LA TEORÍA GENERAL DEL DERECHO
FRENTE A LA ANTROPOLOGÍA POLÍTICA1
RESUMEN:
Este artículo tiende a mostrar que no es la Teoría General del Derecho, TGD, el obstáculo para el reconocimiento del pluralismo jurídico, sino más bien las necesidades de hegemonía del propio Estado moderno. La TGD contemporánea ofrece conceptos teóricos que permiten pensar el pluralismo jurídico, entendido aquí como el fenómeno de coexistencia de dos o más sistemas jurídicos que reclaman eficacia en un mismo territorio. También la dificultad para reconocer al sistema normativo indígena como «derecho» proviene de ideologías, como la de «soberanía», que no tienen plausibilidad teórica y que deben ser dejadas de lado por la ciencia social contemporánea. La eficacia del sistema jurídico dominante proviene, entre otras cosas, precisamente de la ideología en que son educados los juristas. Si las normas válidas son las que tienen efectividad y pertenecen a un sistema eficaz, como quiere TGD, entonces como las normas del derecho indígena son las eficaces, son también las válidas. Sin embargo esta validez es desconocida por los funcionarios del sistema hegemónico, que no han sido educados para pensar en la posibilidad del pluralismo jurídico.
PALABRAS CLAVE:
derecho indígena, Teoría General del Derecho, pluralismo jurídico, Antropología política, Estado moderno.
ABSTRACT:
The article tends to demonstrate that GTL is not the obstacle for recognition of juridical pluralism, but rather the hegemonic needs of the modern State itself. Contemporary General Theory of Law (GTL) offers theoretical concepts that may be used by coexistence of two or more juridical systems that demand efficacy in a same territory. Also the difficulty to recognize the indigenous normative system as law stems from ideologies, such as that of sovereignty, that have no theoretical plausibility and should be left aside by contemporary social science. The effectiveness of the dominant juridical system originates out of, among other things, precisely the ideology in which lawyers are educated. If the valid norms are those with effectiveness and that pertain to an effective system, as GTL poses, then, given that the indigenous law norms are those that are effective, they are also those that are valid. However, this validity is ignored by the functionaries of the hegemonic system, who have not been educated to ponder the possibility of juridical plurality.
KEY WORDS: indigenous law, General Theory of Law, juridical pluralism, Legal, Anthropology, Modern state.
Desde hace algún tiempo algunos juristas de IIJ-UNAM hemos comenzado a tomar contacto con
antropólogos, habiéndose revelado intereses científicos comunes, encarados, no
obstante, desde disciplinas que, más temprano que tarde, deben encontrar vías de
colaboración si es que han de progresar de manera significativa en la compresión de los
fenómenos normativos. Este trabajo tiene la intención de mostrar a los colegas
antropólogos algunos desarrollos contemporáneos de la Teoría General del Derecho,
TGD, que, a mi juicio, mejorarían el aparato conceptual con que se acercan a esos
fenómenos normativos. Pretendo aportar elementos, desde TGD, de utilidad para los
antropólogos con los que definir los conceptos de Derecho, normas, sistema normativo, conductas,
costumbre, pluralidad jurídica, y derecho alternativo, todo lo cual podría redundar en
beneficio de esta esperada cuanto siempre postergada relación intelectual entre juristas,
sociólogos y antropólogos. Se trata aquí de las respuestas que la Teoría
General del Derecho puede aportar a esos colegas, en temas como el pluralismo normativo y el llamado
Derecho indígena.
Buena parte de los antropólogos se dedica a lo que solemos denominar Derecho indígena, que
es una expresión que puede entenderse en varios sentidos. Por lo que respecta a este trabajo,
servirá para referir el conjunto de las normas efectivas y eficaces2 en comunidades que
contienen, en grado variable, elementos culturales indígenas, dejando para los colegas
antropólogos la definición de este último concepto. Para el razonamiento que se
intenta aquí esta idea es suficiente.
Lo primero que es necesario decir es que los científicos sociales deben comprender que el
desprecio que sienten hacia el saber de ciertos juristas que no consigue ver el Derecho más que
como un conjunto de leyes, si bien puede ser justificado, de todos modos no debe alcanzar a la
teoría contemporánea del Derecho, la cual, por otra parte, ni ha sido creada por esos
juristas ni es utilizada por ellos. El diálogo, por tanto, no será con esos abogados, sino
con juristas que, además, están interesados en la Filosofía y las ciencias
sociales.
Convendrá primero poner a punto una concepción del Derecho que, partiendo de las
adquisiciones de la TGD contemporánea, pueda sentar las bases de ese diálogo. Parte de los
malos entendidos se asientan en que los científicos sociales toman como interlocutores a los
juristas que actúan, más que como científicos del Derecho, como
«objeto» de la ciencia jurídica. En efecto, toman por ciencia jurídica lo que
escriben los juristas dogmáticos, sin saber que la TGD, actualmente, es más una
«crítica» de lo que los juristas hacen que un cuerpo teórico que orienta su
trabajo. La razón de esto, que debe parecerles un desatino, es que en la facultad de Derecho no
se hace ni enseña ninguna ciencia, sino una técnica al servicio del poder. Seguramente se
sentirían extrañados al saber que, con contadas excepciones, quienes se dedican a la
Teoría del Derecho, la Sociología Jurídica, la Filosofía del Derecho, a
veces incluso la Historia del Derecho, son acreedores de una enorme cuanto explicable antipatía
por parte de las autoridades y el grueso de los profesores de las facultades de Derecho. Este es un
fenómeno universal. No es patrimonio de ningún «ser nacional». Esta
antipatía radica precisamente en uno de los hechos de que pretende dar cuenta este trabajo: la
mal llamada ciencia jurídica «es parte constitutiva y sine qua non del ejercicio del
poder».
El Derecho es un fenómeno del lenguaje, tanto como «fenómeno» pueda ser el
lenguaje. Conviene definirlo como «discurso prescriptivo autorizado, que organiza y por ello
legitima la violencia, y que es reconocido como tal».3
EL DERECHO ES DISCURSO PRESCRIPTIVO
Por «discurso» debe entenderse «ideología formalizada en algún
lenguaje», a sabiendas de que la Semiología puede profundizar más en esta
cuestión. Este discurso es producto de un «uso prescriptivo del lenguaje», es decir,
del que se realiza con la expresa intención de dirigirse a la conducta de otros para
determinarla. Pero se diferencia de otros, como la moral, en que el Derecho amenaza con la violencia que
desencadenará contra el desobediente, alguien a quien, precisamente por ser señalado por
este discurso, se convierte en «funcionario público».
LA AMENAZA DE LA VIOLENCIA
Por «violencia» debe entenderse no solo el ejercicio de la fuerza sobre el cuerpo de
alguien, sino todas las formas de compulsión que son socialmente temidas. «Socialmente
temidas» porque la compulsión se remite a mecanismos sicológicos construidos
socialmente. En distintas sociedades la violencia tiene distintas apariencias. Antropólogos han
hecho notar que en el Derecho indígena la violencia no siempre está presente. Lo que
sucede es que esas normas no amenazan con los mismos males con que lo hacen nuestras normas. No es que
no haya violencia, sino que tiene distinta apariencia. Precisamente que el Derecho indígena tenga
más efectividad que el nuestro se explica porque la compulsión, no siendo la misma
violencia física, es aún más poderosa que ésta.
LA AUTORIZACIÓN DEL DISCURSO. LOS FUNCIONARIOS
Todo derecho establece sus funcionarios. Son tales esos actores sociales que, siendo al mismo tiempo
individuos como los demás, son señalados por el discurso del Derecho como aquéllos
cuyas acciones no serán reputadas como propias, individuales, sino como siendo «de la
comunidad». Lo único que diferencia la acción de verdugo de la del criminal es que
una norma dice que la del primero es un acto del Estado y la otra un delito. La actuación del
funcionario indígena que, en obediencia de órdenes de sus superiores, aplica una
sanción corporal a un individuo de su comunidad, es vista como delito por parte del Derecho
dominante. Pero la acción, en sí misma, no tiene ninguna diferencia con la que produce el
carcelero del sistema jurídico hegemónico. Para éste, aquel funcionario es un
delincuente.
Pero para el sistema indígena es una autoridad.
En el mundo comunitario, en el que describen los antropólogos como «indígena»,
se encuentran claramente delimitadas las conductas que son vistas como pertenecientes a la comunidad.
Sin embargo los individuos que cumplen conductas de funcionarios indígenas no siempre, más
bien casi nunca, están separados del resto de la comunidad.
Frecuentemente trabajan como cualquier otro, y casi nunca perciben alguna retribución.4 Vale una
digresión. Los antropólogos están muy impresionados por lo que llaman
«sistema de cargos». La expresión debe parecerles una que constata alguna diferencia
con el Derecho hegemónico, esto es, el nuestro. Y cuando se les pregunta cuál es la
diferencia con este último contestan que en las comunidades quienes desempeñan los cargos
no cobran ningún estipendio. Y, claro, ven que entre nosotros los cargos son remunerados. Y eso
les parece constituir la diferencia específica entre una y otra forma de organización.
La verdad es que la gratuidad es solamente la apariencia de otra cosa mucho más profunda, y que
ha sido destacada por TGD. Lo que en verdad sucede es que pueden detectarse dos formas de
organización jurídica. La primera, llamada «sistema descentralizado», consiste
en que la sanción está encargada a individuos que no están especializados en ello;
es decir, que no forman un grupo específicamente separado del resto de la población. La
segunda, llamada «sistema centralizado», se caracteriza por la separación y
especialización de una parte de la población, que tiene como encargo, como
«tarea» específica, la aplicación de las leyes. Esto es, la sanción que
siempre promete todo derecho. La onerosidad o gratuidad, de los cargos, es, por tanto, una consecuencia
del carácter centralizado o descentralizado de la organización normativa —en verdad,
«organización» y «normativa» son sinónimos—.5 No es
«lo característico» de los cargos en las comunidades, sino un efecto de lo
característico. Es decir: es cierto que en las comunidades los cargos se desempeñan
gratuitamente, y entre nosotros de manera onerosa. Pero es la «apariencia» del
fenómeno social que corre por debajo de lo aparente.
En las comunidades no existen individuos, ocultos tras las máscaras jurídicas,6 que tengan
como función social, como tarea, la de aplicar el Derecho a los demás integrantes del
grupo. Entre nosotros, en cambio, sí existen individuos que, desempeñando la tarea
detrás de las máscaras, tienen la especial tarea de aplicar el Derecho, sus sanciones, a
los demás miembro de la sociedad.
En las comunidades, con sistemas jurídicos descentralizados, no existen individuos
«separados de la producción» que se ocupen específicamente de ciertas tareas
«comunes».
Entre nosotros, habitantes de un sistema jurídico centralizado, existen individuos
«separados de la producción» que tienen a su «cargo» y solo ellos
pueden hacerlo ciertas tareas que llamamos «públicas». Estas tareas son
diversas, y su mayor diversidad depende de la mayor complejidad de las sociedades organizadas en
sistemas centralizados. Y la principal tarea es la represión: los «guardias» armados,
que tienen el monopolio del uso de la fuerza, están netamente separados del resto del pueblo.7
Las bases sobre las cuales se levantan estas formas, centralizadas o descentralizadas, de
organización jurídica, son de origen económico. Las comunidades, que no
están fracturadas por la lucha de clases, no requieren cuerpos especiales de represión; ni
los «cargos» están relacionados con la producción o la apropiación del
producto social. En cambio entre nosotros, habitantes de una sociedad dividida en clases sociales, es
completamente necesario, para la pervivencia del orden explotador, que la violencia sea centralizada,
monopolizada, por cuerpos de «guardias» del «orden» público
léase «el orden de la explotación de una mayoría por parte de una
minoría»—. Es claro que, siendo la nuestra una sociedad en la cual la ganancia y la
explotación del trabajo ajeno son el único motor social, su resultado no es otro que la
lucha de clases. Y es claro que la clase dominante ha organizado cuerpos represivos
ejércitos, policías, jueces, fiscales cuya tarea es monopolizar el uso de
la fuerza. Y es claro por qué tienen que estar separados del pueblo. Es claro por qué son
mantenidos con parte del producto social, que es extraído a los dominados, por la elegante
vía del «sistema impositivo»8.
Las comunidades no capitalistas desconocen el flagelo de los sistemas normativos centralizados, pues se
organizan sobre la base de la igualdad de sus miembros y de la no explotación de trabajo ajeno.
Tal organización no requiere de cuerpos especializados de represión ni de funcionarios
especializados en la dificultosa y complicada administración de personas y cosas, propias de las
sociedades capitalistas, mercantiles e industriales, cada vez más complejas, y cada vez
más necesitadas del recurso de la represión.
Las comunidades, no requiriendo de cuerpos especiales de represión porque no hay
explotación del trabajo ajeno y administración porque la producción es
simple, «natural», no extraen a la población parte de su producción
bajo la forma de «impuestos». La tarea de aplicar la ley y administrar las cosas de la
comunidad es gratuita, porque no hay «finanzas públicas»; no se requiere retirar a
nadie de la producción, ni exaccionar a nadie en nombre de la comunidad para pagar con ello
cuerpos especiales de represión o administración. Los cargos comunitarios son gratuitos,
por tanto, debido a las condiciones de producción y reproducción de la vida comunitaria.
Mirar los cargos, sin mirar la vida productiva, conduce a la no comprensión del fenómeno
social subyacente. Parece que las comunidades lo son por virtud de algún milagro
ideológico. Pero lo son porque se reproducen de una cierta manera especial.
La gratuidad de los cargos en las comunidades indígenas, por tanto, es solamente lo aparente de
lo que corre por debajo, que es la condición no explotadora de la producción. Los
«cargos» en la comunidad son, por una parte, iguales a los nuestros: en ambos casos, los
funcionarios deben cumplir ciertas conductas. Pero unos cargos se sirven en forma gratuita, y otros en
forma onerosa. ¿Por qué? Si se mira solamente la gratuidad o la remuneración, el
estudio quedará sin explicaciones plausibles.
El discurso del Derecho, al «crear» a los funcionarios, «autoriza» su discurso
«como» jurídico. Es decir, lo que el Derecho cumple es la tarea de hacer que el
discurso del funcionario sea legitimado como «debido», legitimando la sanción que
corresponderá al desobediente. De allí que los juristas manifiesten la tendencia a
sostener que es Derecho, y que por tanto debe cumplirse, todo discurso prescriptivo producido por
funcionarios autorizados debidamente por una norma anterior. Veremos que en esto último hay una
trampa.
Se comprende mejor ahora por qué el principal teórico de este siglo, Hans Kelsen, ha
sostenido que Derecho y Estado son la misma cosa. En efecto, el Estado no es alguna cosa mágica,
existente por encima y más allá de los seres de carne y hueso. Eso es, ni más ni
menos, una hipostatización. El Estado no es otra cosa que el conjunto de las acciones de ciertos
individuos, que el discurso dice que no son acciones de ellos sino de la comunidad o
«Estado». Puede decirse, en el mismo venero, que el Estado es un efecto del uso del
lenguaje. Esto abre el camino para entender la posibilidad del pluralismo jurídico o
multiplicidad de Estados, algunos de los cuales hegemonizan a otros. Volveremos sobre esto.
Tenemos entonces un discurso prescriptivo, autorizado, que amenaza con la violencia, que establece sus
propios funcionarios. Ciertamente que así dicho pareciera que se sostiene que el Derecho es un
discurso sin productor. Aunque en cierto sentido así es, de todos modos no deja de ser claro que
hay «alguien» que lo produce y que pretende ser obedecido, que pretende la
«hegemonía» en la sociedad de que se trate. Ese «alguien», su rostro,
tiene que ser descubierto por las ciencias sociales. La TGD no puede ir más allá.
Sólo en concreto, la Sociología, la Antropología, la Sociología
jurídica, pueden aportar novedades. La TGD, para ser tal «teoría», no puede ir
más allá de señalar, claramente desde luego, cosa que algunos teóricos
«olvidan» decir y sobre todo enseñar, la presencia de un productor del discurso.
Es tarea de las otras ciencias sociales establecer el peso específico de los distintos grupos y
clases sociales en la determinación del «contenido» de las normas. Cuando TGD dice
que existe un productor del discurso, de ninguna manera quiere decir que ese «productor» sea
una persona, un solo grupo social, o que los dominados no tengan participación en la
creación del Derecho.
EL RECONOCIMIENTO DEL DISCURSO DEL DERECHO
Finalmente, este discurso prescriptivo especial, para ser Derecho, debe ser reconocido como tal. No
tendría ningún interés científico estudiar discursos prescriptivos que no
cumplen el cometido de hacer que alguien haga algo. Es decir, el discurso de que hablamos tiene una
efectividad y una eficacia propias. Como veremos enseguida, las normas lo son siempre que tengan un
grado importante de efectividad y pertenezcan a un sistema eficaz.
La TGD contemporánea ha destacado suficientemente que no es Derecho el discurso de alguien que se
pretende funcionario, sino solamente si ese discurso tiene alguna efectividad. Así, algunos
teóricos han sostenido que Derecho es lo que dicen los jueces y no el legislador. Otros han
sostenido que Derecho es el conjunto de normas que son vividas, sicológicamente vividas, como
obligatorias por la población y, desde luego, también por los jueces y demás
funcionarios públicos. Como se ve, a diferencia de lo que se enseña en las facultades de
Derecho, la teoría no considera interesante definir este concepto sobre la base de lo producido
por el poder, sino más bien sobre la base de lo que realmente,
«sociológicamente» digamos, sucede.
LAS NORMAS
Para TGD, las normas son construcciones lingüísticas que consisten en la modalización
deóntica de —la descripción de— una conducta. Por ejemplo, «obligatorio
prestar trabajo comunitario» es una norma en la que se distingue el modalizador deóntico
«obligatorio» y la descripción de una conducta: «prestar trabajo». Una
norma, entonces, se simboliza como Op, Pp, Ap o Vp —Obligatorio, Permitido, Autorizado, o
Prohibido «p», que es la descripción de la conducta.
SENTIDO DEÓNTICO Y SENTIDO IDEOLÓGICO
Es interesante notar que el Derecho existe en textos, escritos u orales, en el interior de los cuales
deben ubicarse, encontrarse, las normas. Casi nunca se encuentra un texto en el que la normas aparece en
la forma canónica de Op o «si sucede A, entonces un funcionario de la comunidad debe
aplicar cierta sanción B». Por el contrario, y mucho más cuando se trata del tipo de
textos que estudian los antropólogos, las normas están como escondidas en discursos que
contienen otras ideologías, a veces sumamente complejas y difíciles de analizar. El
antropólogo puede ser el mejor testigo de que, para saber cuáles son las normas de una
comunidad, es necesario hacer complicados análisis para desentrañarlas del abigarrado
texto lleno de símbolos y mitos. En realidad, el abogado moderno también procede
así: se enfrenta a complicados textos que dicen tener cierta intención pero luego la
desmienten en las normas que crean. Y en ese mare magnum de palabras, aquí sí, escritas,
debe navegar hasta encontrar las normas que le permiten solucionar un caso. No es cierto que las normas
estén claramente establecidas en la legislación escrita. Si eso fuese verdad, entonces
nunca se daría el conflicto por interpretaciones distintas de los textos. Y si algo prueba la
experiencia jurídica es que todos los días hay esas múltiples interpretaciones de
los textos.
Llamaremos sentido deóntico del discurso del Derecho a esas normas que, luego de un trabajo
intelectual a veces importante, pueden encontrarse en los textos que se presentan, a primera vista, como
«del Derecho». Y llamaremos sentido ideológico del discurso del Derecho a cualquier
otro mensaje que pueda leerse en tales textos. Los antropólogos saben mucho de esto: es su oficio
estudiar la ideología en que vienen envueltas, las que llama «costumbres».
NORMAS ESCRITAS Y NO ESCRITAS. LA COSTUMBRE
Lamentablemente los antropólogos, siguiendo a los juristas precisamente en lo que no debieran
seguirlos, usan la palabra «costumbre» para referirse a las normas no escritas. Lo primero
que habría que hacer es dejar de lado ese término confuso y hablar, simplemente, de
derecho escrito y no escrito. Con ello se terminaría la lamentable cuanto inútil
discusión acerca de si las normas de las comunidades son o no Derecho, y acerca de la diferencia
entre Derecho y costumbre. Lo único que habría que hacer es preguntarse, frente a los
textos normativos, escritos o no escritos, es si responden o no a las características de la
definición de Derecho. Y conforme con nuestra definición, lo que los antropólogos
observan en las comunidades ¿son discursos prescriptivos, que amenazan con la violencia, que
crean funcionarios, y que son reconocidos como obligatorios por la comunidad? Si lo observado responde
con el concepto, entonces es Derecho, esté o no escrito, digan lo que digan los funcionarios del
Estado dominante, digan lo que digan los textos de los juristas.
NORMAS Y CONDUCTAS
Los antropólogos, pero también otros cientistas sociales y algunos juristas
también, cometen el lamentable error de confundir las normas con las conductas. Sobre
todo cuando las normas son no escritas. Cuando se ensaya preguntarles a qué se refieren con la
palabra «costumbre», dicen, invariablemente, que se refieren a lo que la gente hace. Si ven
que los miembros de la comunidad proporcionan trabajo gratuito, entonces dicen que existe la costumbre
de dar el tequio o servicio. Pero hay aquí un error grave: las normas no pueden observarse. Lo
que puede observarse es la conducta de la gente, no las ideas que tienen sobre estas conductas. Y las
normas, no escritas, consisten en las ideas deónticas acerca de éstas.
No debiera haber problemas para comprender, para estudiosos tan próximos a la
lingüística, la diferencia entre hechos y sentido. Pero, sobre todo, debería ser
claro que, si no se hace esa diferencia, entonces se pierde la oportunidad de observar, ahora sí,
observar, la inefectividad de las normas y comprender su significado social. Si llamamos costumbre a la
acción de prestar servicio gratuito, ¿cómo llamaremos a la acción que
consiste en negarse a prestar tal servicio? ¿Acaso los antropólogos observan siempre que
la gente siempre hace lo mismo? ¿No hay acaso procesos judiciales precisamente por incumplimiento
de la «costumbre»? ¿Y cómo llaman a esa violación a la costumbre?
¿La descostumbre? Obsérvese que cuando el antropólogo decide ver una conducta como
debida le llama costumbre a esa conducta; y cuando decide ver una conducta como violatoria de la
costumbre, entonces «costumbre» readquiere el significado de norma. Es decir, en un caso usa
la palabra para referir hechos, y en el otro para referir una norma o sentido.9
La diferencia entre normas y conducta, para la Antropología, pero también para la ciencia
Política y la Sociología, es de la mayor importancia si queremos averiguar el grado en que
el sistema normativo es eficaz, el grado en que un grupo mantiene hegemonía sobre otro.
Todo queda más claro si suprimimos el uso de «costumbre» reemplazándolo por
Derecho no escrito, y si no perdemos de vista jamás la diferencia entre normas —escritas o
no escritas— y conducta.
Finalmente cabe decir que, conforme con observaciones de la Sociología jurídica mexicana,
resulta que no siempre las comunidades estudiadas desconocen totalmente la escritura. En muchos casos se
toman resoluciones que son asentadas en actas, así como se asientan por escrito resoluciones y
convenios producidos con motivo de procesos judiciales. Posiblemente la influencia del Derecho escrito
sea hoy mucho mayor, en esas comunidades, que lo que nos dicen las informaciones antropológicas.
Y eso provendría, creo, del no uso de categorías jurídicas más elaboradas.
Los juristas teóricos discuten acaloradamente acerca de la validez de las normas. Lo que se
preguntan es: ¿cuándo una norma es válida?, y al parecer están tratando de
averiguar cuándo un enunciado que se presente como norma debe ser tomado por tal y, en
consecuencia, debe ser producida cierta conducta por parte de un funcionario. Como se comprende
fácilmente, estamos ante el problema del reconocimiento del Derecho.
Según Kelsen, que una norma sea válida quiere decir que existe y que debe ser aplicada.
Pero este «debe» no es moral. No es que el juez esté moralmente obligado a obedecer,
podría ser que la norma le parezca injusta y, conforme con sus creencias morales, esté
obligado a desobedecer. Este «debe» de Kelsen, en este caso, no tiene un significado claro.
Nosotros podríamos decir que el debe es simplemente la amenaza de la violencia que se cierne
sobre el juez si no aplica la norma. Lo cierto es que los juristas discuten sobre este concepto.
Pero también es cierto que algunos teóricos han sostenido que el concepto de validez es
inocuo, que la ciencia no requiere tal categoría. Esto es porque consideran que el Derecho no
debe ser buscado en lo que dice la autoridad, sino en lo que dicen o hacen quienes receptan ese mensaje
y obran, o no, en consecuencia.
A mi juicio la mejor respuesta sigue siendo la sugerida por Kelsen: para que una norma sea
válida, esto es, para que pueda decirse que si no es cumplida el obligado corre el riesgo de ser
sancionado, es necesario que:
Para algunos muy interesantes teóricos el primer requisito sobra. Sin embargo, para una TGD que
entienda a su objeto como parte principal del fenómeno del poder, resulta ineludible considerar
el momento de la producción del discurso, precisamente para poder medir luego la hegemonía
del grupo que en el poder produce el Derecho. Si sólo nos quedamos con el cumplimiento de las
normas, tendremos una teoría plausible, pero perderemos de vista la comparación entre lo
que el poder quiere y lo que consigue.
Que un sistema normativo sea eficaz o no es una cuestión de hecho, de observación
sociológica. Sin embargo esa simple observación no contesta a una pregunta que los
juristas no pueden dejar de hacerse. Si una norma es válida cuando es, en primer lugar, producida
conforme con otra anterior y superior, y si de esta puede decirse lo mismo, llegará un momento en
que ya no pueda responderse con otra norma; por ejemplo cuando, subiendo, llegamos a la
Constitución. Sabemos que las normas mexicanas son válidas porque, suponemos, han sido
producidas conforme con la carta magna de 1917. Pero ¿por qué vale esa
Constitución? ¿Quién dice, y con qué autoridad, que debemos ajustarnos a
ella? Obsérvese que no es una pregunta sociológica, que no parece contestarse con los
hechos que explican que Carranza y el ejército vencedor hayan conseguido imponer esa norma.
Esta pregunta puede ser formulada también así: ¿cómo sabemos cuáles
son las normas que integran el sistema jurídico mexicano? O bien, ¿cómo saben los
antropólogos cuáles son las normas que integran el sistema jurídico
indígena? Claro, puede decirse, ellos preguntan a la gente. Pero ¿cómo lo sabe la
gente? Los juristas han contestado diciendo que todo sistema contiene una norma —o tal vez
varias—, que son usadas por la gente para reconocer las otras normas. Y llaman a esta norma
«de reconocimiento». El planteo difiere algo del anterior, pero en el fondo pregunta por lo
mismo: ¿cuál es el fundamento del sistema jurídico?
La respuesta sugerida por la teoría kelseniana me parece la mejor: en realidad no hay
ningún fundamento. Lo que pasa es que, luego de producida la Constitución, las fuerzas
sociales hegemónicas consiguen crear una conciencia generalizada de que esa norma debe ser
obedecida, ya sea por temor, ya sea por convencimiento, pero principalmente por esto último.
Kelsen dice que la norma fundante de un sistema jurídico, que no es la Constitución sino
otra que la funda, es en realidad una ficción. Se trata de que actuamos como si la
Constitución tuviera un fundamento. No podemos detenernos en esto, pero obsérvese que la
pregunta sobre la validez del sistema en su conjunto, que no aparecía como sociológica, al
final se convierte en tal. Un sistema normativo es válido cuando es eficaz. Y lo es cuando
«la gente» actúa como si fuera válido. Es decir, la pregunta por la
justificación de un sistema normativo no tiene respuesta externa al propio sistema. Pero puede
observarse, desde el punto de vista externo, que el sistema es obedecido y que se ha desarrollado una
ideología de aceptación del mismo.
Tenemos ya, entonces, un conjunto de categorías brindadas por la TGD contemporánea. Con
ellas podemos preguntarnos por el fenómeno que se ha denominado pluralismo jurídico.10
El nombre sugiere ya la idea de que el sistema jurídico no es uno sino varios. ¿Es esto
sostenible a la luz de la TGD? Sin duda que sí. Pero tropezamos aquí con una
ideología fortísima que opaca la posibilidad de concebir la coexistencia de varios
sistemas normativos en un mismo territorio. Esta ideología es la de soberanía.11
El concepto de «soberanía» tal vez se entiende mejor en francés. La
souveranité aparece por oposición a la suzeranité. Esta
última palabra, curiosamente, no tiene traducción al español, ni es utilizada con
frecuencia en los textos de teoría política. Suzeranité designa, en el
mundo feudal que habla francés, el estado de sujeción en que se encuentra un individuo
respecto de otro; por ejemplo, la relación entre un señor y otro que, por ser
suzerain, es «superior» al primero. También la relación entre
señores y siervos. Y es posible que un señor sea souzerain respecto de algunos
pero a la vez tenga un suzerain al que se encuentra sujeto. La red de
«suzeranías» era todo lo complicada que es fácil de imaginar.
El concepto de «soberanía», en ese contexto, se utiliza para referir la
pretensión de un señor de subsumir bajo su «suzeranía» a todas las
demás. Frente a la soberanía del señor principal, el rey, debían caducar
todas las otras. Es decir, el rey no reconoce otro poder por encima del suyo, y eso lo hace
«soberano».
Pues bien; el Estado moderno es el heredero del rey y se ha constituido alrededor de la idea de
soberanía: no hay ningún poder por encima de él. Poder ¿para qué?
Para producir normas. «Soberanía» es un término eminentemente jurídico,
quiere decir que las normas son producidas exclusivamente por el poder que, por eso, es
«soberano». Esta ideología es tan fuerte que les impide a los juristas pensar en que,
no al lado sino dentro mismo, haya otros sistemas jurídicos. Sólo consiguen concebirlos si
el sistema estatal —para ellos hay un solo estado— los autoriza; aunque en tal caso ya no
hay pluralismo de sistemas, sino uno solo.
Sin embargo un sistema normativo indígena cabe dentro de las definiciones que dan los propios
juristas: conjunto de normas dotadas de poder coercitivo y producidas por funcionarios autorizados.
¿Cabe esto en los sistemas indígenas? Sin duda que sí. Esas comunidades usan un
conjunto de normas que amenazan con la violencia, física o simbólica, y que son aplicadas
por miembros perfectamente identificables como funcionarios12 de esos sistemas. Y si se trata de la
pregunta acerca de si es Derecho el producido por el poder o el que se consigue hacer cumplir,
también el Derecho indígena puede ser considerado de esa manera: podemos aceptar que las
normas de la comunidad son las que dicen los ancianos o podemos aceptar que son las que efectivamente se
cumplen. De cualquier manera un sistema normativo indígena cumple con los requisitos de la
definición. ¿Por qué no aceptarlo entonces? Exclusivamente por razones
políticas: no conviene aceptarlo; no puede aceptarse sin mengua del poder dominante. Pero no hay
ninguna razón «científica», digamos.
Nosotros podemos aventurarnos a aplicar la definición a las comunidades indígenas.
¿Usan normas que amenazan con la violencia y que son cumplidas y hechas cumplir por funcionarios
autorizados? ¿Sí? Entonces tienen un Derecho que, en su mayor parte, es no escrito, como
en el caso de Estados Unidos y Gran Bretaña.
Y ¿cómo debe verse el hecho de la coexistencia de dos poderes en el mismo territorio? Esta
pregunta tiene dos clases de respuestas: las sociológicas y las jurídicas. Desde el primer
punto de vista, no hay ningún inconveniente en aceptar que las comunidades indígenas son
unas de las distintas fuerzas sociales que conviven en un territorio. Pero desde el otro punto de vista
la pregunta es: las normas que crean ¿son «Derecho»? La pregunta, en realidad,
esconde la ideología de la soberanía ¿Por qué no ha de ser Derecho?
La solución es más bien simple: se trata de sistemas jurídicos con distinto nivel
de prestigio o, si se quiere, con distinto grado de hegemonía. La realidad muestra, a la luz de
TGD, que hay pluralismo jurídico y que unos sistemas hegemonizan a otros, descollando uno en
particular que, por eso, calificamos de dominante frente a los otros, que son subordinados. ¿Y el
concepto de soberanía? En realidad es obsoleto para la ciencia social de finales del siglo XX.
Definiremos el fenómeno del pluralismo jurídico como la coexistencia de dos o más
sistemas normativos que pretenden validez en el mismo territorio. Que «pretenden», pues es
una cuestión de hecho, que debe dejarse a la Sociología o la Antropología si
consiguen o no eficacia.
Diremos que estamos frente a un Derecho alternativo respecto del dominante cuando pueda decirse que
algunas normas de uno de los sistemas modalizan deónticamente de manera diferente las mismas
conductas. Es decir, hay Derecho alternativo cuando las normas de un sistema declaran obligatorias
conductas que el otro declara prohibidas o facultativas.
¿Es el Derecho indígena un Derecho alternativo? En la mayor parte de los casos sí.
Sin embargo no suele ser un sistema subversivo en el sentido de que la plena eficacia del mismo no pone
en peligro la eficacia general del sistema dominante. Si sucediera lo contrario, si la plena eficacia
del sistema alternativo implicara la desaparición o ineficacia del sistema dominante,
estaríamos en el caso de un sistema jurídico subversivo, como lo fueron los producidos por
los insurgentes de la Independencia por los revolucionarios mexicanos de la segunda década de
este siglo, o por el ejército rebelde comandado por Fidel Castro a finales de los cincuenta en
Cuba.
El positivismo jurídico, cuando menos el encabezado por Kelsen, ha destacado desde sus primeras
apariciones que el Estado no es otra cosa que el orden jurídico. El Estado no es ni el grupo de
individuos que ocupan los cargos públicos, ni los cañones ni los edificios, sino las
normas. Y entiéndase que para esta concepción las «instituciones» —a las
que suelen referirse los sociólogos cuando eventualmente quieren definir el término
«Estado»—, no son otra cosa que conjuntos de normas. Tampoco las instituciones son ni
los funcionarios ni los edificios, sino las normas que regulan las actividades de esos sujetos y el uso
que se hace de esos edificios.
Siendo así, que el estado es el derecho, bien puede decirse que donde hay dos sistemas
jurídicos hay dos estados, sólo que uno es dominante respecto del otro. Para ser
congruentes, los positivistas deberían acepar este terrible atentado contra la unidad y la
soberanía del estado moderno. Dudo que lo hagan. Pero nosotros podemos avanzar en estas ideas y
romper con el mito de la unidad del estado y con el obsoleto concepto de soberanía.
Podemos hacer una diferencia útil entre lo que los juristas saben y hacen, y lo que sería
una ciencia del Derecho si ésta se practicara conforme con los cánones normalmente
aceptados por los científicos sociales, y con TGD. Puede ser sorprendente para los colegas de
otras disciplinas esta diferencia que seguramente ellos no necesitan respecto de su práctica
científica.
Conforme con TGD, como hemos visto, no hay inconvenientes para pensar el fenómeno del pluralismo
jurídico y el Derecho alternativo. Sin embargo, hemos visto, los juristas no piensan lo mismo:
para ellos sólo hay un Derecho y un Estado. Pero, con ser anticientífico su saber, no deja
de tener enorme eficacia.
Este saber fluctúa como la teoría, y no hace sino intentar explicar al primero, entre
considerar como Derecho lo establecido por el poder o lo cumplido por los obligados. Los abogados, en la
universidad, aprenden lo primero, pero tan pronto salen a la calle comprenden que la verdad es que el
Derecho es lo que dicen los funcionarios, principalmente los jueces. Ambas consideraciones conviven en
el saber jurídico. Ahora bien, ¿qué tiene esto que ver con el pluralismo
jurídico? Veamos.
¿Por qué pierden efectividad las normas del sistema indígena? ¿Por
qué no son aplicadas las normas válidas de los sistemas indígenas por parte de los
juristas, especialmente los jueces? ¿Acaso no saben los abogados que Derecho es, finalmente, lo
que se consigue hacer cumplir? Si las efectivas son las normas del sistema indígena, ¿por
qué no las aplican?
La respuesta está, claro, en su educación. Los abogados son la capa social especialmente
entrenada para reconocer como Derecho lo que el poder quiere que sea reconocido como tal. Todas las
sociedades tienen actores que cumplen esa función. También las comunidades
indígenas los tienen. Una de las razones que explica la hegemonía de un sistema normativo
sobre otro es el saber de quienes están encargados de constituir la eficacia del sistema. Por una
parte, es necesario que los funcionarios del sistema que se quiere dominante tengan más fuerza,
en el sentido de violencia, que los del sistema cuya eficacia se quiere destruir. Pero por otra parte,
se requiere que, cuando el funcionario se encuentre frente a un conflicto que involucra a un ciudadano
del otro sistema, esté dispuesto a «saber» que las normas aplicables son las de su
sistema, aun cuando sepa que, conforme con su propio saber, las que deberían aplicarse son las
efectivas, que son las del sistema indígena. Pero con ello ataca esa efectividad mientras que
otorga efectividad a las del sistema que le paga. Es decir, se trata de un conflicto entre sistemas
normativos, que pasa por la ideología de los funcionarios del hegemónico.
Por eso es necesario combatir la idea de que el saber de los abogados es una ciencia
«objetiva», como se exige a todas las demás. No es tal, porque ese saber es, en
verdad, parte de la realidad que dice describir. En efecto, cuando se dice que esa «ciencia»
describe normas válidas, resulta ser que, precisamente por considerarlas válidas, les
otorga efectividad. Es decir, el resultado de ese saber constituye al objeto del saber.
Cabe la pregunta: ¿por qué unos sistemas hegemonizan a otros? Los antropólogos, en
alguna de las contadas ocasiones en que hemos dialogado, dieron cuenta de casos en los que no resultaba
del todo racional que el Estado mexicano hubiese gastado recursos en el castigo de actividades que no
son delito conforme con el Derecho de la comunidad sobreviviente. Se trata de actos que, al parecer, no
estorban el amplio dominio del Estado hegemónico. Todo podría seguir igual si no se
reprimieran esas manifestaciones culturales que no producen daño «social»,
entendiendo por daño social uno que afecte a los ciudadanos del Estado hegemónico.
Por ejemplo, el caso del matrimonio, ¿qué le importa a nadie si en alguna comunidad
existen formas de matrimonio por grupos, o de matriarcado, o de poligamia? ¿Qué le pone o
qué le quita a los ciudadanos del Estado mexicano que en alguna comunidad un hombre tenga varias
esposas, y que se reconozcan a todas ellas los derechos que les adjudica el sistema jurídico que
obedecen? Incluso se trata de sitios apartados, sin ninguna publicidad, donde lo que sucede ni siquiera
es conocido de manera que pueda producir daño «moral» por el «mal»
ejemplo. Es comprensible el celo de los funcionarios del Estado hegemónico cuando se trata de
violación de normas que tienen por objeto lograr la explotación de esas comunidades. Pero
no parece serlo cuando la vida comunitaria no afecta el fondo del sistema capitalista. La respuesta es,
parece, que la dominación tiende a ser completa, que no debe dejarse nada del patrimonio cultural
del pueblo dominado, tampoco su Derecho.
Una pregunta distinta es ¿cómo deberían comportarse los funcionarios del sistema
hegemónico? O, mejor, ¿es posible pensar que se comportarán de otro modo, es decir,
permitiendo la pervivencia del sistema jurídico hegemonizado y, por tanto el pluralismo
jurídico? Esto ya no es ciencia o filosofía, es política. La Sociología
jurídica sólo puede aspirar a explicar el porqué se comportan así, y, sobre,
todo, a constatar que la actuación del funcionario constituye la eficacia del sistema que lo
inviste y al que obedece.
Pero, por su parte, TGD ¿tiene alguna responsabilidad en el comportamiento de esos funcionarios?
¿Puede decirse que actúan así, siguiendo alguna teoría jurídica? Pues
el funcionario actúa así porque piensa que debe hacerlo de esa manera y no de otra. Es
difícil decir que detrás de la acción de los funcionarios hay una
«teoría» del Derecho. En todo caso no es la positivista y mucho menos la de Kelsen.
Tampoco algunas de las diversas teorías que utilizan los sociólogos.
Más bien habría que decir que los funcionarios expresan, en su acción, una
visión del mundo que excluye la posibilidad de la coexistencia de normas pertenecientes a
distintos sistemas jurídicos en el mismo territorio. El Estado, heredero de la idea de
soberanía, no puede resistir la competencia de otros sistemas normativos.
Sin embargo, puede observarse que esta concepción, si bien es muy conveniente para quienes
detentan el poder, no responde a las evidencias empíricas de una sociedad moderna. Que esta
última sea confundida con una que requiere ese Estado único es producto de una
ideología cuidadosamente cultivada desde hace al menos dos siglos. En realidad, en toda sociedad
moderna coexisten numerosos sistemas jurídicos, con diverso grado de hegemonía de cada uno
sobre los otros. Lo que sí puede detectarse es la hegemonía de uno de ellos sobre todos
los demás. Pero precisamente su hegemonía se basa, en parte, en la acción de sus
funcionarios, cuidadosamente educados para reconocer como válido solamente ese sistema. Son esos
funcionarios los que se erigen, a veces sin que nadie tenga verdadero interés en ello, en
guardianes de la eficacia de las normas del sistema hegemónico.
Ahora bien, ¿podrían comportarse de otro modo, aceptando la posibilidad de que en el mismo
territorio existan más de un sistema jurídico? En el caso del Derecho indígena,
¿podría el funcionario del sistema estatal hegemónico considerar que las normas del
sistema indígena son válidas y por tanto aplicarlas o aceptar su aplicación?
Pareciera, a primera vista, que la respuesta pudiera ser positiva: el funcionario del sistema
hegemónico podría considerar la validez de las normas del sistema jurídico
indígena. Sin embargo, el funcionario destacado precisamente en ese territorio es uno de muy baja
jerarquía y sabe perfectamente que pende sobre él la amenaza de destitución en caso
de que un funcionario superior piense distinto. Pareciera que esto puede solucionarse con una reforma
constitucional que obligue a los funcionarios del Estado hegemónico el considerar válidas
las normas del Estado indígena. Sin embargo, a su vez, la eficacia de tal reforma
requeriría del convencimiento de los miembros de la Suprema Corte de Justicia encargados de
declarar la inconstitucionalidad de los actos de los funcionarios públicos.
Como se ve, la cuestión es que la existencia del sistema jurídico hegemónico
incluye su propia eficacia. Esto es, no existe sistema jurídico si no es eficaz, y su eficacia
consiste en que se cumplan las normas que lo componen. La eficacia del sistema jurídico que
reconoce otros sistemas consistiría en que se reconozcan normas que no pertenecen al sistema de
cuya eficacia hablamos. Esta aparente contradicción es la que está en el corazón
del problema del pluralismo jurídico.
Sin embargo, desde el punto de vista de TGD no habría inconveniente en pensar en la coexistencia
de varios sistemas jurídicos con la condición de que los funcionarios del sistema
hegemónico cambien su visión del mundo jurídico, lo cual —pareciera— es
una cuestión de educación.
En cambio la Sociología jurídica muestra que el sistema jurídico hegemónico,
el Estado moderno, que es soberano, resiste mal la competencia de otros sistemas aun cuando éstos
sean mucho más débiles. Con mucha mayor razón, esto sucede cuando los sistemas
alternativos son subversivos.
Correas, Óscar, 1993, Crítica de la ideología
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