IXTLAMATKI VERSUS NAHUALLI.
CHAMANISMO, NAHUALISMO Y BRUJERÍA
EN LA SIERRA NEGRA DE PUEBLA
RESUMEN:
Las características de ixtlamatki y nahualli, como agentes del bien y del mal en el imaginario de los nahuas de Tlacotepec de Díaz, Puebla, constituyen el punto de partida de la reflexión sobre las relaciones que privan entre el chamanismo, el nahualismo y la brujería, como parte del sistema simbólico-mágico-religioso implicado en la trama de la vida y la muerte. El caso de los nahuas de la Sierra Negra nos permite establecer un conjunto de homologías y diferencias entre estas tres grandes categorías y distinguir los rasgos que podrían guiar el estudio de las mismas en otros contextos culturales.
PALABRAS CLAVE: chamanismo, nahualismo, brujería, especialistas rituales.
ABSTRACT:
The characteristics of ixtlamatki and nahualli, as agents of good and evil in the imaginary of the Nahua people from Tlacotepc de Díaz, Puebla, constitute the starting point for reflecting upon the relationships between shamanism, nahualism and witchcraft as part of the symbolic-magic-religious system in the web of life and death. The case of the Nahuas from the Sierra Negra allows us to establish a set of similarities and differences between these three major categories and to distinguish the features that can potentially guide their study in other cultural contexts.
KEY WORDS: shamanism, nahualism, witchcraft, ritual specialists.
Muchas cosas han cambiado en la vida de los nahuas de Tlacotepec de Porfirio
Díaz, pueblo enclavado en la Sierra Negra, al sureste del estado de Puebla. Sin embargo,
algo —que pertenece a un pasado lejano y representa sin lugar a duda un ejemplo
de cómo la herencia mesoamericana ha adquirido nuevos significados a lo largo de los
siglos— aún pervive en el imaginario colectivo, el nahualli, personaje
fantasmagórico que continúa amenazando la salud y la vida de la gente, acechando en los
sueños y en la vida real, en este y en el «otro mundo», enviando animales
terroríficos o presentándose ante sus víctimas en forma de animal, siempre con un
mismo fin: capturar o devorar a su tonal o dañarlo por medio de sus poderes
maléficos.
El tonal es el principio vital que le infunde vida a la persona, uno y múltiple a la
vez; se manifiesta a través del latido de la sangre en matlactli ivan ome
totlalnamikilis, nuestros doce sentidos.1
Ubicados en doce puntos que trazan por su ubicación la silueta del cuerpo humano: coronilla,
nuca, cuello, ombligo, coyuntura de antebrazos y muñecas, y de corvas y tobillos; es, asimismo,
el alter ego que abandona por la noche al durmiente para vagar en el otro mundo; y es el que «se
queda» en la tierra, en el agua o en el fuego, cuando alguien sufre un espanto. También se
nombra sitlal, estrella, y chicabalis, fuerza; todos representan la fuerza y vitalidad
de la persona: «Nosotros no valemos nada sin nuestro tonal, si nuestro espíritu lo
atacan —sostiene don Mario, ixtlamatki de Tlacotepec— nosotros podemos ir en cinco
minutos al panteón, nos morimos. El espíritu es el que nos hace vivir».
Desde que Alfredo López Austin (1984) evidenció que los antiguos nahuas
concebían al individuo conformado por una materia pesada y otra ligera, es decir, por un cuerpo
material y tres entidades anímicas: teyolía, tonalli e ihiyotl,
muchos investigadores (Alvarado 2004, Ariel de Vidas 2003, Fagetti 1998, Hirose 2008, Ichon 1990, Islas
2008, Olavarría et al. 2009, Page 2005, Romero 2006a, Signorini y Lupo 1989, Tornéz 2008,
Villanueva 2007) hemos encontrado en el pensamiento indígena tradicional la idea de que la
persona posee un principio vital, considerado como un soplo, un hálito, una fuerza y
energía, que lo anima y le infunde vida, que ocupa cada porción del cuerpo físico y
al mismo tiempo se concentra en algunos puntos: el corazón, la cabeza, las coyunturas. Es uno y
múltiple a la vez, puesto que como un todo o como parte puede separarse de él. Es ubicuo
porque puede estar unido al cuerpo y al mismo tiempo estar fuera de él, por lo cual
también es divisible y relativamente autónomo, pues aprovecha la noche para salir
—notonal quiza, nuestro tonal sale— y entrar del cuerpo dormido, dando
lugar a las experiencias oníricas, y lo abandona repentinamente debido a un susto. Su salida
definitiva produce la muerte del cuerpo físico y el inicio de la existencia post mórtem
del individuo como entidad desencarnada, a la cual le corresponde continuar viviendo «su otra
vida» en el «otro mundo».
Entre los nahuas de Tlacotepec, la concepción del tonal como alter ego del individuo,
como ente incorpóreo, sutil e invisible, y fuerza vital esparcida en todo el cuerpo, es de gran
importancia para comprender la noción de persona, el sistema simbólico que remite a la
enfermedad y la muerte y, por consiguiente, la labor del ixtlamatki, «el que conoce y
sabe»2, como agente del bien, y del nahualli, agente del
mal. Si bien los datos etnográficos describen un marcado e incuestionable antagonismo entre uno y
otro, al parecer algunas personas pueden desempeñar ambos papeles según las
circunstancias, es decir, como curandero y adivino —si el que solicita sus servicios está
enfermo o necesita saber algo que desconoce—, y como hacedor del mal, cuando le piden que procure
un daño a otros o cuando obra por su propia cuenta. En este caso se dirá de la persona:
«sabe de los dos: bueno y malo».
No he tenido la suerte de conversar con alguien que se asuma como nahualli y reconozca por
tanto que su actividad pueda tener como fin dañar al próximo, sin embargo, sobre una
anciana ixtlamatki con quien trabajé y cuyo testimonio de vida se encuentra en el libro
Los que saben, doña Carmen, pesa la acusación, llevada inclusive ante las
autoridades municipales, de haber procurado la muerte de un muchacho por medio de brujería. En
cuanto a don Mario, otro informante, más joven y con menos años de experiencia, puedo
afirmar que su reputación como ixtlamatki es mucho menos cuestionada.3
El hecho de que una misma persona pueda fungir como bienhechor o malhechor no impide
que la lógica simbólica aluda a un abierto antagonismo entre ambos personajes:
ixtlamatki y nahualli. De hecho, su caracterización remite a un conjunto de
oposiciones: los poderes de ambos provienen del don, es decir, son personas predestinadas que nacen con
la «ropita blanca o negra». El niño que tiene «un don bueno», tiene
itzucoto, su ropita, el velo, o icuatzaca, el gorrito, blancos; es decir, el amnios
que recubre el cuerpo o la cabeza del recién nacido. La partera debe dejárselo porque lo
irá a esconder en un lugar que sólo ella conoce. Doña Casilda le narró a
Laura Romero (2003: 89) que la partera que atendió a su madre en el parto le quitó la
«ropita»: «esto lo hacen las parteras ―envidiosas‖ con el fin de evitar
que el pequeño, al crecer, desarrolle sus facultades y ―le tumbe la chamba‖».
Por el contrario, doña Teresa, tlamatki entrevistada por Elizabeth Mateos, pudo
conservar su envoltura preciosa. Este es el relato de su nacimiento:
Bien bordadito y blanco tenía el velo, como una calabacita estaba, la tela era blanca como un
papel. Entonces alguien vino a preguntarle a mi mamá: «A ver, ¿dónde
está tu bebé? ¡Enséñamelo!». Y le dijo: «No, no
tengo mi bebé, se murió». Mi mamá me guardó con todo y tela en unos
cartones, y me tapó con una ropa, mi papá ya sabía que yo traía el don. No
ocupé la leche, nada más así estaba, hasta que pasó un mes, escucharon
ruido, estaba yo chillando y fueron a ver, pues yo ya había nacido.
Otra señal inconfundible del iixtlamachillis, su don de conocer las cosas, es la salida
durante la noche del niño o la niña en gestación, mientras la madre duerme, como
refieren Valentina Glockner (2003) y Laura Romero (2003 y 2006b). En sus andanzas por el cerro, donde se
encuentra con otros espíritus, tanto de niños como de ixtlamatke experimentados
que le enseñan su futuro trabajo, debe cuidarse de los encuentros con los nahualme, que
constituyen una amenaza constante para su tonal todavía débil e
inexperto.
Jesús, actualmente de cuatro años de edad, nació con la «ropita» en el
hospital, su madre lo dedujo de un comentario del médico y el enfermero que la atendieron, pero
se desechó la ropita con la placenta. Por ello y otros indicios, como la salida de una luz del
vientre materno en la noche —percibida por la hermana y la madre de la embarazada— y un
sueño en que la Virgen María le hizo entrega a la futura madre de un anillo reluciente
—símbolo del don—, la familia opina que el niño es un futuro
ixtlamatki, como su abuelo Mario.
Por el contrario, los niños y las niñas que serán nahualme nacen con la
«ropita negra»4, algunos también permanecen ocultos
hasta que la esconden en el cerro. El niño que «trae un don malo» —explica
doña Carmen— tendrá la capacidad de volverse animal: rana, tortuga, ardilla,
búho, zopilote, perro, víbora y tecuani, tigrillo, «el jefe de
todos». El nahual se define como yolchichik, de corazón amargo (Fagetti 2003: 66,
72; cfr. Romero 2006b: 61), se dice que iyollo amo cualli, su corazón no es bueno, su
don es el negro y está para dañar a la gente, mientras que ixtlamatki posee un
corazón fuerte, yolchicavac, y sabe curar porque tiene un don bueno. El corazón,
yollo, es más que un órgano vital, determina la naturaleza misma del individuo, y
de acuerdo con su condición genera sentimientos y pensamientos, influye en su carácter,
sus preferencias e inclinaciones, como afirma Alfredo López Austin (1984) al analizar las
concepciones sobre la persona de los antiguos nahuas.
Por otra parte, el color blanco o negro de la «ropita» denota la naturaleza
intrínseca del niño o la niña que nace destinado a ayudar a la gente o a
perjudicarla porque tanto uno como otro, según don Mario, vits okse tlamantle, vino de
otra forma o cosa; lo que significa que la persona posee «otra» condición, diferente
del común de la gente, porque «trajo un don».
La relación que priva entre ixtlamaki y nahualli es de abierta rivalidad, la
cual se manifiesta repetidamente en los ataques perpetrados por los nahualme contra, por
ejemplo, niños y niñas futuros curanderos, tanto durante la gestación como
después del nacimiento y durante la primera infancia, por lo cual deben ser protegidos con un
rito especial en el que se limpia al niño con varios huevos que se entierran en la casa y a su
alrededor. Laura Romero presenció un rito —conocido como xochitlalli— que un
ixtlamatki celebró para un muchacho de catorce años como aceptación del
don y al mismo tiempo para protegerlo hasta el momento en que comenzara a curar (2006b).
El nahual «agarra el espíritu del niño», porque es predador por naturaleza; de
hecho, nahualli es aquel que «te come»: mitznavalcuas. Los niños
que serán en un futuro ixtlamatke son continuamente agredidos por los nahuales, quienes
les tienen envidia y tratan —atacando a su tonal— de evitar que en un futuro sean
quienes, con su don, protejan y auxilien a la gente, contrarrestando así su fuerza y poder
nefastos. Se dice que varios de los niños que nacieron con la «ropita» murieron o
fueron despojados de los poderes conferidos por el don, o inclusive fueron privados de sus facultades
mentales. Me lo han comentado algunas personas, como es el caso de una mujer que perdió a su
hija: «Tuve una niña que se me murió a los diez años. Es que no nació
con la ropita que traía del don, lo quitaron desde que yo estaba embarazada. Cuando nació
no quería mamar y empezó a chillar y a chillar». La niña fue víctima
de algún «envidioso» que la despojó de su «ropita», al nacer
«no estaba bien de sus sentidos» y nunca pudo ir a la escuela; siempre se enfermaba, hasta
que una noche comenzó a tener diarrea y al otro día falleció.
Los nahuales son descritos como depredadores del tonal de sus víctimas (cfr. Gabayet
2006), por ello el animal objeto de su trasfiguración es el tekwani, el tigre, el que
come a la gente (cfr. Pury-Toumi 1997: 97), predador por excelencia, el cual —a pesar de su
probable extinción en las montañas que rodean el pueblo— todavía se aparece
en los sueños y forma parte del ideario nahua. Al nahualli como tekwani se
opone el ixtlamatki bajo la forma de un ave, creando así la oposición animal
terrestre vs. animal celeste. Laura Romero (2006b: 67-69) asevera que, según algunos
ixtlamatke, el tekwani es el animal compañero, itonalikni, tanto del
brujo como del curandero, mientras que otros consideran que sólo puede ser alter ego del primero.
El tigre es peligroso por su ferocidad y su capacidad de desplazarse en la noche, sin embargo, no puede
volar, esto hace a las aves prácticamente invencibles, así a los curanderos como don
Mario, quien se trasforma en paloma, les permite huir de sus adversarios. Desde los seis hasta los
catorce años, este ixtlamaki sufrió las agresiones de unos «hombres
grandes» que arremetían contra él y se convertían en tekwanime,
entonces él, a su vez, para evitar ser precipitado a un pozo, se trasfiguraba en ave y
huía dejando a aquéllos en la tierra.
La facultad de trasfiguración es propia del nahualli; aquí reside una de las
diferencias entre el agente del mal y el ixtlamatki; en efecto, —según don
Mario— únicamente adquiere forma de ave en los sueños, cuando es perseguido por sus
adversarios o cuando sobrevuela los cerros y los alrededores del pueblo, desplazándose por el
otro mundo, que nombra teohcan, cuyo significado, aclara, es precisamente «otra
tierra». Por el contrario, el nahualli no solo se convierte en animal en el otro mundo,
al estar dormido, sino que puede —por medio de la «concentración»—
aparecerse ante su enemigo como una temible serpiente, un búho, un murciélago, un perro, o
rotar sobre sí mismo y adquirir la forma de un chango.
Se ha considerado por muchos antropólogos la facultad de trasformación como una
característica distintiva del nahual. Villa Rojas (1963), Foster (1944), Aguirre Beltrán
(1987), López Austin (1984), Fábregas (1969), entre otros, y Roberto Martínez
(2006a y 2006b) más recientemente, han evidenciado la gran variedad de rasgos que se esconden
bajo este calificativo y los múltiples propósitos para los cuales la trasfiguración
es empleada. La gente de Acuexcomac, pueblo de origen nahua situado al pie de la cordillera del Tentzo,
en el estado de Puebla, me habló de varias clases de nahuales ya desaparecidos: el
«nahualito de agua», que procuraba la lluvia para todas las milpas; el que cuidaba al pueblo
de otros nahuales que intentaban robarse las campanas; la mujer-nahual,
quien —como guajolote— chupaba la sangre de los
niños pequeños, actividad que tiene en común con el nahualli de
Tlacotepec: la apropiación de la fuerza anímica y el espíritu de la víctima
por medio de la succión de la sangre, que ambos comparten con muchos personajes
que hoy —en los pueblos— vuelan en la noche trasformados en bolas de fuego,5 y que sin duda derivan del tlahuipuchtli prehispánico,
el «sahumador luminoso», que era —según las fuentes antiguas consultadas por
López Austin (1967: 93)— un nahual que se convertía en fuego.
Un parecido con este personaje lo tiene el xikovatl. El xikovatl no es un
nahualli,6 sin embargo, es semejante el procedimiento que
ambos siguen para lograr la trasfiguración: cuando la persona —hombre o mujer—
está dormida «su espíritu sale», se vuelve fuego y emprende el vuelo soltando
lumbre, facultad del que nace con el cordón umbilical enredado en el cuello y cruzado sobre el
pecho, «lo que le confiere el poder de volar» (Fagetti 2003: 65-66). El nombre indica que es
una «serpiente de lumbre»: «los hombres —explica doña Carmen— toman
forma de una bola de fuego, ―como un globo‖, y se mueven con rapidez; mientras que las
mujeres se desplazan con los brazos estirados hacia adelante y tienen el cabello largo, por eso van
dejando atrás de sí una estela de fuego, como si fuera la cola de una cometa»
(ibíd., p. 66). Los xikovame son buenos porque cuidan al pueblo de otros
xikovame, que vienen de fuera para hacer perjuicios, como sucedió hace mucho tiempo
cuando se robaron las campanas de la iglesia. Sin embargo, también hay quienes señalan,
como don Mario, que la actividad principal del xikovatl es el hurto: «puede entrar a las
tiendas grandes para traer cosas, para que no falte nada en la casa». A propósito de este
personaje, Romero (2006b: 80) menciona que logra la conversión en bola de fuego sacando de su
vientre las «tripas» y sustituyéndolas por las brasas del fogón, «lo que
explica que ―anden echando chispas cuando vuelan‖».
En Tlacotepec, quizá, los nahuales eran gente poderosa que empleaba sus facultades para castigar
a quienes infringían las reglas de la vida comunitaria. Cuenta un hombre —nieto de una
reconocida nahualli ahora difunta— que antes los nahuales también ejercían
el derecho de pernada: tenían el privilegio de gozar de la virginidad de la novia. Todavía
hoy se sabe de una mujer muy anciana, perteneciente a una ranchería del municipio de Tlacotepec,
temida por nahualli, quien castiga a los vecinos que no la invitan a sus fiestas
causándoles algún daño.
Los nahuales parecen haber perdido la función de vigilantes del orden social y las antiguas
costumbres, ahora estamos más bien frente a un personaje prevalentemente malévolo, que usa
sus poderes para dañar y lo hace de múltiples formas. Como sugiere Roberto Martínez
(2006a), es probable que el nahualli mesoamericano, como el tlamatini, fuera
especialista en la adivinación, la curación, el control meteorológico y la
protección de la comunidad y sus recursos, y que debido a la «diabolización»
del término —impulsada por los evangelizadores— se hayan conservado en muchos pueblos
únicamente los atributos negativos. Al parecer, el nahual es un personaje bivalente, que
podía —según las circunstancias— hacer el bien o el mal, proteger a la
comunidad del robo y del ataque de otros nahuales, así como dañar a sus enemigos y robar
en las casas.
Tlacotepec es un ejemplo de cómo han prevalecido los rasgos negativos en la
caracterización del nahualli, y existen varias expresiones que describen su
acción como tepipina, «te chupa», cuando alguien en la noche bajo la forma
de un murciélago penetra en la casa para chupar la sangre de quienes están dormidos;
mitsnavalkua, que significa «el nahual te come», cuando el nahualli se
apropia del tonal de la víctima y lo devora provocándole una muerte repentina; y
texoxa, traducido «te embruja». La capacidad de «comer el corazón de
la gente» caracterizaba a teyollocuani, mientras que texoxani era «el que
hechiza» o «envía granos a la gente», como sugiere Alfredo López Austin
(1967: 92 y 88). Texoxa puede ser traducido como «embrujar» en un sentido general;
digamos que en el pueblo la gente emplea con frecuencia expresiones en español como «hacer
maldad» y «hacer brujería» para referirse a la acción de procurarle
daño a alguien intencionalmente; pero okixoxke, le pusieron algo…, remite
más precisamente a la acción de introducir algo en el cuerpo de la víctima: una
espina, un pedazo de carne, un hueso, una víbora, una pelota, que paulatinamente comienza a
afectar a la persona y a minar su salud. ¡Y quien puede hacerlo es brujo!, palabra frecuentemente
usada para traducir nahualli.7
En el campo semántico de la brujería y el nahualismo también encontramos
okitlalilihke, le pusieron algo…, que en un contexto discursivo específico alude
irremediablemente a una maldad. En el mismo sentido, omitskavilihke, te lo dejaron…,
significa que el daño se ha colocado en un determinado lugar con la intención de afectar a
una determinada persona. Okinexikolitake se puede traducir como «lo envidiaron con la
vista», o sea, «le echaron ojo». Contiene el vocablo nexikole, tal vez el
más importante en este conjunto de expresiones, pues alude a la envidia; mitsnexikolita
significa «te envidian», pero estos términos no hacen referencia simplemente a un
sentimiento, sino a la acción, es decir, que alguien que te envidia también te está
haciendo daño. El término brujo, en este caso, se amolda a las representaciones
simbólicas analizadas, no obstante, debemos aclarar que el agente del mal nahua, el
nahualli, tiene poderes que un brujo no necesariamente ostenta, así que la
categoría nahualismo es más amplia que la de brujería.
El actuar de los nahuales es reprobado en el pueblo, sin embargo, por las conversaciones con los
especialistas de la curación podemos darnos cuenta de que muchas personas son víctimas de
una maldad perpetrada en su contra. La envidia, los problemas entre vecinos y parientes, conflictos
irresueltos o que dejan insatisfecha a una de la partes, inducen con frecuencia a pensar en la
brujería como posible solución ante la necesidad de venganza, revancha o castigo, puesto
que el nahualli actúa de manera oculta, protegido por su apariencia animal que lo hace
irreconocible y lo exime la mayoría de las veces de cualquier sospecha. La gente se cuida de la
brujería, por ejemplo, retirando la ropa tendida en el patio, pues alguien podría robar
una prenda y confeccionar con ella un muñeco, una de las técnicas utilizada para
dañar; está atenta a cualquier ruido proveniente del techo de la casa y sus alrededores,
porque hay tzinacame —nahuales con apariencia de murciélago— que entran a
«chupar»; asimismo se vigila el fogón en la cocina, separada del dormitorio, para
evitar que alguien entre y sepulte debajo del rescoldo unos huevos, que el brujo prepara nombrando a la
persona y mencionando el daño que pretende infligirle. El nahual no solo puede ocultarse bajo un
disfraz animal, puede penetrar a una casa sin ser percibido y sustraer cualquier objeto que le
servirá para cometer sus fechorías, gracias a ciertas características que lo
distinguen.
En Tlacotepec, nahualli es en principio todo hombre o mujer cuyo tonal, casi siempre
cobijado por la oscuridad de la noche, abandona el cuerpo dormido para convertirse en animal. El poder
del nahualli reside por tanto en la capacidad de hacer que su alter ego tome las apariencias de
algún animal: guajolote, cerdo, gato, burro, perro, tecolote, murciélago, víbora,
tecuani, entre otros, así como mandar «con el poder del espíritu»,
«con el pensamiento», algún animal que se aparezca y asuste a la persona que quiere
perjudicar, como le sucedió a un hombre, quien —en su milpa— se tuvo que enfrentar a
doce víboras. El nahual también dirige sus embestidas al doble de su víctima
actuando en el otro mundo, de tal manera que esta soñará, por ejemplo, que un tigre la
está atacando. Todo lo que sucede en el otro mundo y es experimentado por el tonal
afecta a la persona, puesto que el tonal es su alter ego, su «otro yo», que alejado
del cuerpo físico puede sufrir todo tipo de percances.
Don Mario explica la capacidad de trasformación de esta manera: nahualli mocopa okuilli,
el nahual se vuelve animal porque su tonal toma las apariencias de un animal, cuyo aspecto y
tamaño, además, hacen sospechar que no se trata de un espécimen cualquiera. Por su
parte, doña Carmen refiere que el tonal abandona el cuerpo tomando la forma animal y
«se queda el pellejo» del individuo (Fagetti 2003: 72). Por el contrario, Laura Romero
(2006b: 187) menciona que la «facultad de nagualización» es atributo de personas
especiales, como son tanto los ixtlamatke como los brujos-naguales, quienes «utilizan el
cuerpo de los animales para ―trasportarse‖; al introducir su tonal en el cuerpo de
un animal adquieren los atributos de éste». Lo que denota claras discrepancias entre los
ixtlamatke de Tlacotepec con respecto a la trasformación; don Mario, por ejemplo, es
tajante en marcar las características que lo diferencian de un nahualli: él es un
pájaro solamente en los sueños y no es nahual porque este es malo por naturaleza.
Además de la capacidad de hacer que el tonal tome las apariencias de un animal, lo cual
implica que la persona esté dormida o «concentrada» en algún lugar, existe
otro procedimiento para la trasfiguración: el que siguió un joven colgándose de una
rama de un árbol, haciendo una machicuepa y cayendo al suelo convertido en chango, dejando
estupefacto al amigo que presenció el prodigio.
Se menciona frecuentemente que el nahualli actúa para vengarse de algún vecino o
familiar cercano, a raíz de algún conflicto que prefiere «solucionar» de
manera oculta en lugar de enfrentarse abiertamente a los involucrados. Por tanto, las razones que lo
impulsan a dañar a otros son las mismas que motivan al brujo. El poder inherente al nahual reside
en su pensamiento: «Es nahualli, nomás por decir algo en su corazón,
alguien se va a enfermar». Explica don Mario que un nahual piensa en el mal que le quiere hacer a
un enemigo, se concentra y lo envía, por ejemplo, a su casa o al lugar donde este trabaja: su
milpa o el cafetal. Entonces la víctima al caminar sentirá de pronto un piquete en el pie,
como si una espina lo hubiese penetrado. No puede simplemente quitársela porque no es visible,
debe recurrir a un especialista para que, por medio de limpias con huevo, lo libere del mal, mientras
que antes la extracción del mal se hacía por medio de la succión. Todo sucede
«espiritualmente»: también los poderes curativos del ixtlamatki se
despliegan por medio de la «concentración», como dice don Mario, y por medio de ritos
siempre acompañados por oraciones.
Tanto el ixtlamatki como el nahualli, entonces, operan en el otro mundo. Es su alter
ego el que propiamente actúa, el del curandero y el del nahual; el primero con el fin de reparar
el daño hecho por el segundo al tonal de su paciente. Don Mario llama «otro
mundo», teohcan, la dimensión de la realidad coexistente y copresente al mundo de
la vigilia: este mundo. Teohcan aparece en las experiencias oníricas como un lugar
«feo, ni para meterse», donde hay cerros, cuevas, sótanos, selvas, animales salvajes,
hierbas que no se pueden tocar porque le pertenecen al Tepechane —dueño del
cerro—, y donde existen también «otras personas que viven allá en el
cerro». En las veredas de teohcan, donde «casi vas a ver como si fuera de
día», los tonalme se pierden y ya no encuentran el camino de regreso; al pasar por
ahí se arriesgan a ser capturados.
En los ritos de limpia, ixtlamatki invoca a los cerros (tepeme), llamados por los
abuelos «nuestros padres»: Tsitsintepetl, Cuixtepetl, Istaktepetl
y Kovatepetl, antiguas divinidades protectoras de sus hijos, quienes viven en los pueblos que
los mismos cerros rodean. A ellos les piden ayuda para encontrar al tonal del paciente
extraviado por un susto o encerrado en una cueva. Pero los cerros también escuchan a los
nahualme, lo cual revela su naturaleza ambigua: benévola y malévola.
En conclusión, podemos afirmar que lo que se ha denominado nahualismo es un fenómeno
complejo que todavía no conocemos exhaustivamente. Involucra a hombres y mujeres, quienes
—la mayoría de las veces, por tener un don de nacimiento— se trasforman generalmente
en animal con el fin de proteger a su pueblo o cometer diversos actos malévolos, como robar
animales, dinero, verdura, asustar a la gente, privar de la vida a los niños pequeños
chupándoles la sangre... Cuando el nahual agrede a su víctima con el propósito de
procurarle un daño, atacando su alter ego en los sueños o «introduciendo» por
medio del pensamiento un objeto extraño en su cuerpo, o fabricando un muñeco, estamos
frente a alguien que actúa como brujo. De hecho, el vocablo «brujo» suele emplearse
— y no solamente en Tlacotepec— para traducir la palabra «nahual», cuando se
alude a alguien, hombre o mujer, capaz de infligir un daño a otro(s) según los principios
y la práctica que rigen la brujería; es decir, provocando enfermedades, infortunios,
accidentes, e inclusive la muerte, mediante la manipulación de fuerzas y poderes no ordinarios
(cfr. Fagetti 2004: 53). Sin embargo, mientras que el brujo —según se afirma— puede
volverse tal por medio de un pacto con el diablo, o en cumplimiento de un destino, al parecer el nahual
es nahual sólo por predestinación, y en el caso de la Sierra Negra porque nació con
la «ropita negra». Asimismo, el componente que parece privativo del nahual: el poder de
trasformación, en la actualidad —por los datos que he podido recopilar en algunos
pueblos— no necesariamente define a los brujos, a pesar de que antaño caracterizaba a las
brujas europeas pues, como sabemos, entre sus perversiones contaban con la trasformación en
animal, en gato sobre todo, con el fin de operar sus maleficios y participar en las reuniones nocturnas
del Sabbat (Ginzburg 2008). Por tanto, la trasfiguración en animal no es necesariamente un
atributo del brujo —como en el caso del nahual— pero sí es frecuente que actúe
en los sueños agrediendo a sus víctimas y luchando contra los agentes del bien.
Nahualismo y brujería están vinculados con las salidas del espíritu durante la
noche, con la caza y depredación de los alter ego de la gente que nahuales y brujos acechan y
vulneran, y su accionar se contrapone al de los curanderos quienes remedian y reparan el mal. Entonces,
brujería y nahualismo se asemejan también al chamanismo, y brujos y nahuales comparten con
los chamanes ciertos atributos. Porque los chamanes, para liberar y recuperar a los espíritus de
los enfermos se enfrentan y combaten a sus enemigos en el ámbito de los sueños, guiando a
su propio alter ego en sus desplazamientos por el otro mundo. Asimismo, «se concentran», y
entonces «ven» y «saben» lo que está ocurriendo: responden a las
interrogantes que les dirigen sus pacientes; diagnostican las enfermedades y saben el cómo y el
porqué se originaron; se comunican con los seres divinos y de la naturaleza, porque dominan los
sueños y el trance (Fagetti 2010), las «técnicas del éxtasis» (Eliade
1982). Por ello, podemos definir al chamanismo como
…un sistema simbólico-mágico-religioso que funda sus raíces en la
visión del mundo y la experiencia religiosa de un pueblo, donde el saber se conjuga con la praxis
que llevan a cabo hombres y mujeres poseedores del don. El chamán nace con el don que le confiere
la facultad de adivinación y sanación. Domina las técnicas del éxtasis, a
través de los sueños y diferentes formas de trance —estados no ordinarios de
conciencia— se introduce en otra dimensión de la realidad, el otro mundo, donde conoce las
respuestas a las interrogantes que sus interlocutores le formulan sobre la vida, la enfermedad, el
infortunio y la muerte. Está facultado para comunicarse con las divinidades, los espíritus
de la naturaleza y los muertos, fungiendo de mediador entre éstos y quienes solicitan su
intervención, cumpliendo de esta forma con su misión como argonauta del mundo invisible,
sanador, adivino, clarividente, psicopompo, terapeuta del alma, guía espiritual y cuidador del
equilibrio vital y cósmico (Fagetti 2010).
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