación para conducir a pie dicha tea desde algún santuario guadalupano (de la región o del país) hasta la iglesia local. Esta representa la conducción de la luz guadalupana (la fe, la verdad) hacia la propia iglesia.

Los jóvenes que participan en la Antorcha han incorporado esta ritualidad al festejo de La Candelaria, conduciendo la luz desde La Gloria. Una breve peregrinación de apenas dos kilómetros, pero que a nivel simbólico permite unir dos puntos ceremoniales, hierofanizando así el camino por el cual se construye la territorialidad sagrada, del espacio territorializado hasta el nuevo asentamiento invadido.

Tomando en cuenta lo anterior, es posible señalar que las peregrinaciones que se realizan durante los procesos de territorialización pueden ser interpretadas como prácticas simbólicas que abren pautas para futuras correspondencias rituales entre localidades, a través de la visita reciproca de sus santos patronos, del intercambio de elementos simbólicos o de la reciprocidad de ofrendas. Dicha hierofanización del espacio legitima la ocupación territorial.

Conclusiones

Territorializar es apropiarse del espacio, es delimitarlo para imponerle un dominio grupal y así distinguir el mundo propio del ajeno. Es construirlo a nivel material y simbólico; para ello es necesario nombrarlo, para conceptualizarlo y taxonomizarlo. La territorialización, como parte de la ocupación fáctica, implica un proceso de espacialización (de ordenamiento de los elementos que lo componen), en el que se distingan lugares, se norma el espacio público y se señalan los periodos proclives a la innovación.

Hierofanizar el espacio, por su parte, habla de sacralizar los lugares a través de la ritualidad y con ello propiciar el intercambio entre los seres humanos y los númenes, reciprocidad que garantiza la permanencia de la territorialización y la durabilidad del orden establecido. En el caso de La Gloria se observa que la hierofanización de la territorialización se compone de dos etapas imbricadas. En la primera destaca la fundación de la localidad, acompañada por una serie de rituales que permitieron instaurar el asentamiento, construir la iglesia, delimitar las fronteras y construir un discurso de apropiación del espacio, aspectos posibles de observar de manera sintética durante la fiesta de San Miguel Arcángel. En la segunda, sobresale la ritualidad que tiene como fin hierofanizar la territorialidad acateca, es decir, sacralizar por medio de las peregrinaciones, la movilidad y los caminos que constituyen las redes espaciales de los habitantes de La Gloria. Con la peregrinación se establece la relación entre la localidad y nuevos lugares por territorializar. Pero también con las peregrinaciones se construyen vínculos con otras localidades. Destaca la Antorcha Guadalupana como una ritualidad que permite construir nuevas redes sociales, ya que su recorrido cambia cada año.

Hasta aquí he mostrado algunos avances con respecto al modo como la hierofanización incide en los procesos de territorialización, tomando como base el caso de una población que arribó a Chiapas durante el refugio guatemalteco y que hoy habita el ejido La Gloria. Sin embargo, para profundizar en una interpretación que abarque la totalidad de la apropiación sagrada, sin duda queda por realizar una investigación que incluya otros procesos rituales del calendario festivo anual.

 

FUENTES DE CONSULTA


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Notas

1  Por hierofanía se entiende la forma en que se manifiesta lo sagrado a partir de algún elemento que sin este atributo sería común. Según Mircea Eliade: “Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía” (Eliade, 1981: 10).

2  Siguiendo a Rudolf Otto (1996), se entiende aquí por numen la magnificencia de lo divino, ante lo cual el humano siente una tremenda dependencia por ser inconmensurable. Añado, por mi parte, que el numen puede concebirse también como la entidad que despierta este ánimo. Asimismo, el sentimiento de numinosidad se refiere a la sensación de criatura finita que despierta la presencia de lo sagrado.

3  Las diferentes fases sociales, políticas y jurídicas que acontecieron durante el refugio superan por mucho los objetivos de este trabajo. Al respecto abunda bibliografía especializada, aquí solo tocaré de manera panorámica puntos muy específicos que ayuden a comprender la fundación del ejido La Gloria.

4  Se conocen como “tierra arrasada” los operativos del ejército guatemalteco que, en busca de eliminar la guerrilla, atacaron a la población civil, principalmente indígena; dichas acciones produjeron numerosos abusos y asesinatos, así como desplazamientos forzados.

5  La migración a los Estos Unidos sobresale, principalmente por parte de los hombres. En La Gloria prácticamente no existe una sola familia que no cuente con algún familiar que haya migrado a aquel país por cuestiones económicas.

6  La Academia de Lenguas Mayas de Guatemala clasificó la lengua acateca como “lengua comunitaria”, tras el diagnóstico para la normalización y estandarización de las lenguas indígenas, como parte del proceso de regionalización, descentralización y desconcentración de la educación. Con base en criterios territoriales, dicha clasificación implica que el acateco se habla en menos de 20 municipios, cuenta con menos de 300 000 hablantes, posee experiencia limitada en educación bilingüe, tiene poca producción literaria y escasos materiales en su idioma (Varela, s/f). Originalmente los acatecos de Huehuetenango no quisieron alienarse a dicha clasificación, prefiriendo su autodenominación como kanjobales, pero en cuanto advirtieron que al hacerlo podían acceder a recursos y servicios educativos, la identidad como acatecos se reivindicó y hasta se radicalizó, al grado que actualmente muestran malestar si se les llama kanjobales.

7  “Animador”, a veces conocido como catequista, es un cargo religioso católico que permite oficiar misa e impartir algunos sacramentos. El señor Méndez afirma que actualmente tiene asesoría por parte de la Diócesis de San Cristóbal para impartir misa, pero que él se formó originalmente en Guatemala desde niño, donde fue preparado por sacerdotes de la orden Maryknoll.