FUNDACIÓN CULTURAL EN EL DEPORTE: EL CASO DE LA PELOTA VASCA

 

Olatz González Abrisketa
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO/EHU

Las supervivencias rituales son como los residuos de la crisálida que todavía se pegan a ella pero de los cuales se libera poco a poco el insecto acabado.

RENÉ GIRARD

 

RESUMEN:

El presente artículo pretende analizar la pelota vasca en tanto que un marco de concepción de sentidos y de representación del mundo. Los significados culturales se refundan dentro de la coyuntura, posibilitando el cambio dentro de la permanencia y la comunión entre jugadores y público. Este artículo defiende que la pelota ha ocupado un papel central en la conformación y mantenimiento de la conciencia colectiva de los vascos, y postula que la pelota es una práctica ritualmente celebrada y convertida hoy en deporte industrializado, que representa un expresivo acto de fundación cultural y que transmite narrativas elementales del vínculo identitario.

PALABRAS CLAVE: pelota vasca, identidad cultural, identificación colectiva

 

 

Introducción

El conflicto es un peligro latente en toda sociedad conocida, aunque a su vez sea considerado impulso civilizador. Así se presenta en los mitos y ritos fundacionales de culturas enormemente alejadas en espacio y tiempo. Estas manifestaciones de la colectividad, más allá de ficciones poéticas o expresiones folklóricas, escenifican el problema de la civilización (Wunenburger, 2000: 24), un problema que aparece casi siempre vinculado al control de la violencia intrasocial, intestina. 

 Muchas culturas poseen una narración, mítica o ritual, que escenifica un conflicto interno al que sucede una época de conciliación y abundancia que se ha denominado la Edad de Oro y que se supone el grupo restaura gracias a la recitación mítica o la práctica ritual efectuadas periódicamente. Por ello, la mayor parte de mitos y ritos fundacionales refieren una lucha primigenia, cosmogónica, tras la cual se establece un periodo de orden que se reconoce como el estado de civilización sobre el que se asienta la cultura. 

 Así los mayas consideraban el movimiento de la pelota, ollin, motor primordial de vida, al unificar en él las fuerzas enfrentadas, al representar la síntesis de los contrarios. Numerosos son los glifos que simbolizan pelotas en movimiento que se componen de lenguas o cuerpos entrelazados de serpientes enfrentadas, serpientes que también aparecen brotando cual sangre de la cabeza decapitada del jugador sacrificado en el juego, en lo que constituye un efectivo símbolo de fertilidad (Taladoire, 2000: 27; Ladrón de Guevara, 2000: 40). 

Del mismo modo los griegos, tal y como lo expresa Verjat: “Del caos primigenio en el que luchan dos serpientes, nace un orden que la vara de Hermes impone, equilibrando las tendencias contrarias, por ejemplo entre la razón y la irracionalidad, la verdad y la mentira, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte” (Verjat, 1997: 294).

La lucha ha sido por tanto una de las imágenes más efectivas a la hora de pensar la genética comunitaria, siendo los deportes agónicos, de enfrentamiento entre partes iguales, de partido, expresiones contemporáneas de dicho sustrato mítico. Algunos autores han apuntado incluso la posibilidad de que “en sus comienzos, los juegos de pelota sirvieron a muchas culturas como medio de representación de mitos antiguos” (Buytendijk, 1976: 102). Este artículo quiere interpretar la pelota vasca en ese contexto. 

La pelota vasca es un conjunto de juegos de pelota en el que un número variable de jugadores (pelotaris), colocados unos frente a otros o todos frente a un muro o frontis, se lanzan alternativamente una pelota maciza forrada de cuero con la mano u otra herramienta asida a ella. La pelota debe rebotar siempre dentro de unos límites establecidos (eskas o líneas de falta), intentando dificultar el resto al oponente con objeto de dominar el tanteo y llegar primero al cartón o número de tantos estipulado, es decir, ganar.

Ya presente desde principios de la Edad Media en varias zonas de Europa, el juego de pelota empieza a documentarse en territorio vasco entre los siglos XVI y XVII, momento en que la Historia data el inicio de la “Era Moderna”. Durante este periodo se extiende por el cuerpo social y prende de tal modo en él que, entre los siglos XVIII y XIX, ya con formas protocolares propias, adquiere el calificativo de “fiesta principal de los vascongados” (Humboldt) y goza de espacios y tiempos instituidos, además del apasionamiento ampliamente generalizado de la población masculina, quien lo practica lúdica y ceremonialmente en el centro mismo de sus pueblos y villas.

A finales del XIX y principios del XX, cuando se formalizan la mayor parte de modalidades, la pelota se hace de tal modo consustancial a lo vasco que es exportada a otros países, y retorna oficialmente institucionalizada como “Pelota Vasca”.[1] Hoy es un deporte que engloba una elite profesionalizada de organización empresarial y un mundo aficionado coordinado por clubs y federaciones. Los partidos profesionales son retransmitidos en los medios de comunicación masiva.

Este artículo defiende que la pelota ha ocupado un papel central en la conformación y mantenimiento de la conciencia colectiva de los vascos (salvando la problemática que el gentilicio soporta). Postula que la pelota es una práctica, ritualmente celebrada y convertida hoy en deporte industrializado, que representa un expresivo acto de fundación cultural y que transmite narrativas elementales del vínculo identitario.[2]

Para demostrarlo, la argumentación se va a apoyar fundamentalmente en dos cuestiones: en el momento histórico en el que la pelota adquiere relevancia comunitaria y en la propia estructura del juego; ahondando para terminar en las narrativas centrales que transmite el juego a todos aquellos que a él se entregan y que son por él conjugados, en sentido gadameriano.

Respecto a la primera de estas cuestiones —la génesis histórica—, la pelota adquiere relevancia en el País Vasco a principios del siglo XVI. A pesar de que la creencia popular la sitúe entre los juegos que desde el neolítico practicaban los pastores en los terrenos de poca inclinación ganados al monte, es en el siglo XVI cuando, gracias sobre todo a los documentos penales y a los testimonios de viajeros, se puede afirmar que la pelota constituye una práctica extendida entre la población vasca. Esta discordancia entre el documento escrito y el monumento imaginado, con sus cientos de años de distancia, no problematiza en absoluto la denominación de origen. La Pelota se ha hecho de tal modo consustancial a lo vasco que pretender que una certidumbre histórica destrone a un enraizado “desde siempre” no es más que una ingenuidad ilustrada. La referencia histórica, así como la datación imaginada, esclarecen sin embargo cuestiones que quedarían ocultas desde una aproximación meramente sincrónica.

Retrocediendo por tanto a la época en que la Pelota empieza a popularizarse en el País vasco —principios del siglo XVI—, encontramos un periodo caracterizado fundamentalmente por el fortalecimiento de las villas y el fin de la crisis bajomedieval. 

La Baja Edad Media en el mundo rural vasco se caracterizó por el enfrentamiento perpetuo entre bandos antagónicos, linajes agrupados alrededor de un linaje central, una familia, que otorgaba el nombre a la totalidad del bando: las más renombradas fueron sin duda las de Martínez de Oñaz y Gamboa, oñacinos y gamboínos, rojos y azules respectivamente. 

Al parecer, no era la invasión territorial el origen fundamental de las disputas entre unos y otros, ni siquiera un enfrentamiento ideológico ante el modo de conducir los asuntos oficiales. El funcionamiento de ambos bandos era similar, no había diferencias cualitativas entre ellos. La lucha era simplemente una lucha agónica, motivada por el deseo de medir las fuerzas y de mantener íntegra la honra. Los bandos luchaban, encarnizadamente a veces, con una única motivación aparente: “quién valía más en la tierra” (Bazán, 2002: 294). Este impulso, que puede parecer trivial, se sostiene, sin embargo, en una cuestión fundamental: diferenciarse. Las oscilaciones entre uno y otro de los bandos no debieron ser del todo extrañas, sobre todo entre aquellos que no compartían lazos evidentes de parentesco. Las familias de labradores, sometidos al organigrama feudal, no tendrían excesivos problemas a la hora de pasar de uno a otro en función de los incentivos o mejoras ofrecidas. Las luchas bajomedievales debieron estar motivadas por la excesiva igualdad entre ambos bandos, algo que parece favorecer la teoría de Girard, quien defiende que el enfrentamiento trágico siempre se produce a causa de la simetría de los antagonistas: “allí donde falta la diferencia, amenaza la violencia” (Girard, 1998: 64). Los bandos tenían, para sobrevivir, la necesidad de diferenciarse y la institución del límite entre ambos, no sólo a nivel territorial sino también simbólico, debió ser el motivo principal de las luchas banderizas. Los bandos tuvieron que mantener la propia conciencia de identidad entre sus miembros, la pertenencia al bando, para permanecer, y no hay mejor forma que el enfrentamiento para conseguirlo. Perpetuar el conflicto para garantizar el dominio es uno de los argumentos más recurrentes en la Historia Política de la humanidad. 

De hecho, en el momento en que los bandos no pudieron mantener la adscripción de la mano de obra, cuando los labradores abandonaron sus tierras ante las presiones señoriales y se organizaron fuera de territorio banderizo, sobre todo en las villas, comenzó la decadencia de la sociedad de bandos. El factor determinante para su desaparición fueron las Hermandades, instituciones de carácter jurídico-policial formadas por “campesinos, pequeños hidalgos rurales y gentes de las villas” (Bazán, 2002: 296) que se revelaron contra el poder de los “parientes mayores”. Aunque el origen de éstas se remonta a finales del siglo XIII, su periodo de apogeo remite a la segunda mitad del siglo XV, momento en que supuestamente acaban con la hegemonía de la nobleza rural y se institucionalizan como Juntas Generales y Diputación, todavía vigentes. 

Se inicia en ese momento una transición hacia un sistema que, sustentado en el concepto de hidalguía universal, constituye la prehistoria ideólogica de la cultura vasca y se concreta políticamente en dos pilares básicos: la configuración territorial y los fueros. Esta corriente ideológica, proveniente en parte de la necesidad de cambios políticos estructurales —que no serían efectivos hasta siglos posteriores— y en parte de la influencia de los tratadistas de la época —quienes teorizaron sobre ella— ha sido denominada por algunos “igualitarismo” (Otazu y Llana), “democracia vasca original” (Caro Baroja) por otros. 

Aunque fuertemente cuestionado como realidad histórica, este constructo ideológico ha constituido de hecho una de las bases más sólidas del imaginario cultural hasta nuestros días, llegando incluso a ser considerado un rasgo originario de los vascos, presente desde tiempos inmemoriables, prehistóricos. Su génesis histórica es sin embargo determinable y es como hemos dicho el momento en que se supera la sociedad banderiza bajomedieval, algo que no supone la plena desaparición de los comportamientos feudales que según Otazu y Llana se mantienen incluso siglos después, pero que establece un hito fundamental en la configuración del imaginario vasco predominante hasta nuestros días.

En este contexto, la Pelota pudo constituir un ritual esencial en el fortalecimiento de una comunidad cuyos vínculos empezaban a fundarse sobre una concepción nueva del mundo, concepción que no necesariamente era reflejo de una realidad social pero que la propia práctica, entre otras prácticas y discursos, fomentaba, contribuyendo quizás con el tiempo a su materialización. La época que se supera en el siglo XVI es una época marcada por las guerras de banderías: luchas esencialmente agónicas entre bandos simétricos, de estructura análoga y fuerza pareja. La Pelota constituye, en un nivel de representación, un argumento equivalente a las mismas, algo que no implica que éstas la engendraran. En los territorios vascos se conocían los juegos de pelota mucho antes de que se produjeran las luchas banderizas. Habían sido habituales en gran parte de Europa durante el medievo y quizás antes, siendo sus reglas de ejecución similares a las que revelan los primeros documentos sobre Pelota en Euskal Herria y que todavía imperan en los juegos a largo, el laxoa o guante y el rebote: puntuación por juegos de cuatro quinces y sistema de chazas o rayas, además del intercambio alternativo de la pelota con la mano o una herramienta asida a ella. Sin embargo, su popularización necesitó de la pacificación y sobre todo del desarrollo de las villas, que se nutren en gran parte de los sectores marginados del sistema linajero de nobleza rural y de un gran número de extranjeros (Caro Baroja, 1974: 41). La Pelota constituía ya no sólo una forma de representación y superación de un conflicto patente, histórico, sino también y fundamentalmente una efectiva práctica de socialidad, que planteaba además en el orden simbólico el conflicto latente a toda constitución pública: la división, la herida. 

Tierno Galván ya establece la relación etimológica entre las palabras polis poleo, pelear (Tierno Galván, 1987: 6). No parece necesario recordar aquí las teorías que establecen como el origen de la polis el linchamiento sagrado, el sacrificio del tirano, de la serpiente, o del macho cabrío, tragos, sacrificios que pueden representarse también como luchas primigenias, tragedias, entre iguales, entre hermanos. 

 

“la violencia instauradora, a la vez fuerza destructiva y ocasión de una reforma creadora, no es violencia intersocial, memoria de guerras intertribales (...). La violencia, simbolizada como violencia entre parientes, entre hermanos, entre gemelos, responde a una violencia intrasocial, es decir intestina: ella es la imagen misma que circula en la sociedad endogámica, en el espacio cerrado de la villa. Esta violencia entre iguales y no entre el mismo y lo otro inscribe entonces en la memoria de la ciudad a la vez el reconocimiento de un peligro primordial que mina la socialidad de la ciudad y su exorcización ritual por la intermediación que el nuevo orden que la ciudad se reserva para sí misma” (Wunenburger, 2000: 23).

 

En su estudio sobre las sociedades occidentales de finales de la Edad Media, Heers opina que la fiesta deportiva parece ser una transferencia de los conflictos armados, una compesanción a la ausencia de guerras. “En la vida de la ciudad, añade, la paz entre facciones suscita competiciones de otro orden” (Heers, 1982: 79). 

Muchos han sido los autores que han destacado esta capacidad del ritual para actuar sobre la realidad, para performarla, como en la famosa cura shamánica que narra LeviStrauss y en la que no es sólo el efecto traumático el que produce la cura, sino “la capacidad que poseen ciertos acontecimientos que surgen en un contexto psicológico, histórico y social apropiado, de inducir una cristalización afectiva que tiene lugar en el molde de una estructura preexistente” (Levi-Strauss, 1968: 183).

Sobre este principio performativo, que para Bourdieu consiste en “poder actuar sobre lo real actuando sobre la representación de lo real” (Bourdieu, 1985: 80), se sostiene también la teoría de los dramas sociales de Turner. Para Turner, la unidad y continuidad grupal, del mismo modo que la armonía física o psíquica de la persona, sufre fisuras y desgarrones que pueden dañarla seriamente. En dichos momentos de crisis se plantean aspectos fundamentales para la sociedad que los sufre y se ponen en marcha mecanismos de defensa, lo que Turner denomina “acciones reparadoras”, acciones públicas de reconstrucción de la unidad. Del mismo modo que el chamán recapitula una narración mítica donde reubicar el mal de la enferma, la sociedad crea contextos de representación donde alojar el conflicto y poder así afrontarlo, manipularlo y trascenderlo. Son lo que de modo genérico denominamos “rituales”.

Aunque no se pretenda aseverar la autenticidad histórica de la Pelota como “acción reparadora” del drama social bajomedieval, al que Caro Baroja se refiere como “la terrible escisión en dos bandos, que destruyen las energías del país en gran parte, durante los siglos XIV y XV” (Caro Baroja, 1974: 31), sino más bien su condición de ritual en lo que tiene de disipador de conflictos, de forjador de vínculos y de transmisor de narrativas culturales, hay una coincidencia que, aunque, repetimos, no demuestra la vinculación histórica, clarifica la génesis mítica del ritual: los colores que servían de distintivo a los bandos medievales coinciden con los utilizados hoy en el dominio deportivo, algo que ocurre también en otras culturas europeas. 

En la Toscana, cuenta Heers, todavía en 1926, las ciudades se dividían en negras y blancas, división que derivaba de la rivalidad entre las facciones medievales y que era fuertemente emulada en las fiestas. Ofrece además este autor un ejemplo análogo sobre la transferencia de esquemas de la esfera política a la deportiva, esta vez sacada de un artículo de Marecq sobre la Constantinopla bizantina. Allí, las facciones divididas que ostentaban el poder tanto administrativa como militarmente se convierten a finales de la Edad Media en equipos organizadores de los grandes juegos de hipódromo, enfrentándose en las carreras de caballos. Estas facciones, luego equipos antagónicos, se identificaban por dos colores: verdes y azules. 

En Euskal Herria los colores que utilizan los pelotaris para diferenciarse en el frontón también coinciden con los que han marcado la historia de los grandes antagonismos vascos: el rojo y el azul. Ya los bandos oñacinos y gamboínos se identificaban con estos colores, predominantes en sus escudos. Curiosamente en Iparralde, donde los bandos antagónicos medievales se constituyeron alrededor de los linajes de Urtubia y Saint Pée, blancos y rojos respectivamente, son estos colores, y no el azul y el rojo, los que se utilizan hoy para distinguir a los pelotaris. Además, estos bandos, exactamente como ocurre en Pelota, se distinguían por las fajas o gerrikos, siendo denominados respectivamente sabeltxuriak sabelgorriak (Aralar, 1949: 22)es decir, tripas blancas y tripas coloradas, dependiendo del color exhibido en el ceñidor. 

Jean Giraudoux interpreta el juego como imitación de aquello que la sociedad nos obliga a abandonar, postulando que los juegos son algo así como “supervivencias incomprendidas de un estadio caduco” (Caillois, 1994: 109). Con el tiempo pierden todo contenido arqueológico y la génesis se vuelve a primera vista irreconocible en su forma actual, tal y como expresa la sentencia de Girard que abre el artículo.

Ha sido precisamente René Girard quien ha defendido en su máxima radicalidad la tesis de los rituales como disipadores de conflictos: en los momentos en los que no se ritualiza la violencia, ésta aflora irremediablemente en el seno de la comunidad, produciéndose lo que él denomina una “crisis sacrificial”. 

Cuando esto ocurre, cuando las normas o los valores sociales pierden su vigencia, y se buscan nuevas salidas, acciones reparadoras inéditas, éstas suelen ir acompañadas de un cambio en los pilares ideológicos que sustentan la comunidad. Se produce entonces una fundación, lo que Gadamer define como “un acto original de introducción de un signo o de un símbolo” (Gadamer, 1984: 206), una consagración de significado que puede provocar transformaciones en la cosmología, en el conjunto y la articulación de los símbolos culturales. 

A finales de la Baja Edad Media empieza a forjarse una conciencia identitaria que trasciende la división banderiza. Aralar, en lo que constituye un ejemplo claro de mito historizado, la concreta entre 1471 y 1476, los cinco años que separan la legendaria victoria de Murguía (Aralar, 1949), en la que los bandos rivales se unen para luchar contra Pedro de Velasco, Conde de Haro, quien quería conculcar las leyes tradicionales y hacerse con el poder en Bizkaia con el beneplácito de Enrique IV, y la invasión francesa de Luis XI, contra la que luchan vascos de uno y otro signo: “En esta lucha descubrimos ya la categoría que había cobrado Euskadi[3] como entidad política internacional, prueba indudable de la consistencia progresiva que el concepto y estima de su propio valer iba obteniendo” (Aralar, 1949: 206). La victoria de Munguía, es para Aralar, “la primera vez (...) que los vascos luchaban unidos, como pueblo, en pro de su libertad nacional” y “aumentó en el país la conciencia de su personalidad” (Aralar, 1949: 192). 

Legendaria o no, lo cierto es que a finales del XV y durante el siglo XVI es cuando se desarrolla el sistema foral, ya existente, y da sus primeros pasos el sistema socioeconómico que se consolidará en el siglo XIX y el complejo simbólico que consideramos hoy propiamente “vasco”. Es el momento en que las Hermandades, auténticas policias formadas en gran parte por sacerdotes y gentes marginadas del sistema de solidaridad agnática medieval, establecen el control sobre la violencia y configuran instituciones tales como las juntas generales y las diputaciones. La incipiente idea de estado que ya se vislumbra en esta ordenación política pudo implicar el comienzo de una toma de conciencia transbanderiza, nacional, que se sustenta en una lógica territorial de la adscripción identitaria. No es de extrañar que la pelota en ese momento empezara a extenderse por todo el cuerpo social y a practicarse en los centros neurálgicos de los pueblos y villas, adquiriendo con el tiempo la categoría de deporte nacional de los vascos. El juego, que no hacía sino representar un esquema agónico, de enfrentamiento entre dos partes iguales, posibilitaba el fortalecimiento de amplias redes de socialidad entre los hombres, quienes participaban, tomando postura,[4] de una pasión que compartían.  

Esta cuestión nos introduce ya en el segundo de los argumentos que nos lleva a defender la importancia de la pelota en la constitución y mantenimiento de la conciencia colectiva de los vascos: la propia estructura del ritual y su concreción espacial.

La pelota es una representación del agon, una competición que se sostiene precisamente en la lucha entre dos oponentes en una situación ideal de igualdad. Sin necesidad de referirnos a la etimología griega, nosotros mismos denominamos unas veces partido otras encuentro a la concreción espacio-temporal de los deportes esencialmente agónicos, a pesar de que en Pelota la palabra “encuentro” no se utilice a menudo. Lucha y reunión, el agon no es más que el contexto en el que se encuentran y dirimen las fuerzas en conflicto, siendo el agora su concreción física, el agon hecho lugar.

El término que en euskera más se acerca a la significación del agon es joko. El joko es el juego competitivo, esencialmente disyuntivo.[5] En él se sostiene la lógica de un partido de pelota, acontecimiento en el que se enfrentan dos protagonistas —individualmente o por parejas— desde un estado de rescisión que se concreta simbólicamente en la blancura de su propia indumentaria. En ella se advierte también, por medio de la distinción de colores marcada en el gerriko o faja, hoy por cuestiones televisivas también en la camiseta, la escisión —o azul o colorado— de la totalidad que implica el partido.Con base a esta distinción, que coincide con aquella que utilizaban los bandos para diferenciarse y que exhibían de igual modo que los pelotaris en el ceñidor, el público toma postura en el acontecimiento.

En Grecia, el agon consistía sobre todo en el enfrentamiento público entre dos personajes que se intercambiaban breves turnos de palabra. En esto, denominado stykomythia, es decir, en “el intercambio rítmico de insultos y de acusaciones que constituye el equivalente de los golpes alternados que se asestan los dos adversarios en el duelo” (Girard, 1998: 157), consiste el agon, lo que se traduce como lucha o competición. En igualdad de condiciones, dos personajes se enfrentaban ante un público que se constituía en representación de la gran autoridad de aquel sistema democrático.

Aunque con el tiempo la tragedia se emplazara en un escenario propio, —el teatro— inicialmente la representación tenía lugar en el agora, centro neurálgico de la ciudad y lugar de reunión de la asamblea de notables. El agora era la concreción física de la polis, de esa comunidad que ya no se sustenta en parentelas sino en acuerdos políticos, siendo el agon la escenificación de la divergencia que encuentra en el agora su desenlace. 

Los orígenes de la Pelota son como se ha dicho profundamente urbanos, aunque se practicara también en las anteiglesias que constituían el centro del valle, modo ancestral de organización del territorio. Esta fiesta agonal necesitó no obstante del desarrollo de las villas para florecer. A ellas parece vinculada la Pelota, otra representación del agon, un ritual que escenifica y trasciende un conflicto, un peligro latente en cualquier sociedad y que se convierte en el mayor temor de la configuración urbana: la escisión. Pero, del mismo modo que la tragedia ocupó un espacio propio —el teatro— una vez que los poderes civiles se diversificaron, ubicada anteriormente en el agora o núcleo de la polis, la Pelota se establece en un lugar autónomo —el juego de pelota, luego frontón— a finales del siglo XVIII. 

La Pelota nace en el equivalente medieval del agora griega: el atrio o pórtico de las iglesias, lugar de celebración de las reuniones comunitarias y de la toma de decisiones, según Fossier. Ese espacio se denominaba, y todavía se denomina en algunos pueblos como Lizartza, zimitorio, por ser lugar de enterramiento. Famoso era el de Santiago en Bilbao, de donde se extendió el juego a la calle de la Pelota. Sobre la tumba de los antepasados, se reunía el concejo para la toma de decisiones políticas. En ese mismo lugar, se escenificaba un partido de pelota, que no es más que la división de la unidad que la propia plaza simboliza. Entre las dos partes se establece el diálogo. En Grecia, por medio de palabras. En Euskal Herria, por medio de pelotas. El instrumento cambia, el objetivo es el mismo: tantearse, conocer al otro y conocerse a sí mismo. 

La plaza, como el agora griega, escenifica las luchas agónicas, los grandes enfrentamientos, manteniéndolos bajo el control de la representación. Los remedia, representándolos. La plaza promulga la unidad de la comunidad por encima de la polaridad trágica. Asume el conflicto, lo acoge desde la imparcialidad, y le impone su particular soberanía: la autoridad.

 

“Los juegos de estadio inventan y ofrecen como ejemplo una rivalidad limitada,

reglamentada especializada. Despojada de todo sentimiento de odio y de rencor personales, esa nueva especie de emulación inaugura una escuela de lealtad y de generosidad. Al mismo tiempo, difunde el hábito y el respeto del arbitraje. Su papel civilizador se ha señalado repetidas veces. A decir verdad, los juegos solemnes aparecen en casi todas las grandes civilizaciones. Los juegos de pelota de los aztecas constituyen fiestas rituales, a las cuales asisten el soberano y su corte. En China, los concursos de tiro al arco habilitan y preparan a los nobles, aunque menos por los resultados que por la manera correcta de disparar la flecha o de reconfortar al adversario sin suerte. En el Occidente cristiano, los torneos cumplen la misma función: enseñan que el ideal no es la victoria contra quienquiera que sea por el medio que sea, sino la proeza ganada en igualdad de oportunidades contra un concursante a quien se estima y se ayuda de ser necesario, valiéndose sólo de medios permitidos por haberse fijado de antemano, en un lugar yen un tiempo determinados” (Caillois, 1994: 181).

 

El papel civilizador que Caillois atribuye a los juegos solemnes ya fue destacado por Huizinga: “el espectáculo sagrado y la fiesta agonal son las dos formas universales en las que la cultura surge dentro del juego y como juego” (Huizinga, 1998: 66). 

La Pelota y el frontón constituyen respectivamente la concreción ritual y monumental de un mito no formulado de fundación comunitaria, entendiendo el mito no en un sentido meramente explicativo sino en un sentido práctico de ser soporte para la instalación y orientación ante las cosas, cuya función no es otra que “mantener y conservar una cultura contra la desintegración y la destrucción” (Garcia Pelayo, 1981: 19). La Pelota es una narración hecha acción, formalizada en actos expresivos que recrean el proceso por el cual, desde un estadio de lucha, se constituye la pretendida unidad originaria, una unidad que sólo el intercambio alternativo de la pelota realiza y que sólo el cuerpo de espectadores completa. 

Eugenio Trías destaca la coincidencia de la raíz de templo tem con la del verbo temnein, “cortar”. Según este autor, el templo no sería sino una demarcación, un “recorte mediante el cual se deslinda un espacio despejado al que se asigna carácter sagrado” (Trías, 2000: 14). De ello colige que el verbo “contemplar”, cum-templare, referiría a producir un recorte, una demarcación (Trías, 2000: 16),[6] de modo que se delimita y abstrae del entorno lo que interesa, para establecer un enlace con ello, para afectar y ser afectado por lo contemplado. 

El propio hecho de contemplar en grupo ya establece en su propia configuración física un recorte. Los cuerpos, orientados por la mirada hacia el objeto de contemplación, constituyen una demarcación primera. Dan la espalda a la ciudad, como diría Cannetti, y crean un centro, un interior, en el que se encuentran directamente implicados. Nace entonces un vínculo esencial entre lo contemplado y los espectadores, pues son sus propios cuerpos los que le otorgan un lugar. Si ese vínculo se afianza y el espectador retorna periódicamente a con-templar lo contemplado, lo por él mismo emplazado, es que encuentra en ello algo que le conmueve, algo en lo que se reconoce. 

Desde este inquebrantable vínculo entre el espectador y lo contemplado hay que entender a Gadamer cuando afirma que “el juego representativo es el que habla al espectador en virtud de su representación, de manera que el espectador forma parte de él pese a toda distancia de su estar enfrente” (Gadamer, 1984: 160). Este sentimiento originario de participación en el acontecimiento puede denominarse sensus communis, un sentido común que funda comunidad y que constituye también un fundamento esencial de la capacidad de juicio, ya que compone de hecho el principio de autoridad más eficiente de cuantos existen, puesto que nace de la conciencia de cada uno de los que lo comparten.

Emile Durkheim ya defendió la moralidad como resultante de la participación afectiva en cierta idea de comunidad. Este autor, como apunta Archetti, “no acepta la definición racional del deber, por la que un respeto utilitario por las sanciones es suficiente como base del compromiso moral. La moralidad requiere de compasión, fervor y cierto sentido del vínculo” (Archetti, 1997: 100). En los momentos de efervescencia, de plena participación, de común unión, es cuando de manera más efectiva se incorporan o ratifican aquellos valores que el grupo considera sustancia de su constitución. En este sentido defiende Turner que el ritual “ennoblece las pasiones y carga de emoción los referentes normativos” (Turner, 1984: 55), algo que Albert Camus proclama al atestiguar que “lo que en definitiva se más cierto sobre la moral y las obligaciones de los hombres, al fútbol se lo debo” (Meynaud, 1972: 230). 

Los rituales no son sino dramatizaciones, performances, experiencias que dotan de emociones y significados el propio transcurrir vital del sujeto y de la comunidad. Por eso, las posturas que en ellos se adoptan están cargadas de significación, se utilizan como ejemplos moralizantes, como metáforas esclarecedoras del modo en que se ordenan los diferentes comportamientos. 

En el modo de golpear la pelota se descubre el estilo del pelotari, un estilo que se cree denota su proceder. Asimismo la manera de apostar refiere el talante del apostador y la forma de apreciar el juego el carácter del público. El propio idioma recoge esta confluencia entre el modo de juego y la moralidad y vincula indefectiblemente la técnica, el

“procedimiento de juego” (jokabide), con el comportamiento (jokabide). La jokaera, literalmente “manera de jugar”, con la conducta y la joera, “manera de golpear, de dirigirse”, con la tendecia o inclinación. 

La manera de jugar del pelotari, su jokaera, se descubre en los desplazamientos por la cancha, en el encuentro con la pelota, en su capacidad de sorpresa, de engaño, en sus reacciones ante los momentos de presión, etcétera. El modo en que el cuerpo de los aficionados se conmueve frente a las distintas actuaciones del pelotari ofrece una clave esencial de comprensión de aquello que el público celebra y de aquello que desprecia. Comparando los reflejos de la grada con la iconografía del fenómeno es posible descubrir además los ajustes y desajustes entre lo que los aficionados valoran y lo que ha sido idealizado, entre el arquetipo que la pelota celebra y lo que en su interior se ovaciona, algo que no concuerda necesariamente.

Predominan en la pelota dos poderes proto-agonistas: la fuerza y la astucia, poderes alegóricamente vinculados a diferentes categorías de personas —diestros y zurdos, hombres y mujeres—  y constituidos en ejemplos de saber moral. La fuerza franca y sólida, abierta y sin dobleces, y la fuerza de la astucia, el cálculo y la rapidez, como las denominó Unamuno, aunque valoradas por igual para el juego, remiten a estilos jerarquizados. Mientras que el poder de la fuerza se revela como paradigma de la nobleza, a la astucia siempre le persigue cierta sospecha de impureza moral, de utilizar la argucia, el enredo, la trampa, para hacerse con el triunfo, para cazar al otro, para descubrirlo e incorporarlo. Por eso en la iconografía del pelotari, es el león el que se convierte en modelo ejemplarizante, a pesar de que el grado en que se es pelotari depende de la capacidad para desarrollar el arte de la trampa. 

Decir que alguien “es muy pelotari” significa que tiene un gran dominio de la cancha y una técnica depurada para llevar la pelota donde quiere. Pero sobre todo equivale a decir que es capaz de idear jugadas inesperadas, mágicas, que es un “artista”. Que es, como dijo Ezkurra del joven Martínez de Irujo, “imaginativo hasta la temeridad”.

 El arquetípico cultural de pelotari, el león, el fuerte, comparte por tanto protagonismo dentro de la cancha con un prototipo que es para el aficionado “más pelotari” que el anterior. Encontramos así un desajuste evidente entre el ideal que contiene la figura del pelotari y lo que se deduce de su práctica. Esta supuesta contradicción se repite en referencia a otros elementos, algo que no revela sino la tensión necesaria y culturalmente fecunda entre los ideales prototípicos y los contratipos ideales.

La pelota, en conclusión, pone en circulación significados culturales fundamentales. Expresa una concepción del mundo en base a la cual se ordenan unos comportamientos prototípicos y la concreta en sus símbolos fundamentales. Su efectividad en tanto que aglutinante comunitario procede, sin embargo, del estado de emotividad, de ese retorno a la candidez, de ese hacerse como niños que el propio juego favorece y que mantiene el poder de convocatoria a pesar de las apropiaciones, los cambios o las renovaciones que sufran las narrativas a ella concernientes.

Tanto el juego como el ritual, como “fenómenos sociales totales” que son, constituyen de hecho un orden integral, propio y autónomo de otras esferas de la vida social. Esta característica definitoria, que implica tanto el abandono del orden cotidiano como en cierto modo lo ya planteado por Gadamer: el de uno mismo a la propia tarea y espíritu del juego; es lo que hace efectivo al ritual, lo que le hace permanecer más allá de los cambios que en su seno se producen. El reino de la pura posibilidad que se abre en ellos es lo que les procura efectividad y lo que asegura su continuidad más allá de las transformaciones que sufre la sociedad en la que se enmarcan. 

Desde el siglo XVI hasta nuestros días, la sociedad vasca se ha transformado profundamente. Lo que sienten los aficionados ante un partido sensacional, apenas nada. La formalización de la pelota ha cambiado. Su esencia no. Se han incorporado nuevos materiales, han aparecido nuevas modalidades, las plazas y frontones han variado, pero el juego es esencialmente el mismo: dos equipos, parejas o pelotaris se intercambian alternativamente una pelota dentro de unos límites prefijados hasta que uno falle. Y es precisamente de esa posibilidad abierta en el juego, de esa siempre nueva contingencia, de donde en determinados momentos mana la eterna actualidad, la magia del acontecimiento, que es precisamente lo que nunca ha cambiado y lo que nunca cambiará. 

En cualquier momento, entre esos pelotaris, esa pelota y ese frontón puede surgir la magia, ese momento de belleza incontenible, de armonía constituyente en la que se siente que uno está participando de algo por entero. No siempre se produce, más bien en contadas ocasiones, pero cuando ocurre, cuando el público se conmueve, se cumple aquello por lo que ha acudido al frontón. El entusiasmo ante ese sentimiento de comprensión total, de sentido pleno, es algo tan fuerte, tan real y liberador que no se puede sino retornar al frontón para sentirlo de nuevo.

La pelota es un acontecimiento cuya efectividad radica en definitiva en que es capaz de absorber por completo a aquellos que en torno a ella se reúnen. El planteamiento agónico se ha revelado como sumamente poderoso para conseguirlo. Sin comprensión estética del procedimiento de la lucha, sin embargo, la afectividad precariamente fluiría por la grada.

La comprensión estética es por tanto precepto del sentimiento de participación en algo que trasciende con mucho los contornos del sí mismo pero del que es difícil sustraerse puesto que pertenece radicalmente a uno. Compone ese ser sentido con otros, ese sensus communis que emana de las fuentes más profundas de entendimiento, de los sentidos, y que es resultado de un sentimiento de incardinación en un orden, en un modo concreto de entender el mundo y de dirigirse en él, que se comparte con otros y que el ritual en determinadas ocasiones hace real en cada uno de los corazones de los participantes, llegando a disolverlos en un palpitar común.

La pelota compone por ello un núcleo activador de sentidos a pesar de los cambios y fisuras que soporta en su seno y el hecho de que sea posible identificar una concepción del mundo dentro del fenómeno estudiado, no quiere decir que la pelota constituya un conjunto armónico. Los sentidos que en ella se construyen difieren dependiendo de muchas variables, entre ellos la propia posición del sujeto en el entramado mismo. En todas las épocas se constata una sensación de pérdida y corrupción del juego, que encuentra en el pasado su expresión idealizada y mira al futuro con preocupación. En todo momento se advierten disconformidades y polémicas: pelotas que no convencen, acusaciones de tongo, público defraudado. Sin embargo, el juego tarde o temprano produce ese momento, ese ‘instante eterno’ que hace que todo se conjugue en una totalidad que deviene real y que se actualiza en cada uno de los cuerpos conmocionados. Acontece entonces la comunión. La lucha logra su objetivo; resolverse, retornar a la unidad de donde ha partido; y los significados culturales se refundan dentro de la coyuntura presente, posibilitando el cambio dentro de la permanencia. La pelota cumple aquí su esencia performativa, y se constituye en una experiencia constituyente del ser comunitario, que no perderá su eficacia mientras se juegue (jokatu) y mientras los aficionados sigan siendo por ella con-jugados (jokatuta).

 

 
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Notas

[1] La Federación Internacional de Pelota Vasca se funda en Buenos Aires en 1926.

[2] Ésta es la tesis fundamental de la monografía “Pelota vasca: un ritual, una estética” que será publicada en breve y que ha constituido con ciertas modificaciones el texto doctoral de Olatz González, dirigido por Jesús Arpal y Josetxu Martínez, y que fue defendido en octubre de 2004 en el Departamento de Sociología 2 de la Universidad del País Vasco.

[3] Esta denominación no existía en el momento al que se refiere Aralar, ya que es un término que acuña Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco, a finales del siglo XIX.

[4] Con postura nos referimos tanto a la preferencia del espectador por una de las partes, como a la apuesta que suele acompañarla.

[5] Joko también significa “conjugación”, con lo que se equipara a la significación del agon.

[6] La cursiva es suya.